Ensayo de Juan Cruz. El gran cronista español narra su reciente viaje a Israel y las tensiones de un país “donde todo son amenazas, de los buenos y de los malos”. Allí acompañó a Mario Vargas Llosa, invitado a conocer y escribir sobre la penosa situación de los palestinos
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El escritor peruano aceptó la invitación de una ONG para conocer la situación de los palestinos y la actuación del gobierno de Israel contra la ley internacional y los derechos humanos./revista Ñ |
Jerusalén, interior noche. Una cama grande, sábanas blancas, suena el calor motorizado de las calderas. Hace sol hasta de noche en Jerusalén. Tengo un sueño nítido, que se va haciendo cada vez más real, hasta que se entrecorta y luego se acaba el sueño. Tengo 26 años en la verdad del sueño, pero en ese momento en que el sueño termina y soy yo de veras, con este pelo blanco, con el arco senil en mis ojos, tengo mi edad de ahora, 67 años. Me despierto, sudo de veras, ya no es el sudor de la pesadilla. En este momento la noche no me ayuda a saber dónde estoy.
Es de noche cerrada y esto es Jerusalén. Me vienen ecos de otro tiempo en este mismo lugar, Jerusalén, tan tensa, tan triste, una conversación continua en un idioma que desconozco, estoy tan perdido como en Asuán, allí árabe, aquí hebreo; las calles están tomadas por guardias de asalto, judíos con trenza, el Muro de las Lamentaciones, un quejido como de flamenco por los altavoces árabes, la circunspección de los devotos del judaísmo, las trenzas, los tirabuzones, siento miedo, la vida conspira contra mis pies en el sueño, la vida conspira contra los pies de la gente que me acompaña en la pesadilla. En la realidad de este recuerdo lejano de aquel Jerusalén de la primera vez, mujeres circunspectas, niños pecosos, soldados que son muchachos asombrados de la metralla que abrazan. De pronto, entre el silencio y la noche, lo que vienen son imágenes nítidas de otro tiempo.
Ahora no se oye nada, estoy dentro de una habitación, acabo de tener un sueño. El sueño se queda pegado a mi memoria y lo escribo, veloz, en un papel que es a la vez un posavasos. Este lado de la cama está sudado y sucio, como si fuera un papel del bar en el que se desarrolló el sueño. Quiero un bocadillo de chorizo, dije desde la puerta. “Pero ese hombre no puede andar, que alguien le ayude”, dice el camarero desde la barra, lleva un trapo sucio en la mano, se limpia en el delantal, sigue limpiando de la superficie del mostrador la masa aceitosa que han dejado los bocadillos de tortilla, los calamares fritos, los bocadillos de calamares. Ese es el olor del sueño, el aceite requemado, desparramado sin control sobre el mostrador sucio.
Abro la cortina, como si temiera un abismo en la noche cerrada, no hay ni luz afuera. En un rato he de salir a la calle, me espera Jerusalén triste de la mañana, solitario, una voz al fondo de un abismo en el que se oye el eco de miles de años. Jerusalén parece el nombre propio de una persona. Dentro del silencio está el resplandor del pasado, como una estrella que se rompe para darte energía o una bala.
La supernova se rompe así, como en el sueño, y se desperdiga por el cielo infinito. Millones de estrellas enviando mensajes a la tierra. Ahí arriba están, compitiendo, desde hace millones de años, tan viejas como el primer ruido del tiempo. El sol se acabará en cinco mil millones de años, pienso mientras se ilumina la mesa de noche, y esa fecha que es tan lejana de pronto me produce la sensación de que será mañana mismo. No habrá ni periódicos, me digo a mí mismo, sonriendo mientras me dirijo a este ordenador y escribo las palabras “No Infinito”.
