26.8.16

Un quijote de los libros batalla en Barranquilla

Carlos Gustavo Restrepo no solo carga el peso de los años; también una abultada panza de libros con la que recorre todos los días las calurosas calles de La Arenosa

Carlos Gustavo Restrepo recorre las calles de Barranquilla vendiendo sus libros usados a buen precio./elespectador.com

A sus 76 años, Carlos Gustavo Restrepo busca ganarse unos pesos de más, que según dice cada vez son menos. Pero su misión también es mediar para que los libros no pierdan la batalla en un mundo en el que parece que ya no hacen falta.
Como quijote de su causa, se levanta muy temprano y ajusta la armadura. Atrás, un morral con textos de respuesto; adelante, una pequeña superficie de madera que sostiene los clásicos de la literatura y títulos de superación personal.
Con palabras serenas y un tono suave, activa su discurso, que parece extraído de alguna página medieval. Y va resumiendo los contenidos de cada título y haciendo una pequeña biografía de su autor.
Cuando siente que el discurso no será suficiente para convencer a aquellos molinos de viento, apela a un argumento que le sirve de escudero:
“El libro que me cambió la vida fue “Piense y hágase rico”, porque “en dos años logré organizar mi vida financiera y comprar la casa para mi familia”, acentúa con pasión.
Para entonces –relata- tenía 45 años y una historia económica accidentada, por culpa de un amigo al que le sirvió de fiador.
Entonces ensayó algunas opciones como vender frutas en el Paseo de Bolívar, pero esa actividad no le convencía del todo.
Una mañana, mientras se preparaba para salir de su pequeña cama, se quedó mirando los más de 300 libros que recorren la habitación, y se dijo: ¿Por qué no hacer negocios con la actividad que más me gusta hacer en la vida?
Había adquirido el amor por la lectura a los 8 años, cuando la violencia lo sacó de su finca La Guasábara, en Santa Fe Antioquia, y tuvo que refugiarse en el seminario Conciliar de Medellín. En principio le interesaban los libros que hablaban de su drama y consumió cuanta literatura encontró sobre los desplazamientos forzados y la seguridad nacional.
Luego fue dando saltos hasta encontrarse con los clásicos.
A los 18 años vivía en Barranquilla, compraba “cachivaches”, radios, espejos y sombrillas que traían los barcos cuando venían a dormir al río Magdalena y leía a Hermann Hesse, durante mucho tiempo su escritor favorito.
Con Siddhartha, una de las obras más importantes de Hesse, vio el reflejo de sus búsquedas espirituales.
Pero él era un quijote. Así lo comprobó cuando leyó a Cien años de soledad de García Márquez, que para él tiene los rasgos del caballero de La mancha. Ahí estaban todos los ingredientes de los mismos afanes heroicos: sexo, amor, trabajo, aventura, la donosura de la mujer y el hombre latinoamericano que lucha por sus sueños.
Con una mezcla de tradición caballeresca y realismo mágico, se declaró guardián inmarcesible para que los libros nunca mueran.
Pero a los lectores –se dijo- hay que salir a buscarlos. Y así lo hizo.
En algún periódico local había leído que los barranquilleros solo se leen 3.2 libros al año mientras que la tasa nacional es de más de 4. La mayoría, en ambos casos, son textos escolares.
Entonces los transeúntes del Paseo Bolívar, la calle 72 y la carrera 43 lo vieron a diario en lo que ya todos convienen es un peregrinaje.
Hoy son pocos los que huyen y más bien consienten sus respetuosos rituales de aproximación.
Cuando hacen una pausa en su recorrido ordinario o arman alguna tertulia en esquina, ahí mismo aparece Gustavo.
Ese momento, según afirma el vendedor andante, está revestido de una profunda tensión psicológica, en la que las partes intentan conciliar o separar sus diferencias sobre gustos literarios. El problema, para ellos, es si alinean la discusión a los recursos narrativos o la pertinencia del debate que propone el libro, porque en esas rutas al vendedor no le gana nadie.
Su rutina inicia a las 8:30 de la mañana, aunque desde las 4 está en pie con un libro en la mano.
Los días más afortunados son los de fines de semana. Entonces vende entre 10 y 12 libros diarios, a 10 ó 12 gigantes que poco a poco va sometiendo con sus palabras.
Es posible que en ocasiones las aspas de sus adversarios le ganen la partida y las ventas se vayan en blanco, pero regresa a casa con la misma convicción del hidalgo: “Puede pasar un día que no venda libros, pero nunca uno sin que lea”.
Katherine Londoño Posada es Estudiante de la Universidad del Norte

Adiós a un maestro

El escritor mexicano Ignacio Padilla falleció el 20 de agosto a sus 47 años. El mundo cultural está de luto. Su alumna y amiga Carolina Vegas le escribe una carta póstuma

 Ignacio Padilla nació en 1968, en Ciudad de México./revista arcadia.com

Bogotá, 22 de agosto de 2016Querido Nacho,
Hoy abrí mi correo electrónico y me encontré con una foto que te tomó Camilo Rozo cuando viniste en 2011 a Colombia a recibir el premio La otra orilla por tu novela El daño no es de ayer, la última que alcanzaste a publicar. Él me la mandó de regalo, de recuerdo. Ver tu mirada clara y tu ojos siempre sonrientes me robó aún más lágrimas. Te confieso que he llorado todo el fin de semana, desde el sábado en la mañana, a eso de las diez, cuando me llegó un mensaje desde México al celular que decía: “Caro. Se murió Nacho Padilla”. Apenas lo vi grité. “¿Cómo así? Dios, ¿qué es esto?”. Tuve que llamar y oír la voz de Karla Zárate que confirmó lo que me acaba de escribir. “Fue un accidente automovilístico”.
Todos tus obituarios han recordado la inmensa obra que dejaste, como miembro ilustre de la generación del Crack, a partir de aquel manifiesto que escribiste junto a tus compadres Jorge Volpi, Eloy Urroz, Pedro Ángel Palau y Ricardo Chávez Castañeda. Hablan de los premios que recibiste como el Juan Rulfo para Primera Novela, el Primavera de Novela, Internacional Juan Rulfo de cuento, el García Márquez de Estación Palabra, el Debate Casa América, y la lista sigue. Dicen que has sido uno de los escritores mexicanos más premiados de todos los tiempos. Tanto así que te acaban de hacer un homenaje en vida hacía apenas un par de semanas en el Palacio de Bellas Artes, por ser uno de los Protagonistas de la literatura mexicana. Allá mismo te habían convertido en miembro de la Academia Mexicana de la Lengua en un evento al que llegué tarde y no alcancé a oír tu discurso. Tu luego me lo entregaste impreso. Allí hablabas de la necesidad de distinguir la impureza, la ambigüedad en el lenguaje, más allá de la ortodoxia y la academia. Descubrir el habla de todos los días en las obras maestras, lo risueño, lo gestante, dijiste.Así que en esta carta, que no leerás (¿o sí?) me dedicaré no a hablar del académico, doctor de la Universidad de Salamanca, especialista en Cervantes y el siglo de oro, sino del maestro, mentor y amigo que me robó un hombre en un furgón que estrelló tu camioneta Honda gris y luego se dio a la fuga.
El día que te conocí, cuando entré a tu clase de posgrado en la Universidad Iberoamericana de México sobre el Viaje del Héroe, te llamó la atención que fuera colombiana. Alabaste a mi país y a las hamburguesas de El Corral: “es que ustedes no saben qué es una hamburguesa hasta probar esas delicias”, y me preguntaste si conocía a Ricardo Silva. “Sí, es amigo mío”. “Dale un abrazo al buen Ricardo de mi parte cuando hables con él”.
Yo no sabía quién era Ignacio Padilla, nunca lo había oído nombrar, pero me pareció simpático. Llegue a mi casa, le escribí a Ricardo para darle los saludos y miré en Google. ¡Oh sorpresa! Estaba recibiendo clases de una verdadera eminencia de las letras mexicanas. Ricardo me contestó: “Es uno de los inventores del Crack, el grupo de allá que es una maravilla. Y él es el mejor de ellos”.
Durante mis años en México descubrí que más allá de ser un Señor Escritor eras una de las personas más generosas que he conocido. Te ofreciste a leer el manuscrito de mi primera novela. La destrozaste, la llenaste de apuntes morados. La mejoré gracias a tus comentarios y logré que me la publicaran. Luego escribiste el blurb que acompaña su contraportada. Además me ofreciste presentarme a tus agentes, que no me quisieron por más que sé que insististe.
En tantos cafés y tantas charlas en tu oficina de la facultad, que no tenía ventana pero si un poster con la cara de Samuel Beckett y una cafetera pequeñita en donde mantenías una bolsa de café colombiano de las que te traía cuando venía a visitar a mi familia, me diste claves sobre los secretos de tu escritura. Como que hay escritores de mapa, que hacen esquemas y saben a donde va la trama antes de escribir, como yo, y otros de brújula que se sientan y se dejan llevar por la historia cual navegantes de antaño, como tu.
Me mostraste el cuaderno rojo de espiral, con hojas cuadriculadas, en el que estabas transcribiendo en tinta morada la novela que no alcanzaste a terminar. Eso hacías, escribir en computador y luego pasar todo a mano, con la zurda porque eras un zurdo orgulloso, cambiar y corregir, y luego volver a pasar a limpio y cambiar todo de nuevo. “¿Quién tiene tiempo para eso?”, te pregunté. “Alf, por eso me demoro tanto”. Y aún así en tus 47 años de vida publicaste una obra con más de 30 títulos de ensayo, novela y cuento.
Cuentista, así te definías. Es más tu perfil de Twitter dice “Físico cuéntico”. Te habías negado a las redes sociales hasta que abriste tu cuenta y comenzaste a trinar entusiasmado desde enero de 2012. Te encantaba Twitter y sé que seguramente te hizo sonreír saber que fuiste Trending Topic en México el sábado y el domingo. Yo me pasé ambos días leyendo mensajes que escribían otros, con la esperanza de que en alguno dijeran que no era cierto, que era como todas las veces que mataron a Chespirito sin ser verdad.
Pero la realidad es que te fuiste. Te fuiste y no vamos a volver a charlar, a echar chisme, como te gustaba a ti. “Hay un lugar especial en el infierno para todos aquellos que no saben apreciar un buen chisme”. Otra de tus frases era: “En la digresión está la diversión”, por eso todas tus charlas y tus clases llegaban en algún momento a tus tópicos favoritos: Papá Noel, el Ratón Pérez y El Quijote. Y es que tus clases eran una digresión en sí mismas. Mientras hice la maestría en Letras Modernas vi contigo clase sobre: la teoría del héroe, las sociedades secretas y la literatura, y los monstruos. Nada tenían que ver con mi tesis, ni mi línea de estudios de género, pero ahí estuve todos los miércoles en la tarde, presta a oír tus historias. Porque eran eso, clases de historias interminables, de una imaginación fantástica y un humor cruel.
Sé que te hacía mucha ilusión el año sabático que apenas comenzabas. Que planeabas pasar el otoño entre la Ciudad de México y Nueva York para luego viajar en enero a Berlín. En nuestra última conversación, el 10 de agosto, cuanto te pregunté si seguías con aquella novela que me mostraste en el cuaderno rojo me escribiste: “Sí, aunque crece y crece. Me dejé descansar para escribir mis cuentos y una novela sobre dodos y estorninos en Nueva York”. Comenzamos a hablar ese día, porque me equivoqué, no sé por qué quizás una señal del destino, y te felicité por tu cumpleaños el 7 de agosto. Cumplías el 7 de noviembre. No entiendo a qué vino mi lapsus, pero me dio oportunidad de hablar contigo por última vez y enviarte una foto de mi hijo, el mismo que llevaba en mi panza en noviembre de 2014 cuando nos abrazamos por última vez en la calle de Ámsterdam en la colonia Condesa después de compartir nuestro último café.
En mi cabeza ronda tu voz: “Alf, Alfito, Alfeñique querida”. Tu saludo de siempre. Tu sonrisa. Y no puedo dejar de pensar que el epígrafe de Joseph Campbell y el título temporal que tiene el libro que acabo de terminar es obra de tus enseñanzas. Sé que estarías orgulloso de eso. “Me parece maravilloso que estés escribiendo no ficción -que es lo de hoy”, me escribiste cuando te conté lo que estaba trabajando.
Hasta siempre querido maestro, mentor y sobre todo amigo. Escribir con tinta morada será mi homenaje. Por cierto, te quedaste con algunos de mis esferos favoritos.

