Celebración de un narrador único, autor de Pedro Páramo y El llano en llamas, cuya obra es de una actualidad tan vital como aterradora
Rulfo lector de sí mismo. Leía su propia obra con nítido y cantado acento mexicano, con las pausas debidas./revista Ñ |
Violentos desde la luz que los incendia, los paisajes compuestos por Juan Rulfo son el testimonio crudo de un territorio envilecido por la mala fortuna y sobre todo por la impune sevicia histórica de un mal gobierno criminal que demuestra, en lugares como México, que la muerte no es sino la primera de una larga serie de calamidades. Como otros antes que él, Rulfo supo que el infierno es mexicano, y si no exclusivo de aquellas tierras, bastante se lo parece: aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decir que muchos de los que allí se mueren al llegar al infierno regresan por su cobija.
A 100 años de su nacimiento, bajo el nombre de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, no es necesario hurgar demasiado para comprender, leyendo la prensa de todos los días, la pavorosa vigencia de su obra en un país que vive en llamas. Al margen de sus valores específicos, que desdoblan sus textos en lecturas fecundas imprimiéndoles su cáracter y valor universales –invención de una lengua al interior de la lengua, instauración de un tiempo mítico y circular que comunica la vida con la muerte, construcción de imágenes precisas de un lugar que ya no existe– la esencia de su literatura fue nutrida por los estragos de haber sido testigo y víctima de la Cristiada, otra guerra civil que continuó el reguero de pólvora, destrucción y sangre emanados de la Revolución Mexicana.
Rulfo, cuya niñez estuvo signada por asesinatos y crueldades recurrentes –a su padre lo mató de un balazo en la cabeza el hijo adolescente de un cacique cuando él tenía 6 años y dos años después, se dice que de pena, moriría también su madre– sería conocido por su carácter silente, como le sucede a los hombres a los que el espanto les ha robado el aliento. ¿Por qué lloras, mamá? –preguntó; pues en cuanto puso los pies en el suelo reconoció el rostro de su madre. –Tu padre ha muerto…Han matado a tu padre. –¿Y a ti quién te mató, madre?
La vigencia de su obra no sólo radica en la permanencia y multiplicación de pobres y miserables, saldo de los gobiernos emanados de aquella revolución corrupta traicionada desde el siglo pasado, descrita en tono didáctico por Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz. Los pobres de Rulfo, como los de Graciliano Ramos, son seres hambrientos en vida y en muerte, por eso sus fantasmas son susurros, murmullos, hilachas de espíritus que tampoco del otro lado encontrarán justicia ni sosiego, afuera, en el patio, los pasos como de gente que ronda. Ruidos callados. Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos del cielo, y debajo de sus pies regueros de luz; una luz aspergada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado de lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo.
En su novela Pedro Páramo, atravesada por espectros y voces que se comunican desde la tumba, todos están muertos, lo sepan o no. Y en esa circunstancia, la de muertos inquietos que buscan la tranquilidad y el consuelo de la sepultura, radica su más terrible vigencia, toda vez que buena parte del territorio mexicano se ha convertido en una fosa clandestina; una multitudinaria tumba sin nombre sembrada de mujeres, estudiantes, choferes criminales, amas de casa, niños, periodistas, policías, militares, migrantes y maestros a lo largo, ancho y hondo del país.
En el México contemporáneo no resulta inconcebible que al buscar a 43 estudiantes desaparecidos aparezcan narcofosas con osamentas de 600 desconocidos, como en el caso del estado de Guerrero. O que en los últimos dos años haya más de 500 desaparecidos en Veracruz, y que apenas en marzo de 2017 se contabilizaran 117 cuerpos en Morelos, 196 en Tamaulipas, 131 en Guerrero, 413 en Sinaloa… y contando con suspicacia, porque las cifras oficiales suelen estar maquilladas. Lo que es un hecho es que en México se vive un estado de terror en partes cada vez más vastas del país, lo que permite hablar de estado fallido y en descomposición en medio de una debacle generalizada, de lo que no sabemos nada es de la madre del gobierno.
