Emmanuel Bazin se acerca a la crónica que le habla de los Iseieke, una tribu amazónica con un léxico babeliano que resulta incomprensible para la civilización y en cuyos sonidos no aflora vocablo que pueda ser razonado lingüísticamente, ni siquiera un cuerpo idiomático exclusivo al que solo estos tuvieran acceso, más que como una fuerza que parece transmitir las ideas de forma fantástica
Portada de Sacrilegio de Simón Jánicas/elespectador.cm/blogs |
Corre el año de 1999, Emmanuelle Bazin va y viene por los recovecos
barrocos de un sueño lívido pero profuso en el que permanece inmersa,
atravesada a su vez por la voz de un narrador omnisciente que de vez en
cuando, y desde una primera persona ataviada de magnificencia y poder
ancestral, irrumpe en la narración para reptar a través de ella y dar
esencia a los elementos que le circundan. El ofiuco, la gran serpiente
que mora en cada uno de los personajes de este libro, un mal cuyo
némesis no es otra cosa que un poder establecido, Corporaciones, hombres
encapuchados como seguidores del Ku Klux Klan, mercenarios que vigilan
cualquier mutación, cualquier revuelta que muestre un poco de
individualidad transgresora, un mal que no es otra cosa que la
posibilidad de lo diverso, de la existencia del caos como contraparte a
los absolutos.
Emmanuel Bazin se acerca a la crónica que le habla de los Iseieke,
una tribu amazónica con un léxico babeliano que resulta incomprensible
para la civilización y en cuyos sonidos no aflora vocablo que pueda ser
razonado lingüísticamente, ni siquiera un cuerpo idiomático exclusivo
al que solo estos tuvieran acceso, más que como una fuerza que parece
transmitir las ideas de forma fantástica. Aquí, la ciencia ficción que
contiene el relato de Sacrilegio traspone la barrera de la
verosimilitud para entrar de lleno en el mito, un mito que la ensoñación
rescata cada tanto para revelarlo de forma sucinta mientras una
civilización va expugnando su propio camino hacia la caída. Junto a
Emmanuel, el obispo José Asunción Toscano, párroco de Leticia, emprende
el camino hacia los Iseieke, hacia lo que este llamaría en un principio
como el mito de la sombra blanca. La tribu que habita en un lugar
llamado Ayrebarke y que, como se verá más adelante, al verse replegada
al nomadismo pre apocalíptico, termina por corresponderse con esas
ciudades del final de los tiempos en las que sobreviven los últimos
hombres que pudieron ponerse a salvo de algún virus implacable o del
peso abominable de una nueva especie antihumana (ej. Sion en “The
Matrix”).
Año 2335. Más allá de las únicas siete ciudades que aún pueblan la
tierra, asoladas estas por un poder regente que controla a la humanidad
como máquinas infames que cuidan del orden y la homogeneidad, sobreviven
los mutantes, escondidos, agazapados, corriendo hacia el único lugar
donde es posible vivir, el Enclave-A, como una ciudad prometida en la
que, ya a salvo, podrían los afortunados encontrarse con “las más
diversas formas de la arquitectura humana”. Junto a las ciudades,
algunos vigías coordinan la actividad en las afueras, cientos de trenes
llevan y traen cuerpos manipulados producto de una operación
automatizada de natalidad; bajo la mirada de algunos satélites de
control, muchos deciden de repente privarse de esta sociedad ‘ideal’ y
mercantilizada para correr fuera de un Edén apocalíptico, a riesgo de
ser neutralizados por su osadía. Cada quien en estas ciudades lleva en
su cabeza implantado un módem que regula la pacifica felicidad de este
orden terrenal, algunos sin embargo, abren sus cráneos y recuperan su
alma aún a riesgo de desangrarse y morir en el camino de huida, más allá
se esconden los abismos de aquel lugar prometido.
En esta novela en particular, aflora la ciencia ficción de una manera
bastante compleja por cuanto aparece la idea del cyberpunk (tecnologías
que someten a la humanidad) junto a una concepción ‘alíen’ de todo
aquello que parezca foráneo o producto de la diversidad, a la vez que se
explora en terrenos más místicos y por ende fantásticos. La tribu que
permanece, los guías suspendidos desde el espacio por fuertes arneses
que tratan de dar captura a los irredentos y antisociales. La lengua
como un poder intrínseco y no como una formalidad metódica, lineal,
establecida.