Las cenizas del escritor Truman Capote se subastarán en Los Ángeles

El importe de salida para comprarlas es de 2.000 euros aunque la casa de subastas estima que su precio final puede llegar a los 6.000
El escritor fotografiado con una copa de champán sentado entre las ruinas de su famosa Plantación Destrehan en Nueva Orleans. NICHOLAS SAPIEHA./elmundos.es


La casa de subastas Julien's, situada en Los Ángeles (EE.UU.), abrirá el próximo 23 de septiembre una puja por un parte de las cenizas del escritor Truman Capote, que falleció en 1984 en esa ciudad californiana.En su página web oficial, la casa Julien's incluye en un lote titulado Iconos e ídolos de Hollywood una pequeña caja de madera que alberga restos del célebre autor de la célebre novela negra "A sangre fría" (1966).El importe de salida para comprar las cenizas es de 2.000 dólares, aunque la casa de subastas estima que su precio final puede oscilar un valor entre los 4.000 y los 6.000 dólares.El lote que se pondrá a disposición de los pujadores incluye otros objetos relacionados con el escritor de Nueva Orleans, como fotografías, libros, ropa y botes de pastillas pertenecientes a Capote.De acuerdo con la información del rotativo Los Ángeles Times, las cenizas de Capote fueron separadas y repartidas entre su compañero, Jack Dunphy, y su amiga Joanne Carson, la exmujer del presentador televisivo de Tonight ShowJohnny Carson, en cuya casa murió.La parte de las cenizas que correspondió a Carson fue robada y recuperada en dos ocasiones, tras lo cual se depositaron en el cementerio Westwood Village Memorial Park de Los Ángeles.Carson falleció en 2015 y la parte de las cenizas de Capote que poseía es la que ahora saldrá a subasta."Estoy seguro de que mucha gente creerá que esto es irrespetuoso", ha dicho a la revista Vanity Fair el director ejecutivo de la casa de subastas, Darren Julien."Pero es un hecho: Truman Capote amaba el elemento sorpresa. Le encantaba la publicidad. Y estoy seguro de que está mirando abajo, riendo y diciendo: 'Esto es algo que habría hecho yo'. Fue un personaje extraordinario", añadió.Considerado el padre del "nuevo periodismo" y una referencia indiscutible de la literatura estadounidense del siglo XX, Truman Capote (1924-1984) firmó obras tan reconocidas como Desayuno en Tiffany's (1958), A sangre fría (1966) o Música para camaleones (1980).

Paseos con Auster

Ensayo. El español Enrique Vila-Matas descubrió a Paul Auster al leer “La trilogía de Nueva York”. En este artículo exclusivo, que acompaña el inicio de la Colección Auster, el narrador ahonda en las afinidades que luego tramaron entre ambos una fascinante amistad llena de caminatas, libros y filmes

 En casa. Para definir lo que llama “aire de Auster”, Vila-Matas se remonta a un fragmento de “La invención de la soledad” (1982). Allí, dice, “Paul Auster celebra, con palabras decididamente felices, la vida”.

Tres momentos. Mientras promocionaba “La música del azar”.

Con su mujer, la escritora Siri Hustvedt en Nueva York.
 Y en el set de “Cigarros”, junto al director Wayne Wang y el actor Harvey Keitel./revista Ñ.

