Es difícil ponerse de acuerdo sobre el origen de la inspiración a la hora de escribir y hasta podría dudarse con razón de que se trate de algo mágico que aparece cuando uno menos se lo espera, una especie de lotería. En mi caso nunca me hice la pregunta porque creo haber estado muy ocupado en vivir las experiencias de las que esperaba que surgiese luego el pálpito de la escritura. Uno puede sentir esa pulsión literaria mientras recuerda el amor sublime que sintió por una mujer, pero no hay que descartar que surja al evocar una tragedia, un dolor incomensurable o la simple brisa afrutada de una lejana tarde de verano, con el aire varado sin voz sobre la mar. Se puede escribir a renglón seguido de la felicidad tanto como si la escritura es la ácida consecuencia de un terrible dolor. Personalmente tengo la sensación de que mis momentos de felicidad sentimental han coincidido casi siempre con instantes de preocupante esterilidad creativa. Puedo evocar con cordiales frases caramelizadas el perfil inolvidable de una mujer hermosa y sin embargo me resulta más literario el recuerdo del desencanto y de la furia, la conmemoración del fracaso, los momentos de la madrugada en los que la glucosa del placer parecía inseparable de la bilis del navajazo, esos instantes cruciales e irreflexivos en los que un hombre lo que busca a deshora con el rostro entre las piernas de una mujer es la misma sensación que recuerda haber tenido de niño, una libidinosa y fría mañana de invierno, al pasar la cabeza por el cuello del jersey. Puede que resulte exagerado para quienes no lo hayan vivido, pero mi experiencia personal me dice que es en el confín del extremo dolor donde surge con avidez, con desesperación, el cierne de la bondad. Aunque es cierto que al afecto se llega a menudo por los gestos cariñosos de un hombre, por lo que he vivido me creo con cierta razón para alegar que ese mismo afecto surge a veces después de una paliza, al final de un escarmiento, justo cuando en el fragor de una pelea sabes que llevas salpicada en tus ojos la sangre de la mirada del otro. Surge entonces el cansancio que se destila en la furia y uno tiene la sensación de tener en sus jadeos el aliento arrepentido del tipo que le cortó la cara con un vaso. Sabes a partir de ahí que no se trata solo de seis puntos de sutura. Es algo más sublime que eso. Se trata de descubrir que a veces, mientras haces memoria, lo que resulta de pasar a limpio la sangre es algo que con un poco de suerte convierte el rencor en efemérides; la furia en afecto; y el dolor, en literatura.
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