Hay pulgas en la cama; hace años que no siento esa sensación que se produce cuando una habitación se llena de insectos, reales o no; esta vez las pulgas son reales, se ve cómo saltan, dominan la escena cuando me despierto, en fila, acostumbradas a la sábana blanca. Pulgas por todas partes; nadie me lo advirtió, no tengo medicamentos ni veneno para ahuyentarlas. Saltan y brincan, son crueles, como los chicos del barrio; mientras las ahuyento me acuerdo de mi amigo Mario, en la foto de los suecos de nuestra infancia, con una mosca en la comisura de los labios; mi madre llega con su mano y se la quita. “Una foto con mosca es horrible, Mario”, le dice, y le acaricia el pelo. Mario frunce la boca. Así sale en la foto, a unos metros de nosotros, como si no fuera de nuestra familia. No lo es.
Acabo de despertar solo en una cama grande de un hotel palestino en Jerusalén. En la cocina un palestino serio prepara yogur. Es lo primero que pone en el bufé del que vamos a alimentarnos.
En la foto de los suecos salió Mario, en una esquina, abajo, con la mosca en la boca. En el sueño apareció esa foto, yo era un niño juntando las manos. Esa fue la foto de nuestra infancia, y Mario está en una esquina; algún tiempo después se fue de la vida también, lo mató una rueda de fuego. Entonces para mí era un misterio la palabra muerte . Ahora también.
Yo había llevado la mecha, Mario la metió en los tubos de cartón, alguien ensambló la rueda, animada de colores, y cuando empezó a rodar se rompió el mecanismo. La muerte es un misterio, como la luz.
La mesa está llena de libros y de papeles, el ordenador está abierto por esta página. Las letras son pulgas en la noche, en cierto modo; me da miedo la página, me da miedo la luz, en la oscuridad no se ven los insectos. Es de noche y tengo miedo. El miedo está en la calle, también; esos mosquetones, los jóvenes militares, los jóvenes policías, la vigilancia y el miedo están también en sus ojos.
La desconfianza es una razón de vida en Jerusalén. Todo son amenazas, de los buenos y de los malos; un país que vive bajo esa zozobra se guarda de todos y también de sí mismo, una solidaridad herida que a su vez marca con sus heridas al otro, al diferente, al enemigo. La palabra enemigo es aquí de cristal, una bomba que se parte en pedazos sin preguntarte antes de qué va la enemistad. La bondad está suspendida de un hilo, cualquier sonido parece violento, a la gente le asusta que la saludes por la calle; la seguridad, la palabraseguridad , es como un salvoconducto de los que sospechan, y sospechan todos, unos y otros, ese bello idioma gutural que termina en un fusil o en la sangre se oye en las calles y en la radio como si estuviera recitando un poema épico.
Un verso oscuro y escondido que escucho recitar mientras suena el muecín o cuando oigo pasar a los hebreos con trenzas. Todos dispuestos a morir o matar, es la costumbre. A veces pregunto qué significan los sonidos que vienen de esos signos misteriosos, esas líneas paralelas que hacen que todas las palabras escritas parezcan venir del mismo dibujo. O qué dicen esas palabras que son justamente arabescos que son parte de los carteles que nos acercan o nos alejan de la ciudad de Jerusalén.
Un país suspicaz que ve enemigos hasta en el cielo de los niños.
Los ojos de un país extraviado hacia la historia milenaria, buscando un sitio para ellos solos, dándose codazos con el mundo para impedir que otros entren en sus santos lugares. Israel, tan solo, tan admirablemente solo, tan violentamente oscurecido por el odio que cayó sobre su historia por culpa de la ignominia del siglo XX y de tantos siglos que en el siglo XX se hizo concreta y ceniza. La muerte, la muerte por decreto; ellos no se han podido zafar de esa experiencia, aún vive en ellos, aunque ya murieron todos los que sufrieron esa persecución, tal saña. Pero no han podido reescribir el futuro, tan lleno, tan oscurecido, de pasado.
Ahora se defiende este país matando hasta las musarañas de la noche. Defendiéndose de una pesadilla que no es un elefante sino una pulga. El país triste en una tierra verde que pudo haber sido feliz; demasiada historia para sobrevivirla.
