4.3.13

Entramos en la casa de las palabras

Desde hace trescientos años, limpia, fija y da esplendor a nuestro idioma, como afirma su lema. Este es un recorrido por las tareas de quienes deciden qué términos merecen entrar en el Diccionario

El salón de plenos de la RAE. /Ana Nance./elpais.com

Cuarenta y seis estoicos sillones –coronados con las letras del alfabeto– custodian un gran óvalo cubierto por un mantel verde. Gruesos diccionarios y manuales –bien encuadernados– comparten sin problema el desnivel de la mesa. Del techo desciende una lámpara –también ovalada– para esparcir su luz grumosa –amarillenta– sobre unas carpetas blancas. No hay ventanas. De las altas paredes cuelgan retratos –oscuros– de señores con peluca blanca y barroca vestimenta. Es jueves por la tarde y falta poco para que una sucesión de pasos firmes hagan rechinar el suelo de este amplio e histórico salón.
Será a las siete y media –en punto– cuan­­do la censora del pleno –se llama censora– toque una campanilla dorada –tilín, tilín– y marque así el inicio de la sesión. Entonces, más de una veintena de académicos que han venido hoy –muy bien trajeados, como siempre– ocuparán cualquier sitio en torno a la mesa y escucharán –en pie, con respeto, como desde hace 300 años– una oración en latín leída por el director –amén–. Luego, cuando todos estén sentados, el secretario leerá el acta con los acuerdos de la sesión anterior. Darán el visto bueno y quedará aprobada. Enseguida, el secretario dará cuenta de las noticias que atañen a la institución –un premio para alguno de sus miembros, los despachos que envían las academias americanas–, y la siguiente parte comenzará con una palabra mágica: libros. Los creadores e investigadores que hayan publicado en los últimos días alguna obra se levantarán de sus asientos para entregársela –dedicada a la docta casa– al director.
La parte medular de la sesión se abrirá con otra palabra: papeletas. Los académicos levantarán la mano para sugerir el estudio de una nueva palabra o acepción con el objetivo de incluirla en el Diccionario. Dirán sus opiniones y observaciones de fondo y forma, cada uno desde la disciplina a la que pertenece. Citarán ejemplos de obras literarias, del uso que el vocablo ha tenido en otras épocas o en otros países, de su raíz lingüística. Exclamarán, acotarán, precisarán y, entre todos, parecerán darse un festín como si atendieran las instrucciones del poema de Octavio Paz: “Dales la vuelta, / cógelas del rabo (chillen, putas), / azótalas, / dales azúcar en la boca a las rejegas, / ínflalas, globos, pínchalas, / sórbeles sangre y tuétanos, / sécalas, / cápalas, / písalas, / gallo galante, / tuérceles el gaznate, cocinero, / desplúmalas, / destrípalas, toro, / buey, arrástralas, / hazlas, poeta, / haz que se traguen todas sus palabras”.Poca energía les quedará al final para el momento de ruegos y preguntas. Tampoco tendrán mucho tiempo, porque, a las ocho y media –en punto–, la censora volverá a tocar la campanilla dorada –tilín, tilín– y marcará así el fin de la sesión. Y todos, de nuevo, escucharán –en pie, con respeto, como desde hace 300 años– una oración en latín leída por el director –amén–.

