19.12.14

Syd Barrett siempre estuvo ahí

Una novela indaga en el genio y el enigma del fundador de Pink Floyd, banda que solo lideró en su primer álbum, de la que fue expulsado y en la que dejó una huella enorme
Syd Barrett en 1969./elpais.com

En el Olimpo de los jóvenes ídolos caídos del rock, Syd Barrett ocupa un lugar tan brillante como Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison o Brian Jones, quienes dejaron bonitos cadáveres después de una breve e influyente trayectoria en los años sesenta. La diferencia es que estos murieron a los 27 años, víctimas de los excesos del final de la década prodigiosa, pero Syd Barrett no falleció hasta 2006, cuando tenía 60 años, tras pasar la mayor parte de su vida en un retiro casi monacal en casa de su madre. Barrett fue el fundador de Pink Floyd en 1966, un líder carismático y rompedor. Pero sus compañeros, hartos de sus desvaríos, le despidieron en 1968, con solo 22 años, y abandonó toda vida pública en 1974, aislado por una enfermedad mental que se atribuye al consumo del LSD, entonces en boga, pero cuyas raíces podrían ser anteriores. El misterio en torno a él agigantó su figura.

Una novela del italiano Michele Mari (Milán, 1955) indaga en el Pink Floyd perdido y sostiene la tesis de que Barrett siempre estuvo ahí, que su huella y su imaginario permanecieron en la obra de la banda. Y, menos comprobable, que su sombra persiguió sin tregua al grupo, que el complejo de culpa, casi freudiano, por su caída atormentó a sus compañeros todo este tiempo. Rojo Floyd (que edita en español La Bestia Equilátera) pertenece al género de la biografía novelada, ficción agarrada a la realidad, y es el resultado de una rigurosa investigación sobre el personaje con todas las licencias literarias que hagan falta y unas cuantas más.

“Syd era anarquista en cada una de sus fibras, no sabía ni remotamente qué es la disciplina, todo lo reducía a la burla, pero nosotros sabíamos que solo así podía liberar su talento”, dice de él un Nick Mason de ficción, el de los cuatro que expresa menos afecto por él. El Nick Mason de verdad había narrado con toda la crudeza en otro libro (Dentro de Pink Floyd, Ma Non Troppo, 2007) cómo se resolvió su despido. “En el coche, de camino, alguien dijo: ‘¿Recogemos a Syd?’, y la respuesta fue: ‘No, joder, no vale la pena’. La decisión fue completamente cruel, igual que nosotros”.

Desde que compusiera y cantara en 1967 casi todas las canciones de The Piper at the Gates of Dawn, el álbum de debut de Pink Floyd y un hito del rock psicodélico, Syd Barrett es una leyenda. Sus temas de inspiración lisérgica, con ambientes espaciales, efectos sonoros de la vida real y letras surrealistas, causaron sensación: ‘Arnold Layne’, ‘See Emily Play’ o ‘Astronomy Domine’



Tenía un punto pop que se perdió con él, una falsa inocencia como la de los Beatles, que trabajaban en el estudio de al lado en Abbey Road. No fue capaz de aportar más que una canción al segundo álbum de la banda, A Sauceful of Secrets. Se encerró en su impenetrable cerebro. En el escenario se quedaba abstraído sin aviso, o tocaba una misma nota sin parar, así que le tenía que apoyar otro guitarrista, su amigo David Gilmour, que acabó sustituyéndole del todo. Aceptó su expulsión sin rechistar, y sus excompañeros le ayudaron a editar dos discos en solitario, menos comerciales, antes de desaparecer por completo.

Sin él la banda viró hacia el llamado rock progresivo y el art rock bajo la mano de hierro del bajista Roger Waters. Se impone un sonido envolvente y cuidadísimo que culmina en esa obra perfecta que es The Dark Side of the Moon (1973). El ausente Barrett es el “diamante loco” al que dedicaron el disco Wish you were here (Ojalá estuvieras aquí) en 1975. De aquellas sesiones queda su última reunión: Syd apareció de visita, tan ido, tan gordo y tan rapado (hasta las cejas) que sus colegas dicen que les costó reconocerlo. La música que grababan —él no sabía que en su honor— le pareció “rara” y “vieja”.