1.
Voy andando con alguien mientras nieva. En este sueño recurrente, donde no se escucha nunca el menor sonido, la nieve cae con parsimonia –como en los Alpes cuando no hay viento– borrando el mundo.
Es probable que el remoto origen de ese sueño se encuentre en un comentario que Paul Auster dejó caer en su brownstone de Brooklyn, en Park Slope, una tarde de octubre de hace ya algunos años, bajo un cielo gris de hielo, un día del pasado. Dijo Auster que le fascinaba la nieve, así como el silencio que solía acompañarla: la nieve le permitía ver la vida de una manera distinta, porque cambiaba el entorno y eso facilitaba que uno pudiera redescubrirlo. Para Auster, el ritmo de la vida en Nueva York lo marcaban las repentinas neviscas de cada año, las escarchas que no faltaban nunca a su cita y lo bloqueaban todo, las brisas y tormentas que de un día para otro cambiaban la fisionomía urbana.
Y recuerdo que pensé, esa tarde de octubre en Park Slope, cuando le oí hablar a Auster de la nieve, que a veces esta parecía hecha sólo para escribir o para caminar sobre ella. Y recuerdo que también pensé que el equivalente de la nieve en Barcelona era la lluvia, que también modificaba la vista e inventaba ciudades de cristal, todo un mundo de espejos. Una vez, escribí una novela, Dublinesca , en la que en Barcelona, en Dublín, en Nueva York, en todas partes, siempre llovía. De hecho, todavía hoy, si estoy en casa y comienza a llover, suspendo cualquier actividad para concentrarme en la atmósfera que está surgiendo. Siempre llueve en la alta fantasía, insinuó el Dante en un verso del Purgatorio(XVII, 25).
2.
Me acuerdo de cómo en El palacio de la luna , después de una tormenta, Marco Stanley Fogg se convertía en otra persona, como si hubiera ido más allá de sus límites, como si fuera posible caminar y cruzar por en medio de un temporal y acceder luego a la luz provinciana de un lugar desconocido.
3.
Todos los días, a primera hora de la mañana, ando cerca de una hora, da igual que esté en Barcelona o en Shanghái. Siempre sin un rumbo preestablecido, pero consciente de que –como aprendí en 1985 al descubrir a Paul Auster en Ciudad de cristal – pasear es ir dibujando.
Lo habitual es que dibuje con mis pies una figura sobre el mapa de Barcelona, que dibuje una figura que no llego a percibir porque obviamente no me veo desde arriba, pero que supongo que es una silueta con sombra que, de poderla contemplar, seguro que me parecería muy enigmática.
He caminado algunas veces con Auster, en Barcelona o en Nueva York, jamás fuera de estas dos ciudades. A veces nevaba durante la caminata, y no era un sueño; en otras todo era muy luminoso, como si una determinada alegría –al modo de una ensoñación– recorriera la escena. De entre todos los paseos el que más recuerdo es aquel en el que no paró de contarme, en un francés muy fluido, argumentos de filmes nada conocidos del Hollywood de los 50. Fue raro, porque aún a día de hoy no he llegado a localizar ni una sola de las películas de las que me habló, por lo que no descarto que me contara argumentos de novelas que había alguna vez planeado y finalmente nunca había escrito.
4.
Cuando publicó Ciudad de cristal , se experimentaba con satélites pero no se conocía todavía lo que acabaría siendo el GPS, ese invento que en aquellos días habría facilitado al momento la información sobre el dibujo que en la novela de Auster iban creando los pasos errantes de Peter Stillman, el vagabundo al que sigue el improvisado detective llamado Daniel Quinn, cuyas iniciales son las mismas de Don Quijote, el paseante más universal.
Ayer, por cierto, supe de un tipo que va creando en el suelo dibujos de la misma forma que Peter Stillman. Pero en el caso de este hombre, quien sigue y registra sus movimientos no es un detective, sino un GPS. De hecho, hay un blog donde al parecer nuestro caminante digital va recogiendo los dibujos que crea sobre el plano de Manhattan con sus excursiones a pie.
También ayer pude saber que lo que lleva a cabo este “artista” se parece a lo que hace Stephen Lund, un joven que vive en Victoria, Canadá, y al que le encanta ir en bicicleta, no porque le guste especialmente ese modo de transporte, sino porque, valiéndose de la aplicación Strava, va registrando sus itinerarios y creando curiosas “figuras”, que publica en su concurrida web GPS Doodles.
Este Stephen Lund se parece a su vez a Jeremy Wood, al que descubrí en Barcelona en una exposición en el CCCB sobre W.G. Sebald. Los mapas fantasmales de Wood, trazados también con GPS, llevaban la mirada de Sebald –las huellas de sus largos recorridos a pie– hasta la altura del satélite para ver los rastros humanos desde más allá de la estratósfera. Como escribiera Jorge Carrión a propósito del trabajo de Wood en esa exposición, “la obsesión sebaldiana por perseguir huellas que se desvanecen ha seguido hallando en Wood inesperados herederos”.
Y me acuerdo también de cómo, al ver aquel trabajo de Wood en Barcelona, resonaron en mí unas palabras de Ciudad de Cristal –“Stillman nunca parecía dirigirse a ningún lugar en concreto, ni parecía saber adónde iba. Y sin embargo, como si obedeciera a un plan preciso, se mantenía en un área muy reducida limitada al norte por la calle 110, al sur por la 72, al oeste por Riverside Park y al este por Amsterdam Avenue”– y terminé pensando que aquella deriva se parecía a tantas que hasta podía parecerse a la de un Hamlet errático que hubiera llegado del pasado con una actitud a lo James Dean: de pronto, un paseante perdido en el universo inmenso, pero también en el pequeño universo de Times Square; el cigarrillo en los labios, la cabeza hundida en su abrigo, la lluvia cayendo a plomo.
5.
Caminar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Dicen algunos que nuestro camino es por entero imaginario y que a eso debe su fuerza. Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una simple historia ficticia. El paseo, el camino, es como la vida. Lo dice Littré, que nunca se equivoca. ¿Y no decía algo parecido Cioran? Bueno, Cioran decía (¿o fue también Littré?): “Yo sé que todo es falso, pero no sé cómo probarlo”.
6.
¿Debemos pasear solos o en compañía? Sobre la cuestión hay unas palabras de Laurence Sterne que parecen indiscutibles: “Déjenme tener un compañero de paseo aunque sólo sea para observar cómo se alargan las sombras y declina el sol”.
Parecen indiscutibles, pero William Hazlitt las discutió, y dijo que ese continuo contrastar con un acompañante todo lo que uno iba viendo en el camino alteraba en realidad la impresión involuntaria de las cosas en la mente y dañaba el sentimiento.
Esta opinión de Hazlitt la hallé en un mínimo libro titulado El arte de caminar , compuesto por la unión feliz de dos breves y muy sutiles ensayos: “Dar un paseo”, de William Hazlitt y “Excursiones a pie”, de Robert Louis Stevenson.
Para Hazlitt siempre será mejor pasear o caminar sin compañía alguna, porque no se puede leer el libro de la naturaleza sin encontrar perpetuamente la dificultad de traducirlo para beneficio de otros: “En una caminata, yo estoy a favor del modelo sintético sobre el analítico; me contento con apilar una serie de ideas para examinarlas y analizarlas más adelante”.
Como se ve, no deseaba Hazlitt que sus impresiones de paseante o caminante se enredaran continuamente en las zarzas y las espinas de una controversia. Es una buena táctica, pienso yo, para poder llegar a tener opiniones propias.
Treinta años exactos después de la muerte de Hazlitt, nacía Robert Louis Stevenson, que también insistió, a lo largo de su ensayo sobre el arte de pasear, en que una caminata ha de hacerse a solas, porque la libertad es esencial, pues nada tan necesario como que llevemos nuestro propio paso, no el del vecino o el del amigo: “Se debe estar abierto a todas las impresiones y permitir que nuestros pensamientos adopten el color de lo que vemos. No le veo la gracia a caminar y charlar al mismo tiempo. Dicho de otro modo, no debe haber ruido de voces al lado, para estropear el silencio meditabundo de la mañana”.
Creo que el tema específico del paseo nació con paso ligero en Hazlitt al rebatir la frase de Sterne; la mantuvo, a ese paso leve, su encantador discípulo Stevenson; lo convirtió en una prosa sonámbula Robert Walser; Paul Auster le añadió errancia al dibujo de los extravíos de Hamlet, y W.G. Sebald terminó por darle un giro oscuro a sus solitarios paseos por sombríos parajes europeos, aderezados por misteriosos retratos históricos de otros inadaptados, de otros paseantes del pasado.
Había en Sebald una idea de inadaptación y silencio que ya se había dejado ver en las sombras de duda que proyectaba Stillman en sus caminatas.
A veces hasta parece mentira que un tema tan sencillo haya podido dar tan buenas páginas a la literatura. Pero no nos olvidemos de que, como decía Lichtenberg, la tendencia humana a interesarse en minucias siempre condujo a grandes cosas.
7.
¿Qué puede ver uno mientras pasea? Todo. Literalmente, el mundo entero, sin ir más lejos.
Escribe Hazlitt en “Dar un paseo”: “El mundo, tal como lo imaginamos, no es mucho más grande que una nuez; no es una perspectiva que se abre a otra, un condado unido a otro, un reino a otro, la tierra con los mares, formando una imagen voluminosa y vasta, la mente no puede formarse del espacio una idea más grande de lo que el ojo puede abarcar en una sola mirada”.
Algunas veces he sospechado que el célebre “El Aleph” de Borges pudo surgir de la lectura de ese fragmento sobre el mundo y la nuez que encontramos en “Dar un paseo”, el breve ensayo de Hazlitt.