Este estado de la crisis humanitaria en México ha sido denominado por la académica tijuanense Sayak Valencia como capitalismo gore, definido en sus palabras como el “derramamiento de sangre explícito e injustificado, al altísimo porcentaje de vísceras y desmembramientos, frecuentemente mezclados con la precarización económica, el crimen organizado, la construcción binaria del género y los usos predatorios de los cuerpos, todo esto por medio de la violencia más explícita como herramienta de necroempoderamiento”. Un panorama espeluznante, parecido al que describe la novela del narrador guerrense Federico Vite, Bajo el cielo de Ak-pulco, primera obra mexicana en abordar el negocio millonario del transplante de órganos derivados del altísimo porcentaje de asesinatos. Más que capitalismo, necrocapitalismo gore. Porque donde hay miseria, odio y podredumbre nada se desperdicia, todo se reutiliza. La semana pasada no conseguimos pa comer y en la antepasada comimos puros quelites. Hay hambre, padre; usté ni se las huele porque vive bien.
Los amargos frutos de la tierra mexicana son regados con sangre y cultivados con cuerpos desmembrados de los que no se sabe a ciencia cierta ni el número ni el nombre, salvo que se trata de los más pobres. Es muy probable que de tener datos confiables la cifra prendería las alarmas de una alerta humanitaria ante la ONU.
Desde luego, esta lectura dista de pecar de presentista. En México, desde tiempos de la Revolución, hay muertos que no son noticia y nunca lo han sido. Se trata de los muertos recurrentes del gobierno. De los campesinos, estudiantes y maestros. De los periodistas, indios y disidentes. De gente que la paga sin deberla ni beberla: el México bronco, pobre, mestizo. Esos muertos de muerte violenta que marcaron la mirada de Juan Rulfo. Esos cadávares indóciles que incluso sin cabeza siguen hablando desde la muerte. Porque hasta eso ha sido fatalmente envilecido. En el presente, como en el pasado, para la gran mayoría de los mexicanos hasta la dignidad de la muerte es un despojo consumado.
La actualidad de los conflictos retratados en sus páginas es absoluta: miseria del campo que nutre a las ciudades, migración forzada por necesidad a los Estados Unidos (allá te presentas con Fernández. ¿No lo conoces? Bueno, preguntas por él. Y si no quieres cosechar manzanas, te pones a pegar durmientes. Eso deja más y es más durable. Volverás con muchos dólares); abuso de poder a todas las escalas y tres palabras que son una llaga purulenta: impotencia, impunidad y corrupción: los pilares de una cultura que envenenan a todo el pueblo, esa Comala maldita que es la boca del averno: yo sé que usted lo odiaba, padre. Y con razón. El asesinato de su hermano, que según rumores fue cometido por mi hijo; el caso de su sobrina Ana, violada por él según el juicio de usted…Olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá Dios lo haya perdonado. Pedro Páramo es el grandísimo hijo de la chingada que corroe todo a su paso, pero que también morirá con la destrucción que engendra su espíritu corrupto, como ya sucede en la mayor parte del país… Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
El genio de Rulfo, que sólo mediocres azuzados por la inquina se atreven a poner en entredicho, habla a gente de todas las épocas y todos los tiempos porque sus verdades son la representación de dolores profundos y alevosos que suceden en todos lados, con otras caras y otros nombres, pero bajo cielos idénticos donde brilla ilesa una estrella junto a la luna.
¿Hubiéramos querido que Juan Rulfo contara otras historias? Desde luego: también hubiéramos querido que la vida hubiera sido de otra manera, donde no fuera necesario darle forma con palabras tan austeras, recortadas por la pérdida, el desierto y la violencia, a lo que de a poco mata por dentro.
Pero aquí estamos, desde nuestro infierno personal –que a veces se llama México– rindiéndole homenaje a un hombre al que apenas un puñado de palabras secas y preciosas le valieron para hacernos saber que estamos muertos y estamos juntos.
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