31.10.12

Un paraíso imposible

Todos los idiomas han aportado su granito de arena a la globalización del entendimiento humano. No hablemos del griego ni del latín ni del árabe, que son los grandes proveedores de palabras universales: ecuménico, ley, álgebra

Mahmud Sharif/facebook./elespectador.com

Hablemos en cambio del castellano, que siempre tengo presente cuando los locutores de los informativos alemanes dicen, en alemán, que una “junta” se hizo cargo del poder tras un golpe militar. Y hablemos del alemán, que nos ha dado la metáfora ideal de la guerra relámpago con su Blitzkrieg. O hablemos del francés, al que debemos la universalidad de la palabra restaurante. O del checo, de donde procede la palabra robot. O del italiano, padre del graffiti. O del neerlandés, gracias al cual poseemos las palabras babor y estribor para nombrar, respectivamente, los lados izquierdo y derecho de los barcos. Y sin necesidad ninguna de mencionar el inglés, cuya preeminencia no es poquita cosa, hablemos del japonés, pues quieras que no hay varias palabras niponas que son universales: judo, harakiri, kamikaze, para no decir sino tres.
La tercera de ellas es la que lamentablemente goza de mayor actualidad y más difundido conocimiento. En la escalada de su confrontación con Israel, Palestina pasó de la intifada autóctona al kamikaze foráneo, y luego, con el fundamentalismo de Al Qaida, se ha puesto a la orden del día, en Irak y Afganistán. Casi no transcurre un solo día sin que la prensa, la radio y la TV nos informen de un nuevo atentado kamikaze en esos países.
Me gustaría precisar que el vocablo kamikaze significa literalmente “viento divino” y designa aquél viento mítico desencadenado por los dioses del olimpo japonés, en el año 1281, contra la flota chino–tártara que pretendía conquistar el Imperio del Sol Naciente. A partir del 17 de mayo de 1944, sin embargo, cuando el comandante Katushiga se estrelló deliberada y suicidamente con su avión contra un destructor de la Marina de los Estados Unidos, kamikaze designa al hombre que se inmola por una causa, destruyendo o tratando de destruir al enemigo de ella.
En el caso de los fundamentalistas árabes sucede que el kamikaze dizque tiene garantizado el Paraíso, de tal manera que acude a la cita de la muerte con toda deliberación, hasta contento. Pero habrán notado que escribí “dizque”, y no puedo por menos de añadir que lo hice por mi cuenta y razón, ya que el Corán condena de manera taxativa el suicidio.
Ahora bien, es evidente que la hermenéutica, la ciencia de la interpretación de los textos sagrados, tanto en la religión musulmana como en cualquier otra, está siempre lista a la hora de sacar conejos del sombrero de copa. Por lo que se refiere a la religión de Jesús el Nazareno basta pensar en el cerebro retorcido que inventó la Inquisición.
Dicho de otro modo: ustedes pueden encontrar toda una legión de teólogos musulmanes que pese a la condena del suicidio por el Corán, dispondrán de todos los argumentos posibles para justificar los atentados kamikazes. Y es evidente que hallan un terreno abonado en la juventud de una Palestina desesperada, de un Afganistán ocupado militarmente, de un Irak sin norte; la recluta de suicidas voluntarios no es problema para los señores de la guerra.
Pero ya dice el dicho decidero, como decía Unamuno, que Dios escribe derecho con renglones torcidos, y es ello lo que me lleva a contarles una historia verídica ante cuyo desenlace uno no sabe bien si echarse a reír o si echarse a llorar. Les cuento:
Esta es la historia de un kamikaze palestino, Mahmud Sharif. Los explosivos que llevaba atados a su cuerpo no explotaron cuando los hizo detonar, sólo explotó el detonador y Mahmud Sharif perdió el conocimiento de resultas de ello. Cuando recuperó el sentido, se encontraba en un hospital, pero él creía firmemente que había muerto y que ya estaba en el Paraíso. Nada de lo que le decían, nada de lo que le preguntaban, ninguno de los objetos que le mostraban, nada, nada, lograba sacarlo de esa convicción. Hasta que uno de los oficiales que lo interrogaban se extrañó:
 “¿Así pues, también hay israelíes en tu Paraíso?”
Recién entonces, recién entonces, empezó a comprender Mahmud Sharif.
Ojalá nadie le hable nunca del canto vigesimoctavo de La comedia del Dante (lo de “divina” es un añadido que no figura en el título original), canto donde se describen los suplicios que padecen los condenados al noveno foso del octavo círculo del Infierno, entre ellos su profeta Mahoma. Y es que todos los paraísos y los infiernos están hechos a la medida del ser humano, y hasta un grandioso poeta como el Dante tenía sus cuentas pendientes con amigos y enemigos: en el fondo, La comedia es su factura

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