Es difícil, supongo que imposible, demostrar esto. Pero si en alguna parte de esa nuez que es el mundo hay alguien que cree que puede interesarle buscar la huella de Hazlitt en ese “cuento que es el lugar que es todos los lugares” (como Borges lo definió en una tarjeta postal), le recomiendo que parta de la base de que “El Aleph” está dedicado a Estela Canto, gran amor de Borges y escritora que, como cuenta Alberto Manguel en Lecturas sobre la lectura , “escribió ensayos al estilo de William Hazlitt (de quien era admiradora) para varias revistas literarias de la época”.
8.
Sergio Chejfec dice que caminar es una manera de viajar. Hace dos años, quedé con él en Nueva York y anduvimos –salimos a caminar de inmediato, en cuanto nos saludamos, creo que de un modo, por su parte, muy deliberado, como si estuviera interesado sólo en hablar andando– durante una hora y media antes del almuerzo en el centro de Manhattan. La animada y a veces extraña conversación me recordó las caminatas de los dos personajes principales de su novela La experiencia dramática . Le comenté que últimamente andar me ayudaba a organizar la estructura de un artículo, de una novela, de una carta de amor. Nada que pudiera sorprenderle demasiado, porque no desconocía, por supuesto, que parte de la historia de la literatura, desde sus comienzos, se ha nutrido de viajes: el desplazamiento como acción narrativa básica; después, ya llegan los acontecimientos, el viajero cambia de paisaje y de personas, pasan ciertas cosas. Ahora bien, Chejfec va más lejos y la caminata le parece la más radical de todas las formas de moverse. Y creo que tiene razón. No deja de ser curioso que la manera más natural y primitiva de desplazarse pueda convertirse en la actividad más luminosa; tal vez sea una actividad tan creativa porque tiene la velocidad humana. La caminata parece producir una sintaxis mental y narrativa propia.
9.
Chejfec considera que la caminata es casi la única actividad no colonizada por la economía capitalista, que tiende a fragmentar el consumo y crear necesidades a partir de nuevos artículos. Para caminar, dice Chejfec, no se vende en cambio nada especial, y eso que hay todo un mercado alrededor de comer, beber agua, correr, dormir, practicar sexo, leer, etc.
Pero esto lo dijo Chejfec el invierno pasado, cuando aún no había gente a la caza dePokémons . De pronto, alguien ha lanzado incluso unas zapatillas especiales para salir a capturar Pokémons ; parece que se venderán a través de un proyecto de crowdfunding . Ya no queda nada, al parecer, que no esté colonizado.
10.
¿Qué es el aire de Auster? Es algo que algunas mañanas está ahí, junto a mí, es una percepción que se da en ocasiones y que se parece a un fragmento de La invención de la soledad en el que Paul Auster celebra, con palabras decididamente felices, la vida. Es un momento que me recuerda la dedicatoria del Persiles , aquella página póstuma en la que Cervantes nos dejó dicho que amaba el mundo, le gustaba la vida, le dolía dejarla. Las palabras de Auster tienen algo de la confesión cervantina: “Juzga extraordinario que algunas mañanas, poco después de despertar, cuando se agacha para atarse los cordones, lo inunde una dicha tan intensa, una felicidad tan natural y armoniosamente a tono con el mundo, que le permite sentirse vivo en el presente, un presente que lo rodea y lo impregna, que llega hasta él con la súbita y abrumadora conciencia de que está vivo”.
11.
En mi correo electrónico encontré, hace una hora, un mensaje de John William Wilkinson con una cita de agosto de 1911 del diario de Kafka: “Automóvil en Múnich. Lluvia, recorrido rápido (veinte minutos). Como si mirásemos a la calle por el ventanuco de un sótano”.
Es genial, he pensado, porque anula el movimiento del automóvil y porque la perspectiva que desde el ventanuco dice haber visto K. es únicamente de sótano, todo lo contrario del supuesto sentido común de Julien Gracq, por ejemplo, que oponía “automóvil y movimiento” a las palabras “desván y sótano”.
Por mi parte, al automóvil y al desván le quiero oponer mis piernas. Acabo de escribir esta frase y decido que en menos de un minuto voy a salir del hotel de Nueva York donde me encuentro. Saldré, pero esta vez pisaré las calles convencido de tener una perspectiva de sótano, idéntica a la que tengo ahora sentado en este sillón donde escribo. Imaginaré que camino por los mismos lugares por los que una vez, hace dos años, caminé con Chejfec, y me preguntaré si no ha llegado ya la hora de que volvamos a sentirnos todos cerca de la condición humana tradicional, siempre trágica. Después de la gran idiotez de los últimos años, de tanta burbuja y posmodernidad y progreso ficticio, ¿no se impone el regreso a la tragedia, a un cierto clasicismo, a un renacimiento del saber, a una resistencia a seguir siendo colonizados, a una sintaxis que nos devuelva la libertad?
O esto, o salir zumbando.
12.
Ha comenzado a nevar mientras caminaba y pienso en los caminos del Quijote y sobre todo en la segunda parte de ese libro, donde Cervantes va entretejiendo, cada vez más estrechamente, ficción con realidad. Martín Cristal se preguntaba no hace mucho si no sería que el Quijote falso de 1614 no fue compuesto por Alonso Fernández de Avellaneda, como siempre nos han querido hacer creer, sino que también fue obra del mismo Cervantes, quien lo habría compuesto –o encargado a un ghost writer – y luego publicado con el seudónimo de Avellaneda para enriquecer su propio juego de “ficción y realidad” por el lado de la realidad, quizás porque el factor realidad siempre es más grosero y, paradójicamente, más difícil de creer.
13.
Se sabe que La invención de la soledad fue el catalizador que puso en marcha toda la carrera de Auster como novelista. Es lo primero que pienso cuando veo que ha dejado de nevar. Lo pienso en medio de un silencio perfecto.
La invención de la soledad la escribió tras la muerte de su padre, con el ánimo de tratar de entender quién había sido este. “¿Y qué es la ficción sino el intento de entender las vidas ajenas?”, se preguntaba Auster en cierta ocasión. No cabe duda de que esta es una de las razones por las que se escriben relatos, novelas… A mí con el tiempo lo que ha acabado interesándome es cómo –teniendo en cuenta que siempre se han contado historias– empezó la historia de la narración. “Podemos imaginar”, dice Piglia, “que el primer narrador fue un viajero –el mito de Ulises– y que el viaje es una de las estructuras centrales de la narración: alguien sale del mundo cotidiano, va a otro lado y cuenta lo que ha visto, la diferencia. Y ese modo de narrar, el relato como viaje, una estructura de larguísima duración, ha llegado hasta hoy”.
Pero podríamos pensar, sigue diciendo Piglia, que hay otro origen del acto de narrar. Porque sabemos que no hay nunca un origen único. Entonces podríamos imaginar que el otro primer narrador –el mito de Edipo– ha sido el adivino de la tribu, el que narra una historia posible a partir de rastros y vestigios oscuros. Y habría quizás llegado el momento de poder decir que el primer narrador fue tal vez alguien que leía signos y que el primer modo de narrar fue la reconstrucción de una historia cifrada: el relato como investigación.
14.
El viajero Ulises. Y el descifrador de enigmas que hay en Edipo, que es el que investiga el crimen y termina por comprender que el criminal es precisamente él mismo. Me parece que una fusión de esos dos mitos, Ulises y Edipo, se da en Mac, el héroe de una novela que terminé el mes pasado, al que físicamente, quizás sea por la edad que tiene, le adjudico un parecido con Paul Auster. Mac es alguien que viaja para indagar cuál fue el relato original.
15.
Un viajero en el tiempo indaga en el misterio del universo. ¿Es un relato de futuro o un remoto relato del pasado?
16.
Me acuerdo de que en mi país siempre se olvidan de que el Quijote es un libro metaliterario, especialmente la segunda parte. Y también se olvidan de que el Quijote es un libro sobre el Quijote , y que sus temas principales son la lectura y la escritura, y la relación antagónica entre realidad y ficción, entre vida y literatura. ¿Es un relato de futuro o es un remoto relato del pasado? Lectura y escritura, ficción y realidad… Me acuerdo de que son precisamente estas las coordenadas que más allá de las acciones y lugares particulares de sus obras caracterizan y marcan la relación paródico-intertextual entre Paul Auster y Cervantes. Y también me acuerdo de haber escrito un librito titulado No soy Auster y de que Auster se enteró y quiso leerlo y yo me fui del bar de Barcelona donde él se disponía a leerlo, lo que me produjo una vergüenza inmensa.
17.
No soy Mac.
18.
Lluvia. Camino, nubes grises y gaviotas. Viento racheado, una ancha tiniebla que desciende. El misterio del universo parece a punto de estallar. Basta.
19.
Lucrecia Martel (en una entrevista con Andrea Valdés): “Tuve la fantasía del barco a la deriva para morir, pero no como una obra sino como una fuga de las salas de terapia intensiva y sus ruidos de respiradores y monitores cardíacos, aunque adoro las enfermeras. El año pasado vendí mi barco, y el tiempo me ha vuelto a una idea de los trece años: el desierto de la Puna. Morir caminando, como los burros de la Puna, caer deshidratados, mirando un cielo difícil de ver en otras partes, comprendiendo con humildad que estamos en la cubierta de un planeta que navega un universo inmenso, incomprensible. Ah, pero qué noche, qué silencioso el viento”.