Luego vino The Wall (1979), ópera rock en la que Waters vuelca sus fantasmas y obsesiones sin que puedan distinguirse de los de su antes compañero. En 1983 Waters daba por terminada la banda sin contar con que, a partir de 1987, reaparecería sin él y encabezada por Gilmour para dejar otros dos álbumes de estudio y bastantes directos de montaje mastodóntico. Syd Barrett murió en 2006 y Rick Wright, el teclista clave para ese sonido envolvente que durante años había sido humillado y degradado a empleado, lo hizo en 2008, ambos por cáncer. La publicación ahora de The Endless River, doble álbum con material de 1993, es el adiós oficial de Pink Floyd.


Un día sus compañeros se dijeron: "¿Recogemos a Syd? ¡No, no vale la pena!". Él aceptó el despido de su propia banda sin rechistar

En la línea del Lennon de David Foenkinos (un falso monólogo del Beatle poco antes de su muerte), Michele Mari reúne todo lo que se sabe de Barrett, pero en su caso sin que el protagonista diga una palabra. Mejor así. Desfilan un sinfín de personajes: sus cuatro compañeros de banda, familiares, estudiantes de Cambridge, el casero, colaboradores secundarios y otras estrellas de su época como David Bowie, Eric Clapton o los fantasmas de Stuart Sutcliffe (fundador de los Beatles fallecido en Hamburgo) y Brian Jones (el Stone muerto en su piscina).

Incluso le recuerda Johnny Rotten, cantante de los Sex Pistols, que hoy responde al nombre de John Lydon. Es sabido que, en el agitado Londres de los setenta, Rotten posaba con una camiseta de Pink Floyd sobre la que había escrito “I hate” (Yo odio a…). Para los punks, Pink Floyd simbolizaba lo que no debía ser el rock: solemne, pretencioso, esnob. Pero Rotten decía que habría fichado a Syd Barrett para su banda. Por su actitud, por su descaro. No es el único que mete a Pink Floyd en esa categoría de bandas que solo al principio merecían la pena.

Rojo Floyd se basa en un relato coral y muy fragmentario, que da al lector los elementos a través de los cuales debe componer su propio retrato de Syd Barrett como un rompecabezas. El narrador cambia cada par de páginas, en forma de "confesiones, testimonios, lamentaciones, interrogaciones, exhortaciones, informes, una revelación y una contemplación". Cada cual se expresa en su lenguaje y tiene su visión. Hay partes cariñosas hacia Barrett, algunas de admiración, otras que intentan pinchar el mito o le desprecian por su descenso a los infiernos. El formato funciona: la lectura resulta ágil. La tesis de unos Pink Floyd obsesionados con su compañero puede parecer excesiva, pero es cierto que en las letras de Waters hay continuas referencias a la locura, a lo lunático, al aislamiento y a ese mundo de animales de fábula que Barrett tomó de su libro favorito, El viento en los sauces, de Kenneth Grahame.

Habría sido atrevido que la novela se introdujera en aquella enigmática mente. Sobre la raíz de su desequilibrio no acaba de haber una versión concluyente. Sus compañeros lo consideraban esquizofrenia. Un estudio publicado en 2007 en The American Journal of Psychiatry sostiene que su genio derivó a un estado psicótico, pero ese camino ya lo seguía antes de probar el ácido, ingrediente estrella de la ola psicodélica que, venida de California, estalló en 1966, el año de Revolver y Pet Sounds.

¿Fue el éxito de Pink Floyd el problema de Barrett? Mari abraza una interpretación que explicaría la culpa de sus compañeros. El pecado original de la banda, según esa versión, fue explotar sin límite su creatividad, hacerle componer canciones rápido y bajo presión. Sus excentricidades serían al principio una coraza frente a eso, hasta que su frágil cerebro terminó de quebrarse un fin de semana de junio de 1967 del que se sabe poco. Para la EMI, los únicos Pink Floyd fiables eran los demás. Un personaje de la novela lo tiene claro: "A Syd Barrett no lo echaron porque había enloquecido: enloqueció porque lo estaban echando".

Rojo Floyd. Michele Mari. Traducción de Eugenia Leva. La Bestia Equilátera. Buenos Aires, 2013. 256 páginas.  

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