El escritor Pablo Montoya recibió el galardón literario chileno con un lacerante discurso sobre lo que significa ser colombiano, y sobre el papel que debe asumir la literatura frente a un país que no ha cesado de hacerse la guerra a sí mismo
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Discurso de la entrega del Premio José Donoso 2016
Respetable Audiencia:
El mundo en que vivimos nos remite a la noción de infierno. José Donoso, que se apoya en Christopher Marlowe, nos lo recuerda en el inicio de El lugar sin límites. Habitamos unas coordenadas debajo del cielo y en ellas somos torturados con frecuencia. Por los otros, por ese complejísimo mecanismo que hemos inventado y al que llamamos sociedad y por nosotros mismos. De hecho, creo que si hay un escritor de nuestra lengua que trazó una obra siguiendo la consigna de que edificamos sin descanso un universo mortificante es José Donoso. Roberto Bolaño, tan certero, se refiere a ese universo como un cuarto oscuro donde pelean bestias.
Me apoyo pues en José Donoso, ahora que el premio de las letras que lleva su nombre ha valorado mi obra, para compartirles algunas reflexiones. Y trataré de hacerlo desde esa condición particular que significa ser actualmente un escritor colombiano. Seré directo y quizás incómodo. Alguna vez Borges dijo que ser colombiano significa un acto de fe. Pero de aquellos días de “Ulrica”, su hermoso cuento que alude a Colombia, a los nuestros, muchísimas aguas han corrido bajo los puentes. Y los pilares de estos están carcomidos y aquellas increíblemente ensangrentadas. De tal manera que yo diría que ser colombiano es, más bien, portar sobre los hombros el peso de múltiples ignominias.
Cuando he escrito sobre mis país, lo he hecho bajo esta certidumbre. No es fácil hacerlo. Pero quién ha dicho, por un lado, que escribir, desde Homero hasta Gabriel García Márquez, desde Grecia hasta Colombia, es un acto nimbado por la facilidad. Y quién ha afirmado, por el otro, que ser parte de un país tan convulso significa una bendición o poseer en el pecho aquel pueril sentimiento de orgullo nacionalista. Quisiera decirles que Colombia, a pesar de sus paisajes majestuosos y pródigos y sus gentes alegres, hospitalarias e imaginativas -paisajes, hay que aclararlo, cada vez más arrasados por la voraz acción de las multinacionales de la minería y gentes cada vez más manipuladas por sus dirigentes políticos y religiosos-, es como ese cuarto oscuro al que se refiere Roberto Bolaño. O esa gran “casa insondable”, similar a la que ausculta, meticuloso y delirante, José Donoso en El obsceno pájaro de la noche.
Por supuesto, sé que un país como Colombia es muchos países. Pero uno de ellos me parece inobjetable: es un espacio lleno de espectros, de torturados, asesinados y desaparecidos. No ignoro que para muchos, sin embargo, ese espacio representa la especial morada, el refugio único, el albergue distinguido que les ha permitido residir en la Tierra. Reconociendo lo que sienten unos y otros, me atrevo a decir que Colombia es una morada con grietas vergonzosas. Me dirán que todos los países, las naciones, los imperios lo han sido a lo largo de los siglos. Con todo, esta circunstancia jamás debería imponérsenos como una excusa para dejar pasar de largo la situación aterradora que ha caracterizado a mi país. Y la pregunta que terminamos por hacernos los escritores que, como dice Borges en un acto de fe nos llamamos colombianos, es esta: ¿para qué sirve escribir en medio de ese albergue horadado? O esta otra: ¿qué puede hacer hoy un escritor cuyas raíces se hunden en una tierra tan aporreada por la insensatez humana? Por supuesto, no pretendo proponer sendas únicas en un panorama, como el de la literatura, en que deben predominar las vías diversas; ni ponerme como paradigma ante coyunturas que urgen, justamente, de muchos paradigmas. Pero lo que sí sé, lo que he comprobado a lo largo de estos años en que he ido escribiendo mi obra, es que la palabra es tan fundamental como necesaria en medio de la calamidad y el infortunio. La palabra del cuento, del ensayo, de la novela, de la pieza de teatro, de la crónica, de la palabra escrita y oral, en fin, esa palabra poética que las comprende a todas. Y estoy convencido de que al ser portadores de ella, hacemos lo que hace Sísifo con su piedra: enfrentar, en medio de la condena y la esperanza, la iniquidad y el horror.