Sueño y noche de Jerusalén

Ensayo de Juan Cruz. El gran cronista español narra su reciente viaje a Israel y las tensiones de un país “donde todo son amenazas, de los buenos y de los malos”. Allí acompañó a Mario Vargas Llosa, invitado a conocer y escribir sobre la penosa situación de los palestinos

El escritor peruano aceptó la invitación de una ONG para conocer la situación de los palestinos y la actuación del gobierno de Israel contra la ley internacional y los derechos humanos./revista Ñ

Jerusalén, interior noche. Una cama grande, sábanas blancas, suena el calor motorizado de las calderas. Hace sol hasta de noche en Jerusalén. Tengo un sueño nítido, que se va haciendo cada vez más real, hasta que se entrecorta y luego se acaba el sueño. Tengo 26 años en la verdad del sueño, pero en ese momento en que el sueño termina y soy yo de veras, con este pelo blanco, con el arco senil en mis ojos, tengo mi edad de ahora, 67 años. Me despierto, sudo de veras, ya no es el sudor de la pesadilla. En este momento la noche no me ayuda a saber dónde estoy.


Es de noche cerrada y esto es Jerusalén. Me vienen ecos de otro tiempo en este mismo lugar, Jerusalén, tan tensa, tan triste, una conversación continua en un idioma que desconozco, estoy tan perdido como en Asuán, allí árabe, aquí hebreo; las calles están tomadas por guardias de asalto, judíos con trenza, el Muro de las Lamentaciones, un quejido como de flamenco por los altavoces árabes, la circunspección de los devotos del judaísmo, las trenzas, los tirabuzones, siento miedo, la vida conspira contra mis pies en el sueño, la vida conspira contra los pies de la gente que me acompaña en la pesadilla. En la realidad de este recuerdo lejano de aquel Jerusalén de la primera vez, mujeres circunspectas, niños pecosos, soldados que son muchachos asombrados de la metralla que abrazan. De pronto, entre el silencio y la noche, lo que vienen son imágenes nítidas de otro tiempo.


Ahora no se oye nada, estoy dentro de una habitación, acabo de tener un sueño. El sueño se queda pegado a mi memoria y lo escribo, veloz, en un papel que es a la vez un posavasos. Este lado de la cama está sudado y sucio, como si fuera un papel del bar en el que se desarrolló el sueño. Quiero un bocadillo de chorizo, dije desde la puerta. “Pero ese hombre no puede andar, que alguien le ayude”, dice el camarero desde la barra, lleva un trapo sucio en la mano, se limpia en el delantal, sigue limpiando de la superficie del mostrador la masa aceitosa que han dejado los bocadillos de tortilla, los calamares fritos, los bocadillos de calamares. Ese es el olor del sueño, el aceite requemado, desparramado sin control sobre el mostrador sucio.


Abro la cortina, como si temiera un abismo en la noche cerrada, no hay ni luz afuera. En un rato he de salir a la calle, me espera Jerusalén triste de la mañana, solitario, una voz al fondo de un abismo en el que se oye el eco de miles de años. Jerusalén parece el nombre propio de una persona. Dentro del silencio está el resplandor del pasado, como una estrella que se rompe para darte energía o una bala.


La supernova se rompe así, como en el sueño, y se desperdiga por el cielo infinito. Millones de estrellas enviando mensajes a la tierra. Ahí arriba están, compitiendo, desde hace millones de años, tan viejas como el primer ruido del tiempo. El sol se acabará en cinco mil millones de años, pienso mientras se ilumina la mesa de noche, y esa fecha que es tan lejana de pronto me produce la sensación de que será mañana mismo. No habrá ni periódicos, me digo a mí mismo, sonriendo mientras me dirijo a este ordenador y escribo las palabras “No Infinito”.


Hay pulgas en la cama; hace años que no siento esa sensación que se produce cuando una habitación se llena de insectos, reales o no; esta vez las pulgas son reales, se ve cómo saltan, dominan la escena cuando me despierto, en fila, acostumbradas a la sábana blanca. Pulgas por todas partes; nadie me lo advirtió, no tengo medicamentos ni veneno para ahuyentarlas. Saltan y brincan, son crueles, como los chicos del barrio; mientras las ahuyento me acuerdo de mi amigo Mario, en la foto de los suecos de nuestra infancia, con una mosca en la comisura de los labios; mi madre llega con su mano y se la quita. “Una foto con mosca es horrible, Mario”, le dice, y le acaricia el pelo. Mario frunce la boca. Así sale en la foto, a unos metros de nosotros, como si no fuera de nuestra familia. No lo es.


Acabo de despertar solo en una cama grande de un hotel palestino en Jerusalén. En la cocina un palestino serio prepara yogur. Es lo primero que pone en el bufé del que vamos a alimentarnos.


En la foto de los suecos salió Mario, en una esquina, abajo, con la mosca en la boca. En el sueño apareció esa foto, yo era un niño juntando las manos. Esa fue la foto de nuestra infancia, y Mario está en una esquina; algún tiempo después se fue de la vida también, lo mató una rueda de fuego. Entonces para mí era un misterio la palabra muerte . Ahora también.


Yo había llevado la mecha, Mario la metió en los tubos de cartón, alguien ensambló la rueda, animada de colores, y cuando empezó a rodar se rompió el mecanismo. La muerte es un misterio, como la luz.


La mesa está llena de libros y de papeles, el ordenador está abierto por esta página. Las letras son pulgas en la noche, en cierto modo; me da miedo la página, me da miedo la luz, en la oscuridad no se ven los insectos. Es de noche y tengo miedo. El miedo está en la calle, también; esos mosquetones, los jóvenes militares, los jóvenes policías, la vigilancia y el miedo están también en sus ojos.


La desconfianza es una razón de vida en Jerusalén. Todo son amenazas, de los buenos y de los malos; un país que vive bajo esa zozobra se guarda de todos y también de sí mismo, una solidaridad herida que a su vez marca con sus heridas al otro, al diferente, al enemigo. La palabra enemigo es aquí de cristal, una bomba que se parte en pedazos sin preguntarte antes de qué va la enemistad. La bondad está suspendida de un hilo, cualquier sonido parece violento, a la gente le asusta que la saludes por la calle; la seguridad, la palabraseguridad , es como un salvoconducto de los que sospechan, y sospechan todos, unos y otros, ese bello idioma gutural que termina en un fusil o en la sangre se oye en las calles y en la radio como si estuviera recitando un poema épico.


Un verso oscuro y escondido que escucho recitar mientras suena el muecín o cuando oigo pasar a los hebreos con trenzas. Todos dispuestos a morir o matar, es la costumbre. A veces pregunto qué significan los sonidos que vienen de esos signos misteriosos, esas líneas paralelas que hacen que todas las palabras escritas parezcan venir del mismo dibujo. O qué dicen esas palabras que son justamente arabescos que son parte de los carteles que nos acercan o nos alejan de la ciudad de Jerusalén.


Un país suspicaz que ve enemigos hasta en el cielo de los niños.


Los ojos de un país extraviado hacia la historia milenaria, buscando un sitio para ellos solos, dándose codazos con el mundo para impedir que otros entren en sus santos lugares. Israel, tan solo, tan admirablemente solo, tan violentamente oscurecido por el odio que cayó sobre su historia por culpa de la ignominia del siglo XX y de tantos siglos que en el siglo XX se hizo concreta y ceniza. La muerte, la muerte por decreto; ellos no se han podido zafar de esa experiencia, aún vive en ellos, aunque ya murieron todos los que sufrieron esa persecución, tal saña. Pero no han podido reescribir el futuro, tan lleno, tan oscurecido, de pasado.


Ahora se defiende este país matando hasta las musarañas de la noche. Defendiéndose de una pesadilla que no es un elefante sino una pulga. El país triste en una tierra verde que pudo haber sido feliz; demasiada historia para sobrevivirla.


Veo en los ojos esa soledad, la multitud judía sola, en sus bares y sinagogas. En su soledad silenciosa, o su sonido multiplicado ante el valladar de las lamentaciones.Sobre eso escucho todos los días cientos de peroratas. La gente está cansada de guardarse del otro, pero así están, guardándose, no hay compasión ni hacia dentro ni hacia fuera. Es una lucha mortal, el país más armado de la tierra. Tan chico y tan defendido, como si estuviera (eso decía mi madre de los hombres amenazados) dentro de una redoma de aire. Aquí la redoma es de hierro, suena así cuando la tocas, una puerta hueca y blindada, una frontera en cada mano. Una pistola, un mosquetón, un niño que lo maneja asustado, un judío de cualquier idioma defendiendo el idioma común contra amenazas que también son ficción o miedo.


En los ojos del escritor David Grossman veo bondad; sin embargo, como si el dolor lo hubiera cicatrizado y a la vez desnudado, ha vuelto a ser el niño que fue. Es tan flaco, tan justo; un hombre justo que quiere serlo hasta en el tono de voz, tan respetuoso, sus manos juntas haciendo equilibrios para explicarte los misterios del país en el que nació. A todas estas personas acosadas por el miedo la infancia les manda una postal, ellos se abrazan a ese recuerdo y miran como si tú llevaras contigo una ventana que se va a abrir para que ellos vean paisajes felices.