"Con frecuencia se solicita que sean borrados términos hirientes del diccionario”
Todo en la casa de las palabras transpira formalidad, solemnidad y elegancia. A unos pasos del Museo del Prado, en el madrileño barrio de Los Jerónimos, el edificio fue inaugurado en 1894, cuando la Real Academia Española (RAE) tenía ya 181 años de existencia. Pero la primera sede la institución fue la propia casa de su fundador, Juan Manuel Fernández Pacheco, que, entre otros títulos nobiliarios, era marqués de Villena y fue quien en la segunda mitad del siglo XVII le dio vueltas a una idea: si Francia e Italia contaban con un grupo de sabios que velaban por la integridad de sus lenguas, ¿a qué esperaba España para tener una corporación similar?
La RAE celebró su primera cesión el 3 de agosto 1713, con el propósito de “fijar las voces y los vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza”. Y poco más de un año después, el 3 de octubre de 1714, el rey Felipe V la colocó bajo su “amparo y real protección”. Su misión principal –la misma de ahora– fue elaborar un diccionario. El primero de sus seis tomos se publicó en 1726 y se llamó Diccionario de autoridades, porque las definiciones de las palabras citaban ejemplos extraídos de las obras de grandes escritores. Pronto, las nacientes repúblicas latinoamericanas establecieron academias correspondientes a la española y, con ello, la lengua se consolidó como la “patria común” del mundo hispano.
José Manuel Blecua es, desde hace más de dos años, el director número 29 de la RAE. Su amplio y silencioso despacho –en uno de los costados de la casa– lo preside el retrato de su maestro y colega Rafael Lapesa (1908-2001), filólogo e historiador valenciano. Sentado en un sofá de piel, Blecua no tiene ningún reparo en reconocer que, a lo largo de su historia, la Academia “ha tenido épocas en las que ha descuidado sus obras. Por ejemplo, pasaron cincuenta años sin actualizar la Gramática. La más reciente también tardó mucho, desde 1973 que salió el esbozo, hasta 2009 que se publicó. Falta que todas las obras estén armonizadas, que el Diccionario, la Ortografía y la Gramática vayan de la mano”.
No es ningún secreto –tampoco– que el Diccionario ha sido siempre una fuente de controversia: ¿el español peninsular está por encima del empleado en el resto de los países hispanohablantes? ¿Por qué incluye esta palabra y no aquella? ¿Por qué se le define de una manera y no de otra? ¿No debería ser más “políticamente correcto”? “Con frecuencia se solicita, y a veces de manera apremiante, que sean borrados del Diccio­­nario términos o acepciones que resultan hirientes para la sensibilidad social de nuestro tiempo. La Academia ha procurado eliminar, en efecto, referencias inoportunas a raza y sexo, pero sin ocultar arbitrariamente los usos reales de la lengua”, aclara la institución en el preámbulo de la obra.
Villanueva: “No soy profeta, pero no creo que la nueva edición del diccionario sea la última en papel”
Blecua –filólogo zaragozano de 1939, experto en fonética y fonología– sostiene que la relación con el otro lado del Atlántico es cada vez más estrecha. “Tenemos proyectos conjuntos que funcionan bien, como la actualización del Diccionario de americanismos”. Pero esa colaboración, dice, se consolidó con la realización del Congreso Internacional de la Lengua Española. “El número cero fue en Sevilla, en el marco de la Expo 92. Ahí decidimos montar el primero en México. Fue en 1997, en la ciudad de Zacatecas. Este año haremos el sexto, en Panamá. El objetivo principal de estos eventos es dar seguridad a los hablantes. Que se den cuenta de que su lengua es muy importante, que hay más de mil medios de comunicación que la están utilizando todos los días, que los escritores y los políticos se reúnen para reflexionar y discutir en una dimensión americana. Porque el español sin América no es nada”.
Fue en aquel congreso de Zacatecas cuando el escritor Gabriel García Márquez se atrevió a proponer –en un encendido discurso– que la ortografía debería “jubilarse.” Tres años después de este exhorto, la Academia llevó a cabo una reforma ortográfica. Y una más en 2010: la i griega, desde entonces, es también la ye; solo y guion ya no llevan tilde… “Siempre ha habido cambios, pero es verdad que esta última ha tenido mucha resonancia. Esperemos que poco a poco se reacomode todo y que, sobre todo, no afecte a la educación. Porque la ortografía tiene una función muy importante en la tarea docente”, señala José Manuel Blecua. Pero, ¿el director ya se acostumbró a estos cambios? “El director nunca le confesará cómo escribe”, responde con media sonrisa.

Un grupo de académicos departe en la Sala de Pastas de la RAE. / Ana Nance

Suelen ser hombres. Suelen ser mayores. Pulcros. De buenas maneras. Ocupan su plaza hasta el día de su muerte. Proceden de las artes y las ciencias. Hablan con la voz suave de los sabios. Con puntos y comas. Con subordinadas. Con pedagogía minuciosa. A veces deletrean. Caminan serenos. Rodeados por el halo de la virtud llegan, cuando llega la tarde, dispuestos a insertarse en el íntimo engranaje de La Casa de las Palabras.

En 15 años, el departamento 'Español al día' ha recibido más de 600.000 consultas

