30.1.15

Los escritores en la República

 Hoy creo que debates de escritores en periódicos hacen parte de la democracia y de la literatura

El oficio de escribir, el oficio de transgredir y debatir./eltiempo.com
Hace ya medio siglo, la idea del compromiso de los escritores con la sociedad hizo carrera en Europa y América Latina, empujada por las teorías de Jean-Paul Sartre, expuestas en uno de sus libros menores: ¿Qué es la literatura? Muchos caímos por un tiempo en ese espejismo.
Desde entonces, el compromiso de escritores e intelectuales (los clérigos, según el célebre bautizo de Julien Benda) con las causas de la justicia pasó a ser argumento político de la izquierda. Un argumento incompleto: la condena de las atrocidades del nazismo dejaba de lado las atrocidades del comunismo y o gulag estalinista.
La historia es larga y ha sido muy contada. De una u otra manera, los escritores latinoamericanos nacidos entre los años 20 y 40 sentimos la presión moral y política del compromiso sartreano. La izquierda lo había convertido en imperativo, al tiempo que reducía la figura del intelectual a la de un perro que no dejaba de ladrarles a la burguesía y al capitalismo, incapaz de ladrar y morder al otro sistema en discordia: el comunismo y el “proletariado” en el poder.
Con el imperativo del compromiso se escribieron más obras malas que buenas. La carga ideológica desactivaba muchas veces el poder explosivo de la verdadera literatura. El predominio de lo político sobre cualquier otra expresión de la realidad le quitaba tres patas a la mesa. Lo político, entendido como un compendio de creencias partidistas, no es sino uno de los tantos elementos, el menos explícito.
Desde Malraux hasta Javier Cercas, pasando por Jorge Semprún o José Saramago, lo político está subordinado a la condición humana y no a los odios y esperanzas de una clase social, por justa que sea su causa.
La corriente del compromiso languideció y murió hacia los años 70 del siglo pasado. Ni la realidad era tan limitada, ni el compromiso de los intelectuales se reducía a la cacería de injusticias en la burguesía y el capitalismo. Tony Judt dejó un magnífico libro sobre las tendencias intelectuales de Francia en la segunda postguerra: Pasado imperfecto.
En casi todos los países de la órbita occidental, los escritores literarios empezaron desde hace al menos tres décadas a ocupar las páginas de opinión de publicaciones impresas y portales. Esta multiplicidad de pareceres ha llenado el hueco dejado por los liderazgos individuales, cuando las luces de un “maestro” iluminaban o encandilaban una época.
En Colombia, cada día es mayor el número de poetas, novelistas y ensayistas, académicos o autodidactas, que opinan de política en diarios nacionales y regionales. Esta opinión contrasta a veces con la de los especialistas. Una nueva especie de intelectual y escritor ejerce su “compromiso” ciudadano en los medios.
La universidad, que vivía encriptada en sus claves y lenguajes cifrados, está haciendo presencia en los medios con un lenguaje comprensible que no le ha exigido reducir la complejidad de las ideas. El oficio de escribir en los periódicos le devolvió su componente ético y publico a la función intelectual.
Hoy creo –después de haber sucumbido a la tentación del compromiso– que los debates de los escritores en los periódicos hacen parte de la democracia y de la literatura. Se atacan o defienden modelos de sociedad y sistemas políticos, pero la producción de herejes se ha reducido al mínimo. Solo las dictaduras los fabrican.
En su nuevo compromiso, el escritor, desdoblado en periodista, introduce en la agenda diaria cierta intemporalidad crítica, necesaria para no verse arrastrado por el vértigo de la información. Su desafío ya no es imponer un dogma, sino deshacerse de los que aún existen.

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