A David (su padre lo llamaba Davide) le mataron a un hijo en esta guerra eterna; lo mató un palestino, seguramente, mientras él escribía La vida entera . El forma parte de los que quieren que la convivencia empiece finalmente, que no haya más hijos, hermanos o diferentes muertos por esta crueldad fabricada por el odio entre los hombres.


Cuando caminamos por el césped el silencio parece juntar sus palabras en mi memoria.


Ante ese césped hermoso le digo: –¿Y si este fuera un territorio feliz además de bello?


Ver sonreír a David Grossman es como despertarse bien.


Luego cenamos con el escritor Amos Oz, Mario Vargas Llosa, con Gideon Levy, con Yehuda, el exsoldado que es la figura más pública de Breaking the Silence . Yehuda es el líder de esta ONG creada para acabar con el silencio tras el que se esconde la barbarie cometida durante decenios por los israelíes en los territorios ocupados, donde los palestinos viven como si fueran lo más bajo de la raza humana.


Yehuda vivió esa experiencia como militar; desde hace doce años quiere explicarle al mundo (y a Vargas Llosa, y a muchos escritores más) en qué consiste esa discriminación activa que Israel practica contra los palestinos cuyos territorios ocupan en contra de lo que quieren sus amigos y sus enemigos. Vargas Llosa los llama los justos . Lo son, ni rencor ni resentimiento vi en sus gestos; un día (es decir, ya) los perseguirán, pero la historia sabrá que es contra la razón que los persiguen en su propio país, al cual defienden como si ellos fueran una trinchera del alma.


No es que ocupen los territorios de los palestinos tan solo, es que los humillan hasta meterlos en el rincón de la historia, un basurero del que a veces salen los niños y los hombres con una navaja en la mano. Tiene sonido y olor esa ocupación; el sonido del desierto, el olor de la basura acumulada en los barrios que Israel deja que se pudran; las mujeres, los niños, los viejos, los hombres exhibiendo el miedo que el tiempo ha transformado en un rencor húmedo, en el odio sin fin que ahora habita en las miradas de esta tierra. La pobreza como un modo de discriminación; hay lugares palestinos donde el camión de la basura no entró desde hace sesenta años. Vi una cabra, recién nacida, muerta en uno de los pueblos pobres, y nunca se me va de la memoria ese retrato simple de la tristeza, como si aquellos colores opacos del animal fueran la imagen que me llevé del desamparo.


¿Una solución? “Es más fácil que se hiele el sol”, me dijo un joven judío que enseña allí inglés a los niños palestinos.Ese silencio denso es el que hay que romper, eso quiereBreaking the Silence , y eso no quiere Israel. No existe nada más allá del muro de Sharon, por eso se creó, para que Israel viva ajeno al grito que hay más allá. “Lo raro es que no sea más violento”, dice alguien debajo de la palabra Peace escrita en caracteres legibles en torno a un olivo en Hebrón, la ciudad fantasma patrullada por adolescentes que reconocen a Vargas Llosa y a Gideon Levy, el periodista israelí que le acompaña.


Estoy aquí, despierto tan temprano en Jerusalén, para acompañar a Mario Vargas Llosa en esta pesquisa en la que él se ha comprometido; cuando he contado en Madrid a mis amigos que saben que voy a Jerusalén, que es Vargas Llosa el que lo va a hacer, muchos me preguntaron por qué este escritor tan improbable asume esta tarea que a Israel no le va a gustar. El es un amigo de Israel, en efecto, pero ha recibido la llamada de Yehuda, y Yehuda tampoco es un enemigo de Israel. Es un sionista de corazón que no está de acuerdo con lo que su país hace en los territorios ocupados y que desde hace una docena de años quiere que el Nobel dé su testimonio de este apartheid que el Gobierno de Israel practica contra la ley internacional y contra los sentimientos y los derechos humanos. Y el Nobel ha hecho viajes así a Afganistán, al Congo, a Irak…, es un hombre comprometido que siempre ha luchado en estas guerras en las que lo humano, como en Albert Camus, es más decisivo que la ley (o la arbitrariedad) de los hombres y ha luchado con la palabra contra ignominias como esta, y esta vez, además, se emplea tan a fondo en la búsqueda de datos para su trabajo que los periodistas que vamos con él sentimos envidia de su energía y, después, de su agilidad para contar ese asunto tan duro, con una sencillez que se parece a la de Yehuda explicándole los mapas de la ocupación.


Vargas Llosa llamó a su serie de reportajes, que publicó en el diario español El País , “Estragos de la ocupación”. Esos estragos están en los rostros de los palestinos a los que visitamos. Nosotros los vimos. Yehuda miraba desde el fondo, en el contraluz del desierto, de aquellas cabañas de tela, como si amparara con su cuerpo grande el derecho de hablar de los avasallados. A nosotros también nos daba confort esa mirada de Yehuda, como si fuera a la vez un luchador y un niño que quisiera compartir el presente de la ocupación con quienes la sufren, como si en ese instante estuviera borrando lo que pasó antes, cuando él mismo obedecía las órdenes que ahora aborrece. Está ahí, también, para protegernos a nosotros en esta excursión peligrosa, para el Nobel, para los demás: cualquier movimiento en falso podía llevarnos al abismo, porque los militares y los policías del Estado de Israel merodeaban como vigilantes desconfiados, enviados por dirigentes aún más desconfiados de un país que no ha sido capaz nunca de borrar las heridas del pasado y que aquí de algún modo lo perpetua en la humillación de otros.


Yehuda es grande, tiene el pelo al rape, con grandes entradas, y se lo acaricia para pensar; lleva siempre una mochila oscura donde porta documentos, mapas; se sabe el terreno de las ocupaciones, del muro continuo que mandó edificar Ariel Sharon, se sabe la historia y se sabe lo que hacen ahora sus compañeros militares en Hebrón, donde sirvió, porque él mismo lo hizo. El no reniega de la patria que buscaron los judíos; reniega de lo que su gobierno les manda hacer a los soldados en nombre de la patria. A veces Yehuda acaricia a los niños palestinos en el pelo, como si se estuviera acariciando el suyo. Es aún como un militar disciplinado y riguroso, sólo habla de lo que le importa a su misión en Israel y en la Historia; su disciplina es su divisa y su obligación es moral, ni militar ni patriótica, es humana. El es un patriota, por eso lo hace. Tiene 32 años, pero parece que el tiempo se le ha multiplicado en la expresión, en el cuerpo, incluso en su verbo; maduro como un militar viejo que hubiera librado una guerra y no quisiera más. Maneja al Nobel con enorme destreza; nunca vi a Vargas Llosa tan sumiso a las órdenes del jefe de una expedición, como si el escritor peruano volviera, de algún modo, al colegio militar Leoncio Prado y reconociera en Yehuda una jerarquía ante la que presentarse en posición de firmes. Una vez llegó tarde Yehuda a una cita de madrugada, pero Vargas Llosa ya estaba allí, con su libreta verde, dispuesto a una excursión que nos iba a sobrecoger. Porque no hay noticias en el mundo sobre esta violencia silenciada, este sutil y brutal desprecio del individuo que no es de tu raza ni de tu gusto. Cárceles y juicios para muchachos que son acusados de pensar que quizá algún día iban a usar una navaja para agredir al colono. O acusados de haber mirado mal a un guardia en la calle.


Pues un día llegó tarde Yehuda, se había dormido, el lado humano del militar que lleva adentro. Lo sustituyó su compañero Moriel, un joven algo pelirrojo que objetó contra el servicio militar y fue encarcelado por ello. Sabe español, lo aprendió en Guatemala, tiene 26 años y ahora escribe una novela que parte de una metáfora de Philip Roth en la que aparecen pájaros fugitivos y tristes. Ahora trabaja en Breaking the Silence , ayudando (sonriendo, explicando) a acabar con ese silencio que en el resto del mundo debería sonar como la esencia de la metralla. Pero el mundo recibe ese ruido en silencio, porque lo que se conocen son las intifadas y las matanzas, pero se ignoran adrede las condiciones en las que viven tristes los palestinos que no son dueños ni del aire que respiran. La humillación no suena, es el silencio al que han condenado en el mundo a estos ciudadanos sin sitio que no aparecen en las noticias y sufren el olor de la miseria desde hace más de medio siglo.


No son ni las cinco de la madrugada, los relojes están parados en esta ciudad intensa, una urbe nerviosa y condolida. Unos kamikazes palestinos acaban de matar a dos judíos en Tel Aviv, con navajas. Estamos a punto de ir hacia los pueblos palestinos ocupados, soy un periodista, siempre soy un periodista, y ahora estoy en la ciudad más nerviosa o más tensa, quizá, del planeta. Mis sueños tienen muchas veces el nombre del periodismo; este oficio va en mis pies, ocupa mi cerebro, conduce mis sensaciones, no soy de otra materia. Si duermo me despierta el periodismo y si decaigo el periodismo me pone otra vez a trabajar; el periodismo es la alegría y también un suspiro mortal, una despedida. El oficio invencible. Para mí también es el oficio inevitable.