Además de participar en la sesión plenaria de los jueves, los 46 académicos trabajan distribuidos en 14 comisiones en donde elaboran propuestas que luego estudian y aprueban entre todos. Para ser elegidos, primero es necesario que muera alguno. Entonces, grupos de tres académicos proponen a alguien, se valoran los méritos de los candidatos y –en una votación interna y secreta– se elige al ganador, cuyo nombre se hace público de inmediato. El “académico electo” pasará a ser “académico de número” y a ocupar el sillón con la letra del alfabeto que le corresponda –mayúscula o minúscula– el día que –vestido de etiqueta– lea su discurso de ingreso en el salón de actos de la Casa –ante los dioses de la poesía y la elocuencia– y el director le imponga una medalla con el escudo de la Academia. Después le asignarán un perchero –con su nombre– en la entrada del salón de plenos, cuya posición irá cambiando conforme mueran sus compañeros.
En 300 años de historia han desfilado por los sillones del pleno filólogos, escritores, lingüistas, historiadores, filósofos, psicólogos, arquitectos, abogados, médicos, químicos y economistas. Fue en 1978 cuando se eligió por primera vez a una mujer como académica: la escritora Carmen Conde (1907-1996). Hoy hay seis, pero a una de ellas –Carme Riera– le falta pronunciar su discurso de ingreso.
Estas damas y caballeros del buen decir acuden –con sus ojos mínimos, con sus gafas de aumento– a la biblioteca de la Casa para consultar algunos de sus 250.000 volúmenes. Rosa Arbolí es la bibliotecaria –desde hace una década– y cuenta que “los académicos suelen revisar los fondos de filología y de crítica literaria. Piden obras literarias antiguas o que han extraviado en sus bibliotecas, que a veces tienen, pero no saben dónde”. En la denominada biblioteca de Académicos –35.000 libros– conservan los seis tomos del primer Diccionario –dedicado al Rey Felipe V, “que Dios guarde”– publicado por la RAE. Encuadernados en tono marrón, sus cientos de páginas de papel italiano “se conservan estupendamente”.
Unos metros más allá, los cuatro tomos de El Quijote compuestos por el impresor Joaquín Ibarra en 1780 conviven con los 21 volúmenes de la Enciclopedia francesa de 1752. Hay, además, más de 2.000 manuscritos de autores como Félix López de Vega o Pablo Neruda. En la biblioteca Antonio Rodríguez Moñino está la colección de estampas y dibujos privada más importante que existe en España, entre ellos el Libro de suerte, en el que se echaba el dado para predecir el futuro, prohibido por la Inquisición. “En la biblioteca Dámaso Alonso está toda la correspondencia de este escritor con los poetas de la Generación del 27 y los exiliados republicanos”, comenta con orgullo Rosa Arbolí.

Palabras llegan y llegan nuevas acepciones. Se transforman. Como si su vida fuera mágica. Dice Darío Villanueva –secretario de la RAE– que los académicos revisan constantemente el Diccionario y desde 2001 lo han actualizado cinco veces en la Red. “Porque, a veces, el significado de una palabra ya no corresponde al contexto actual. Si percibimos que una palabra no está, esperamos un periodo de al menos cinco años para evitar que entre alguna que haya obedecido a una moda”, señala. Además de la exposición La lengua y la palabra, que se abrirá al público el próximo otoño en la Biblioteca Nacional, y de la digitalización de todas las actas de sus sesiones, la Academia celebrará sus 300 años de existencia con la publicación –en 2014– de la nueva edición en papel del Diccionario.
En sus páginas podremos encontrar términos como tableta, tuit, sms, prima de riesgo, deuda soberana, empatizar, gayumbos, portamisiles, sushi, chat, friki y red social. “Estamos preparando un simposio sobre los diccionarios en la era digital porque ahora es muy lógico pensar cuál es el futuro del Diccionario como libro. Hoy podemos hacer un diccionario hipertextual con varias conexiones. No soy profeta, pero no creo que esta nueva edición sea la última en papel.Aunque es verdad que partir de esta edición se va a potenciar el uso de la versión digital”, detalla Villanueva.
Ante la irrupción de las nuevas tecnologías y su particular forma de usar la lengua, ¿se alterará su escritura? El director José Manuel Blecua opina que hoy sucede lo mismo que cuando apareció el telégrafo. “Se pensaba que el telégrafo iba a modificar la sintaxis. Pero la sintaxis del telegrama no modificó la sintaxis de la lengua. Fue un temor totalmente infundado. Y hoy está pasando lo mismo con la escritura en las redes sociales”.
El presupuesto de La Casa de las Palabras –que “limpia, fija y da esplendor”–, explica su director, “tiene tres orígenes: el estatal, del Ministerio de Educación, que en estos momentos es de 1,9 millones de euros. Otra parte procede de los derechos de las obras de la Academia. Y una más procede de los patrocinios de empresas. Tenemos la Fundación Pro-RAE, con personas de la sociedad civil que nos dan 100 euros al año. Hay empresarios que dan más… Son tiempos difíciles. Tenemos unos gastos de 7,6 millones de euros al año”.
Mientras Blecua enseña la sala de Pastas, donde los académicos departen relajados durante alguno de sus descansos, mira los retratos de los directores que la Academia ha tenido a lo largo del siglo XX y enumera los retos que se vislumbran en la institución. “Son de naturaleza muy distinta. De funcionamiento general, de que la Academia colabore con empresas en tareas precisas. También queremos publicar, para 2015, un microdiccionario al estilo del Oxford, con unos 22.000 lemas. Que sea el diccionario básico, por ejemplo, para un estudiante de español como lengua extranjera. Está el reto de la plataforma de Internet para el conjunto de nuestras obras. Y lo más importante: la reestructuración de la formación para enfrentarnos a lo nuevo: tecnicismos, léxico científico, extranjerismos… un mundo donde la renovación léxica es constante”.