Porque, créanme, ser colombiano es estar implicado, aunque debería decir desorientado, en esas coordenadas. Sé que estas palabras (iniquidad, horror, mal) levantarán reproches aquí y allá. Vivo en un país donde muchos se mienten a sí mismos. Un país en el que una parte de sus habitantes no quiere mirarse en el espejo tallado por nuestras innúmeras degradaciones. Negarse a reconocer como propia la imagen turbia que le reflejan los espejos, demuestra que somos un país anómalo. Tal vez no debería hacerlo. No debería macular este recinto honorable de las letras con eventos y cifras que definen el tamaño de nuestra condición. Pero debo justificar la certidumbre que poseo como escritor: soy parte de un país fallido y cruel. Fallido porque la mayor parte de sus habitantes no ha apurado su breve tiempo con dignidad. Y cruel porque hemos ultrajado al otro a través de prácticas sistemáticas que, cuando las conocemos, actúan como un abanico sombrío que, en vez de prodigar el aire vivificante de que urgimos, lo reduce hasta asfixiarnos.
Colombia, desde que existe como república, no ha cesado de hacerse la guerra a sí misma. Agresivas guerras de independencia y caóticas guerras civiles durante el siglo XIX. Uno de esos períodos, incluso, lo hemos llamado “Patria boba” como para decirnos, en un instante de sarcástica claridad, que nuestra historia libertaria está anclada en la estupidez. Luego sucedió la guerra de los Mil días, una nueva inútil conflagración en la que hubo más de cien mil muertos y que dejó un panorama aciago de dos bandos, los humillados y los humilladores, que habrían de odiarse con un fervor especial. Nuestro siglo XX empezó con esta herida formidable que se enlaza con la que tenemos ahora, igualmente descomunal. Después hubo otro período denominado Violencia partidista que comprendió los años 40 y 50 y dejó un saldo de trescientos mil muertos, según unos, o de quinientos mil, según otros. Allí se enfrentaron con una brutalidad devastadora los partidos tradicionales colombianos de entonces, que son más o menos los mismos de ahora aunque tengan otros nombres, los conservadores y los liberales. Y luego vino una repartición del poder entre esos mismos partidos viciados, y se creó una suerte de monstruo, aparentemente civilista y democrático, llamado Frente Nacional. Para unos este Frente, que gobernó al país entre 1958 y 1974, logró cesar la horrible noche de la violencia partidista y frenar la otra que significa toda dictadura militar. Pero, sí hizo esto, también abrió irresponsablemente la caja de Pandora para que sobre Colombia cayeran, como hienas hambrientas, los ejércitos estatales, los ejércitos guerrilleros comunistas, los ejércitos paramilitares anticomunistas y los ejércitos del narcotráfico. Y de nuevo, esas guerras nefastas, que son el mejor indicio para definir nuestra democracia maltrecha, habrían de defecar sus muertos. Dicen los que trabajan sobre esas cifras mortuorias que en este último período se han producido otros doscientos cincuenta mil asesinatos.
Pero es en los últimos treinta años de la historia colombiana que han ocurrido los exterminios más dolorosos. Exterminios que bastarían para ponernos en el pináculo de la deshonra universal. Y si me atrevo a mencionarlos aquí, no lo hago para empantanar una alta ceremonia de la cultura, o por placer sadomasoquista, o por mero ensañamiento contra ese país que me marca idiosincráticamente ante el mundo, al modo de los hijos indignados que señalan a sus progenitores como los culpables de su padecimiento. Lo hago, repito, porque así es como entiendo el papel que la literatura y los escritores deben asumir frente a sus pútridas patrias, para utilizar la expresión de W. Georg Sebald. En los años ochenta, las instituciones militares del Estado, en colaboración con terratenientes, empresarios y escuadrones de la muerte, eliminaron aproximadamente a cinco mil miembros de un partido de oposición de izquierda llamado Unión Patriótica. En la primera década del siglo XXI nos enteramos, abrumados, de una operación llamada Falsos Positivos. Ella consistió en mostrar, en el contexto de una temible política de seguridad democrática, como trofeos de guerra, los cuerpos de inocentes que el ejército colombiano hizo pasar por guerrilleros caídos en combate. Cerca de cinco mil jóvenes desavisados, muchos de ellos con retrasos mentales. Muchachos desamparados, provenientes de barrios pobres, que fueron aplastados en el cuarto oscuro de Colombia por las bestias del militarismo y por esas otras bestias, ataviadas de saco y corbata, que hoy siguen gobernando. Y para completar esta cartografía del equívoco social, mi país se lleva el honor de tener en su seno la mayor cantidad de desplazados en el mundo. La cifra de casi siete millones de campesinos, indígenas y afrodescendientes que han abandonado sus tierras acosados por la guerra y el miedo y que malviven en su “propia” Colombia, unida a la de los seis millones de exiliados que viven en regiones extranjeras, es suficiente para enmudecernos. Y eso que aún no conocemos el número de los desaparecidos que han dejado estos últimos tiempos y sus nombres y sus vidas ultimadas siguen desorientados en el limbo de nuestra perversa desidia. Pero lo más deplorable es que, enterada de estas circunstancias, nuestra clase política no asume las responsabilidades debidas, sino que, por sus maquinaciones económicas, se cubre de pies a cabeza, realizando una coreografía irrisoria que parece no terminar nunca, con la baba repugnante de la corrupción.