Estoy en Jerusalén y estoy vivo, me mantiene alerta el periodismo; me pincho con las agujas, pero el periodismo me quita el dolor, como si fuera la obligación de respirar, así se comporta el periodismo. Es, por decirlo así, una urgencia infantil, una pasión, el trabajo de un coleccionista de verbos que ahora viene a recolectarlos en Jerusalén. Siempre parece que cumplo el último encargo sobre la tierra; pero esta vez he venido a cumplir el encargo por otro: quien va a hacer el reportaje es uno de los grandes periodistas de nuestro tiempo, que también es premio Nobel. “Soy Mario Vargas Llosa, periodista; también escribo libros”, le dijo a un colono; no quería entrar de otra forma, el colono asintió con la cabeza como diciéndolo, “No, si ya te conozco”. El sacó su libreta verde, su bolígrafo Montblanc, y se puso a preguntar; el hombre aquel, alto, fornido, puso dátiles enormes sobre la mesa y yo los fui comiendo como si no hubiera miradas sobre mis dedos, pero tenía hambre. Ante mí el desierto, pero más acá, debajo de la ventana del colono, un prado verde. En la conciencia de lo que sabíamos, las estadísticas: por cada litro de agua que tiene un palestino en las laderas desérticas, un israelí tiene seis u ocho. Palestina se muere de sed; su inanición es una forma de controlarla, de ponerla al otro lado, de destruirla poco a poco.


Pero aún no estamos ahí; yo me despierto del sueño, me he duchado, ahora estoy mejor, las pulgas se han agotado, y bajo a desayunar. Afuera nos espera una jornada intensa; vamos a ver antes que nada una estación de control, un c heck point ; de madrugada los hombres saltan, simbólicamente, una de las vallas de acero que separan lo judío de lo árabe. Hay un enorme muro de cemento, el muro de Ariel Sharon. La ciudad vallada hasta sus confines; los judíos no ven a los árabes, pero los necesitan, los llaman a trabajar en sus negocios y en sus casas. Han de pasar por este checkpoint entre otros.


Miro sus caras, desmejorados y tristes; su madrugada no es como nuestras madrugadas; ellos habrán dormido dos, tres, cuatro horas, y se despertarán sabiendo que les espera este porvenir de sonidos férreos, como puños encadenados. Allí está Vargas Llosa, con una gorra que le aliviará del sol más tarde, ahora es la madrugada, hablando con una señora menuda, de pelo blanquísimo. El Nobel se me acerca y me dice: “¿Has visto qué energía la viejita? ¡Y tiene ochenta años!”. Lo miré con naturalidad y le dice. “Pues como tú, ochenta años como tú”. El rió y me dijo: “Cabrón”. Antes, cuando lo encontré para desayunar, en medio del estupor silencioso de la madrugada en Jerusalén, me confesó que en su cama también hubo pulgas. Le estaban cambiando el colchón, las sábanas; entre divertido y adolescente, el Nobel de madrugada parecía un reportero celoso de su libreta y de su lápiz, la esencia material de su trabajo. Llevaba también una gorra, su uniforme hasta de madrugada. Luego él tomó yogur y yo tomé sandía. Las sandías grandes de los campos que circundan Jerusalén.


Pero aun estamos aquí, falta Yehuda, se ha dormido. Aquí estoy, con mi libreta y mi lápiz, aguardo una señal para partir. Ahí está, desayunado, Mario Vargas Llosa, un equipo de televisión, la oscuridad de la sala, un desayuno frugal, el silencio enorme de las mañanas. Es así todos los días, salimos muy temprano, enfilamos las carreteras de los israelíes, los muros que los blindan de las miradas palestinas, y cuando salimos de ese circuito de hierro tenemos que identificarnos. En el este de la ciudad no se oye un ruido, pero en muchos lugares de Jerusalén, en esos territorios proscritos, hombres, mujeres, ancianos, niños, se aprestan a cruzar de un lado al otro del mundo, como si saltaran en el vacío; en medio se van a encontrar mosquetones que los interrogan, salas de espera tétricas como cárceles viejas, suenan portalones, puertas giratorias de hierro macizo. En todas las caras voy a ver desafío y tristeza, cansancio, siete días a la semana de los siete días sometidos a la misma inspección, a similares negativas. El mosquetón al hombro, muchachos judíos entrenados para decir No. Aún no he salido, ya me esperan abajo, yo acabo de despertar, tengo aún el sueño en el que soy un periodista que trata de entrar en una redacción, la de El País , y tengo ante mí, en la historia personal, en el recuerdo ficticio del sueño, la misma sensación que siento cuando voy a escribir un reportaje, una entrevista, una crónica: no podré, no podré. Ah, ya encontré la libretita. Este es el lápiz.

22.8.16

El día que China quiso utilizar al hombre del tanque

Un hombre detiene con su presencia una columna de blindados en la plaza de Tiananmen. Cinco fotoperiodistas lo retratan impasible. China intenta usar la imagen para demostrar que nunca le harían daño a un ciudadano, pero la imagen perdura como demostración de lo contrario

El hombre del tanque frena una columna de blindados en la plaza de Tiananmen. STUART FRANKLIN/MAGNUM CONTACTO/elmundo.es
El mismo lugar en la actualidad, visto desde el lado opuesto. DANIEL CASE/elmundo.es

Si se aloja en la quinta planta del hotel Beijing, justo en la habitación que queda más a la derecha de la fachada, métase en el baño y mire dentro de la cisterna. Si usted hubiese sido un agente de la policía secreta china y estuviéramos en el 6 de junio de 1989, se hubiese encontrado con un rollo de película expuesta perteneciente a Charlie Cole, fotógrafo de Newsweek. Revelado ese carrete, se encontraría con varias exposiciones con una columna de tanques y un tipo plantado ante ellos con camisa blanca y una bolsa en cada mano. La gente en occidente lo conoce como El hombre del tanque.
El problema es que si usted está alojado en China, no podrá ver la foto ni buscar información alguna. Inmediatamente después de la matanza de estudiantes en Tiananmen, el gobierno pensó que tenía en la instantánea la mejor propaganda posible para mostrar "el cuidado del Ejército Popular del Pueblo para proteger a los chinos". Según esa idea, repetida por los órganos comunistas, el conductor del blindado tiene órdenes de avanzar, pero se niega a cumplirlas si eso implica hacer daño a uno de sus ciudadanos, por mucho que ese ciudadano sea, a sus ojos, "un delincuente o un alborotador". Pero alguien debió notar que el argumento no se sostenía porque la imagen sigue mostrando tanques contra estudiantes. Hoy, fallida esa estrategia, esta imagen ni existe ni existió en China. Su simbología es tan poderosa y tan temida que está censurada.
A decir verdad, cuando se habla de la foto de Tank Man nos referimos al conjunto de imágenes que tomaron cinco fotógrafos en aquel instante. Cuatro de ellos son conocidos: el citado Charlie Cole, Arthur Tsang Hin Wah, Jeff Widener y Stuart Franklin, todos ellos fotografiando desde balcones del hotel Beijing en tomas parecidas. El quinto, Terril Jones, mantuvo su foto tomada a pie de calle oculta durante 20 años. Dos hombres jóvenes corren agachados, lo que indica que llovían las balas. Al fondo, el hombre del tanque, con sus bolsas, ya espera a los blindados, que se recortan amenazantes al fondo.
Se registraron varios disparos hacia los balcones y otros fotógrafos decidieron quedarse dentro. Pero dos camarógrafos grabaron la escena. Está en Youtube. Cuando los carros de combate avanzan, el tipo ya está plantado en medio de la calle. Al llegar a su altura el primer blindado zigzaguea a derecha e izquierda, peroel hombre se mueve para impedirle el paso. No contento con eso, sube al carro, intenta gritarle a los conductores por alguna de las escotillas y habla con uno de ellos cuando saca la cabeza al exterior. De nuevo, regresa a su posición frente al tanque. En el plano entran cuatro personas. Dos de ellas se llevan al hombre del brazo y ahí se pierde su contacto para siempre. Para algunos, esas dos personas son estudiantes que pretenden salvarle la vida. Para otros, son agentes de la policía secreta que detienen al improvisado héroe para hacerlo desaparecer.
La identidad del hombre del tanque ha obsesionado y obsesiona a los medios de todo el mundo. Muchos han intentado largas investigaciones con conclusiones decepcionantes. Con los archivos del Gobierno chino cerrados con siete llaves, es casi imposible acceder a información oficial.
El tabloide británico Sunday Express dijo que su nombre era Wang Weilin, estudiante de 19 años, pero esa identificación fue rechazada por el Partido Comunista Chino.
Durante años han circulado numerosos rumores acerca de su paradero. El asistente personal de Richard Nixon, Bruce Herschensohn, aseguró en 1999 tener información fiable de su ejecución 14 días después del incidente, aunque no reveló su nombre. En el libro Red China Blues, el historiador Jan Wong comenta que sigue vivo (y oculto) en el interior del país. Varios periodistas han preguntado a Jiang Zemin, secretario general del Partido Comunista Chino en aquella época, sobre el destino final de aquel hombre: "Él nunca fue arrestado. No sé dónde estará ahora", dijo.
El hecho esencial sucedió el día anterior: los militares irrumpieron desde varias avenidas hacia la acampada en el centro de la plaza. La represión fue sangrienta. Las cifras de muertos bailan entre los 800 de una fuente de la embajada estadounidense a los 2.600 de una fuente anónima de la Cruz Roja china, con entre 7.000 y 10.000 trabajadores, intelectuales y estudiantes heridos. Pekín no ofreció cifras y se limitó a expulsar a la prensa extranjera y a detener a los cabecillas de la revuelta. El fotógrafo Stuart Franklin, que se sabía vigilado por la policía china, compró una pequeña lata de té en la tienda de regalos del hotel, metió el carrete dentro y se la entregó a un estudiante francés con billete de salida ese mismo día. Debía enviarla, una vez en Europa, a la redacción de la revista Life.A él le debemos la segunda versión del Tank Man, que además fue premio Pulitzer y World Press Photo.
Durante aquellos días el hombre del tanque no fue el único que se puso delante de los blindados, aunque sí fue el único captado por las cámaras y el que regaló un icono fotográfico para la Historia. Gracias a aquellos fotoperiodistas podemos conocer la verdad por encima de la propaganda china.