El Kuantun es el poder regente sobre todas las cosas, la ciencia es
aquí el arma de destrucción masiva, el controlador, el orden vigilante,
la entropía como memento mori con el cual van a caer todas las
civilizaciones posibles hasta convertir la tierra en una sola e informe
masa excrementicia. Los astronautas, o siete gendarmes que cuidan las
ciudades, cuelgan de arneses y bajan a las catatumbas a buscar réprobos y
condenados para acabar con ellos. En sus escafandras llevan la palabra
LAWS, seguida de un número 111, número que parece oponerse al de la
bestia, el propio ejercicio de la humanidad, el Ofiuco originario, el
666. LAWS, como sigla de las palabras en inglés League Against the White
Shadow, son a su vez una palabra que refrenda lo políticamente
correcto, el imperio del orden regente, como la Ley que pretende
unificar a la humanidad en una triste, monocromática, e inexpugnable
Corporación.
A través del libro, entre los pliegues que el gran Ofiuco ha formando
en la tierra como si se tratase de la esencia misma de una pacha mama
latente y en constante ebullición, otros pliegues van asomando cada que
el relato salta en el tiempo y la novela cuántica como tal aparece. El
relato de las grandes urbes y su caída, la oposición entre fuerzas
obscuras y dignatarios en pos de poder y posición política y económica,
son narrados mientras que los Iseieke cruzan los bucles del espacio
tiempo para llegar a Nueva York o la China monacal, como emisarios que
han de salvaguardar el Plan Maestro mientras las fuerzas regentes no
cejan en su empresa hacia la hegemonía y el control total. Aparecen las
dualidades entre hermanos opuestos, príncipes que aspiran al poder o
desean destronar un gobierno.
A través de cada portal o invunche, los Iseieke van perforando la
historia para posarse sobre ella y ayudar al caos, así van de la China
del jerarca Chow Sin y la pugna entre Zad y Wen, consortes en oposición
que velaban cada quien por llevar la tierra a sus extremos; o la vida
de Arnold y Richard Grimm en Nueva York, hermanos enfrentados por el
afecto de una dama francesa, compañera del Ofiuco, Emmanuelle Bazin, la
mujer fatal que ayudaría a los Iseieke a perpetrar su Plan Maestro,
hermanos que a su vez tienen sobre sus espaldas el martillo vigilante
de George Swanson, mariscal de la falange de Nueva York, el bien como
ultraderecha, el statu quo y la uniformidad como banderas de una secta que busca encontrar genéticamente una nueva raza perfecta.
Así, cruzando cada tanto las barreras del tiempo, los Iseieke van
cambiando de apariencia, de cuerpo, van cruzando el espacio-tiempo
mientras serpentean y saltan los pliegues para configurar un universo
muy suyo que tiende a formar a su vez un mito fundacional bastante
paradójico, un mito de alguna manera cíclico, “extraviados en la
marisma” y cayendo “atrapados en los ignotos dominios del gran Ofidio
subterráneo”. Devorados también por madejas de serpientes “y vueltos a
parir dentro del inextricable serpentario que yacía enterrado bajo las
raigambres de los árboles ínfimos”, cual nudo de raíces dispersas y
heterogéneas como rizomas. De vuelta al inicio, mientras el astronauta
regresa del escondrijo donde pudo vislumbrar mutantes evadidos y
nauseabundos, Sacrilegio parece querer enfrentarnos de nuevo a la
ausencia de absolutos por la cual los mutantes yacen aún allí, en las
catatumbas.
La escena de trenes cargados de entes amorfos y los cuerpos
atravesados por mangueras y sumergidos en un pus vidrioso nos enfrenta a
un final por el cual, ya sea en la profundidad de esos abismos
intrincados o ya en la superficie entre “dunas purpureas”, solo la
tierra desolada sobrevive.
Sacrilegio
Simón Jánicas
Diente de León editor
Bogotá, 2009
272 páginas
Simón Jánicas
Diente de León editor
Bogotá, 2009
272 páginas
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