Ante un paisaje así, que abochorna no solo la condición de los colombianos sino la de la humanidad, muchos se enorgullecen de la estabilidad de nuestra democracia y de sus bondades financieras en un continente, como el latinoamericano, que ha sido azotado por las dictaduras militares y las bancarrotas de sus gobiernos civiles. Empero, esos son lenitivos engañosos que intentan soliviantar en vano la dolencia de una geografía vapuleada por el mal. ¿Qué tipo de respetabilidad y de credibilidad puede tener una democracia, como la colombiana, que ha estado sostenida por sus diferentes ejércitos aniquiladores y cuya impronta está signada por tan inmensa cantidad de víctimas?
Pero las cifras que he dicho corren el riesgo de volverse obscenas si no materializamos, en nuestra frágil conciencia, a los innumerables asesinados, torturados y desaparecidos cuyos victimarios, es necesario manifestarlo, no han sido castigados. Porque “obscenidad” es el término al que acudo cuando sabemos que más del 95% de estos asesinatos sigue en la impunidad. De este tipo es pues, apreciado auditorio, la infamia que nos llega hasta las sienes. Una de las formas en que Albert Camus aconsejaba comprender la magnitud de la muerte de los otros, es la de alinear a esas personas a lo largo de un playa, e irles dando, al uno y al otro, así sean miles y miles, una mirada de reconocimiento. Reconocimiento que llegará como un alivio a las familias y seres queridos de quienes han sido golpeados por la sevicia. Estoy seguro de que la escritura literaria es como esa inmensa playa llena de una humanidad denigrada y, al mismo tiempo, estremecida por una recordación reparadora. Los escritores colombianos, desde las líricas protestas elevadas en la selva hasta las injurias frenéticas lanzadas en la urbe, desde la indagación fiel del pasado hasta la carnavalesca distorsión de ese mismo ayer, desde el amargo testimonio familiar hasta la lúcida reflexión ensayística, hemos hecho, y seguiremos empeñados en hacerlo, cada uno a su modo, esa dificilísima tarea. La literatura colombiana ha realizado una labor ejemplar de resistencia que, a mi juicio, ha sido dual. Por un lado, ha dicho ante el olvido que nos puede devorar, que en Colombia sí ha pasado algo y que ese algo es pavoroso, como nos lo recuerda el episodio de Cien años de soledad sobre la masacre de las bananeras Y, por el otro, que hay una literatura que, al traducirse unas veces en textos de altos valores estéticos, y otras en simple y llana denuncia, cuestiona hasta desmontarlo el erróneo orden de cosas que hemos llamado nación colombiana.
Como ustedes han comprendido, me he referido varias veces al mal. Y se sabe, como lo explica Rüdiger Safranski, que no es necesario acudir al diablo para entender su esencia. El mal del cual he estado hablando, como ha sucedido en la historia intrincada de las civilizaciones, tiene que ver con el drama de la libertad humana. Y este drama, al banalizarse, al cubrirse con las capas del desdén y la desmemoria, está convirtiéndose, a cada instante en Colombia, en una tragedia y en un crimen. Por ello mismo es que, en tales coordenadas del agravio y la ineptitud, es importante que nosotros, los escritores, aparezcamos.
Quisiera, por último, agradecer de todo corazón al respetable jurado que escogió mi obra y a la Universidad de Talca esta honrosa distinción que me otorga. Y pedirles que creamos en la divisa de José Donoso. Él, que combatió encarnizadamente los fantasmas de su personalidad y de su sociedad, creía que escribir era una manera de salvar al mundo. Yo quisiera solicitarles, en nombre de su memoria, que creamos una vez más en el poder de la palabra. Ante el mundo que, cotidianamente, es agraviado por las bestias del mal, protejamos y reparemos con el firme consuelo de la palabra.
Pablo Montoya
Santiago de Chile, 9 de noviembre de 2016
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