A unos cinco kilómetros de ahí, en la madrileña calle de Serrano, un edificio flanqueado por 22 banderas iberoamericanas es la sede del Centro de Estudios de la Real Academia Española. Aquí se realiza –desde 2007– lo que podría denominarse la carpintería de nuestro idioma. Un grupo de filólogos, lingüistas, lexicógrafos e informáticos se encargan de estructurar el Diccionario, la Gramática y la Ortografía de la Lengua Española. Pasan las horas –meticulosos y en silencio– frente a sus ordenadores. En la segunda planta, sin embargo, varios despachos están vacíos. “Esperemos que esta planta no dé la sensación de que estamos arruinados”, ataja José Antonio Pascual, vicedirector de la Academia y encargado del Nuevo diccionario histórico de la lengua, “una herramienta fundamental para entender los textos antiguos”.
Dice Pascual que es la tercera vez que se intenta hacer este Diccionario. “Tenemos ya un corpus de 52 millones de palabras. Cuando se terminara, digo terminara a propósito, podría tener unos 170.000 lemas. Pero solo cuento con tres personas trabajando, ¿cómo se puede avanzar así? Cualquiera podrá recurrir a él ante la duda sobre la existencia de una palabra. Pienso, por ejemplo, en ‘veranadero’. Esta palabra aparece en La pícara Justina para referirse al lugar donde van a veranear las ovejas. Quienes hicieron el Diccionario de autoridades lo corrigieron en ‘veranero’. Un editor que ahora quiere volver a publicar esa novela puede recurrir al Diccionario histórico para tener seguridad. Además, se pueden buscar los cambios semánticos de las palabras en diferentes épocas. Por ejemplo, playa. Antes se decía “ribera del mar”. Luego se intentó introducir el término francés sabre. Incluso, la palabra catalana platja. Y, al final, quedó playa”.
En este centro también atienden las dudas de los hablantes. Una soleada mañana de viernes, Elena Hernández interrumpe su jornada de trabajo para contar que desde hace 15 años, cuando empezó a funcionar el departamento Español al Día, del que ahora ella es responsable, han recibido más de 600.000 consultas. “Las más frecuentes son de carácter ortográfico. Nos preguntan también por el uso de las mayúsculas. O sobre el femenino de algunas profesiones, como obispo o ingeniero. O el masculino de oficios que, tradicionalmente, eran de mujeres, como ama de llaves o comadrona. Además del Diccionario en línea, también tenemos un canal de consultas en Twitter (@RAEinforma)”. Esto último les ha aligerado el trabajo a los siete filólogos de este área, pues desde hace unos meses están “echando un nuevo vistazo” al Diccionario panhispánico de dudas – publicado en 2005– para “armonizarlo” con las nuevas ediciones de la Gramática y la Ortografía.
Pero, ya lo saben, la próxima gran publicación de la RAE será la nueva edición del Diccionario. Veinte lexicógrafos trabajan estos días a marchas forzadas porque el proceso para incluir nuevas palabras y acepciones es lento. “Todo esto puede durar, fácilmente, más de un año”, dice Elena Zamora, directora técnica del Diccionario de la Real Academia Española (DRAE). La edición se cerrará el próximo mes de julio, pero Zamora adelanta algunas de las nuevas palabras que aparecerán en el Diccionario de papel en 2014. “Ya han sido aprobadas palabras como funambulista, que ahora es muy usada, pero no estaba en la edición de 2001, lo mismo que holliwoodiense. También, serendipia (casualidad favorable), pvc y neorural”.
Los lexicógrafos documentan aquí el uso de la palabra –en libros y medios de información, sobre todo–. Después le dan su investigación a alguna de las comisiones de académicos, y su resolución vuelve a este centro, desde donde se envía a las academias americanas para que brinden sus opiniones y precisiones al respecto. Entonces se filtra toda la información y se remite una propuesta al pleno de la Academia, donde una tarde de jueves, a las siete y media –en punto–, en torno a la ovalada mesa del salón de plenos, en medio de la formalidad y la solemnidad propias de la sesión, se estudiará y se aprobará su inclusión en el Diccionario.

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