19.8.16

La paz sin mentiras

Colombia se encuentra frente a la oportunidad histórica de poner fin a medio siglo de guerra, pero el referéndum que debe ratificar el acuerdo de paz debe ser liberado de la manipulación de quienes se oponen a la negociación con las FARC


Adiós a las armas/Enrique Flóres./elpais.com 

Hace algunas semanas, después de cuatro años de negociaciones intensas que han transformado a Colombia, el Gobierno del presidente Santos y la guerrilla de las FARC llegaron a un acuerdo de paz frente al cual, por una vez, no era exagerado echar mano del adjetivo “histórico”. Tiene un nombre portentoso —cese bilateral y definitivo del fuego y las hostilidades— que sin embargo no alcanza a describir su trascendencia. Al día siguiente de esa firma, por primera vez desde 1964, el país se despertó en una realidad cambiada: una realidad donde esta guerra, que ha dejado seis millones de víctimas entre muertos, heridos y desplazados, había terminado por fin. En un municipio de Antioquía se retiraron las trincheras que habían rodeado la comandancia de policía durante años; las regiones más golpeadas de otros tiempos llevan casi quince meses sin sufrir secuestros, ni tomas, ni reclutamientos forzosos. Si todo sale como se ha acordado, seis meses bastarán para que la guerrilla más antigua del mundo deje las armas de manera irrevocable (un éxito notable, teniendo en cuenta que el desarme les costó siete años a los irlandeses). Los acuerdos de Esquipulas, que terminaron con el conflicto centroamericano, son de los años ochenta; la paz entre las guerrillas marxistas y la monarquía de Nepal se firmó en 2006. Mi país es el último escenario de la Guerra Fría, y ahora tiene la oportunidad —nuevamente: histórica— de llegar al siglo en que esperan los demás.
El plebiscito es un mecanismo incierto y frágil, como lo saben los británicos
Pero no va a ser fácil. Esta paz relativa (porque otros actores de la violencia persisten) depende de un plebiscito, todavía sin fecha, en que los colombianos deberán votar para aceptar o rechazar los acuerdos. Ahora bien, el plebiscito es un mecanismo incierto y frágil, como lo saben los británicos que ahora se asoman al despeñadero imprevisto del Brexit;pero fue la única manera que encontró el Gobierno colombiano de sosegar a la opinión pública frente a la cantidad inverosímil de calumnias, desinformación, mentiras y propaganda negra con que los enemigos del proceso de paz, tanto los que actúan dentro de la legalidad como los otros, intentaron desde el principio sabotearlo. Los principales agentes de esa oposición engañosa —que han ahogado a la otra oposición, la comprensible y necesaria— han sido los seguidores del expresidente Álvaro Uribe, cuya relación con la verdad ha sido siempre tenue. Los colombianos recuerdan todavía el incidente más escandaloso de las últimas elecciones, cuando el candidato de Uribe a la presidencia apareció en un vídeo conversando con un hacker contratado, según su propia confesión, para intervenir los correos electrónicos de los negociadores del Gobierno y desprestigiar el proceso de paz. Por comparación, lo demás parece tolerable: el bulo propagado por la cadena de radio uribista, según el cual Mario Vargas Llosa había condenado públicamente el proceso de paz (Vargas Llosa tuvo que desmentirlo); o los rumores de que el Gobierno está negociando el modelo de Estado, planeando abolir la propiedad privada o pagando un sueldo a los guerrilleros. Nada de eso es verdad; nada de eso es deseable, ni lo desea la mayoría de los que apoyamos el proceso.


Ha sido un espectáculo bochornoso, pero al cual parecemos acostumbrarnos. Hace dos años, Uribe publicaba en Twitter las 52 capitulaciones en que habría incurrido el equipo negociador del gobierno: todas las formas en que le habría “entregado el país” a la guerrilla. El portal lasillavacia.com, cuyo periodismo no ha abandonado la cordura y el buen oficio en medio de la borrasca de la desinformación, publicó un artículo en que desmenuzaba las acusaciones, las analizaba con rigor y llegaba a la siguiente conclusión espeluznante: de las 52, solo cuatro eran verdaderas de manera inapelable. El jefe del equipo negociador, Humberto de la Calle, tuvo que pedirle a la oposición que no dijera mentiras: las críticas al proceso de paz, dijo, eran bienvenidas, pero debían “corresponder a la verdad”. Y no era así: cualquiera que tuviera la paciencia de leer los documentos que los negociadores habían publicado se hubiera podido dar cuenta de ello. Pues bien, la cosa sigue igual dos años después. Las mentiras han calado en un electorado temeroso, han cobrado vida propia y hoy sobreviven a pesar de las pruebas en contrario que da el equipo negociador (por no hablar del sentido común) cotidianamente. La única diferencia entre una mentira y un gato, nos dejó dicho Mark Twain, es que el gato tiene solo siete vidas.
Pensando en eso, hace unas semanas entrevisté a Humberto de la Calle. Quería que me explicara las acusaciones que ha recibido el proceso. Hablamos, por ejemplo, de la impunidad que es esgrimida como principal objeción al proceso de paz. Entre todas, esta es la que responde a una inquietud más profunda y más emocional: en su medio siglo de existencia, las FARC han causado tanto dolor y tanto sufrimiento que a los colombianos les cuesta entender que no vayan a estar tras las rejas. Pero eso no significa impunidad, me explicó De la Calle, pues la amnistía solo se dará para quienes confiesen sus delitos y contribuyan con la reparación patrimonial a las víctimas: los demás irán a la cárcel. En cuanto a los delitos más graves, no habrá amnistía de ningún tipo. “Déjeme que lo diga bien claro”, me dijo De la Calle. “Esto es inédito. Una conversación sobre un conflicto en la cual una guerrilla dice que sí, que los responsables de crímenes internacionales deben responder, así sea a través de justicia transicional… eso es único”. De esa conversación de tres horas salió una conclusión sencilla: la única solución es decir la verdad, aunque la gente se tape las orejas.

La amnistía sólo se dará para quienes confiesen sus delitos y reparen a las víctimas

Sea como sea, los colombianos nos enfrentamos a la oportunidad irrepetible de cerrar un largo capítulo de violencia que nos ha marcado a todos: son pocos los adultos que recuerdan los tiempos remotos en que no nos estábamos matando. Nos hemos acostumbrado al conflicto; y esa costumbre ha producido una situación viciosa en que a muchos les parece mejor la certidumbre de la guerra —con sus reglas claras y sus riesgos predecibles, con muertos que pondrán otros, con sus rutinas de odio y sus enemigos bien definidos— que la incertidumbre de la paz. La decisión que ahora se nos viene encima exigirá de nosotros, los ciudadanos, responsabilidades inéditas. La principal, quizás, será paradójicamente la más sencilla: la de informarnos bien. Para eso habrá que buscar, en la maraña de la demagogia de la derecha y de los populismos de izquierda, los recursos más bien escasos de la verdad, la sensatez y la magnanimidad. Yo, por lo pronto, espero que estemos a la altura del momento