Veo en los ojos esa soledad, la multitud judía sola, en sus bares y sinagogas. En su soledad silenciosa, o su sonido multiplicado ante el valladar de las lamentaciones.Sobre eso escucho todos los días cientos de peroratas. La gente está cansada de guardarse del otro, pero así están, guardándose, no hay compasión ni hacia dentro ni hacia fuera. Es una lucha mortal, el país más armado de la tierra. Tan chico y tan defendido, como si estuviera (eso decía mi madre de los hombres amenazados) dentro de una redoma de aire. Aquí la redoma es de hierro, suena así cuando la tocas, una puerta hueca y blindada, una frontera en cada mano. Una pistola, un mosquetón, un niño que lo maneja asustado, un judío de cualquier idioma defendiendo el idioma común contra amenazas que también son ficción o miedo.
En los ojos del escritor David Grossman veo bondad; sin embargo, como si el dolor lo hubiera cicatrizado y a la vez desnudado, ha vuelto a ser el niño que fue. Es tan flaco, tan justo; un hombre justo que quiere serlo hasta en el tono de voz, tan respetuoso, sus manos juntas haciendo equilibrios para explicarte los misterios del país en el que nació. A todas estas personas acosadas por el miedo la infancia les manda una postal, ellos se abrazan a ese recuerdo y miran como si tú llevaras contigo una ventana que se va a abrir para que ellos vean paisajes felices.
A David (su padre lo llamaba Davide) le mataron a un hijo en esta guerra eterna; lo mató un palestino, seguramente, mientras él escribía La vida entera . El forma parte de los que quieren que la convivencia empiece finalmente, que no haya más hijos, hermanos o diferentes muertos por esta crueldad fabricada por el odio entre los hombres.
Cuando caminamos por el césped el silencio parece juntar sus palabras en mi memoria.
Ante ese césped hermoso le digo: –¿Y si este fuera un territorio feliz además de bello?
Ver sonreír a David Grossman es como despertarse bien.
Luego cenamos con el escritor Amos Oz, Mario Vargas Llosa, con Gideon Levy, con Yehuda, el exsoldado que es la figura más pública de Breaking the Silence . Yehuda es el líder de esta ONG creada para acabar con el silencio tras el que se esconde la barbarie cometida durante decenios por los israelíes en los territorios ocupados, donde los palestinos viven como si fueran lo más bajo de la raza humana.
Yehuda vivió esa experiencia como militar; desde hace doce años quiere explicarle al mundo (y a Vargas Llosa, y a muchos escritores más) en qué consiste esa discriminación activa que Israel practica contra los palestinos cuyos territorios ocupan en contra de lo que quieren sus amigos y sus enemigos. Vargas Llosa los llama los justos . Lo son, ni rencor ni resentimiento vi en sus gestos; un día (es decir, ya) los perseguirán, pero la historia sabrá que es contra la razón que los persiguen en su propio país, al cual defienden como si ellos fueran una trinchera del alma.
No es que ocupen los territorios de los palestinos tan solo, es que los humillan hasta meterlos en el rincón de la historia, un basurero del que a veces salen los niños y los hombres con una navaja en la mano. Tiene sonido y olor esa ocupación; el sonido del desierto, el olor de la basura acumulada en los barrios que Israel deja que se pudran; las mujeres, los niños, los viejos, los hombres exhibiendo el miedo que el tiempo ha transformado en un rencor húmedo, en el odio sin fin que ahora habita en las miradas de esta tierra. La pobreza como un modo de discriminación; hay lugares palestinos donde el camión de la basura no entró desde hace sesenta años. Vi una cabra, recién nacida, muerta en uno de los pueblos pobres, y nunca se me va de la memoria ese retrato simple de la tristeza, como si aquellos colores opacos del animal fueran la imagen que me llevé del desamparo.
¿Una solución? “Es más fácil que se hiele el sol”, me dijo un joven judío que enseña allí inglés a los niños palestinos.Ese silencio denso es el que hay que romper, eso quiereBreaking the Silence , y eso no quiere Israel. No existe nada más allá del muro de Sharon, por eso se creó, para que Israel viva ajeno al grito que hay más allá. “Lo raro es que no sea más violento”, dice alguien debajo de la palabra Peace escrita en caracteres legibles en torno a un olivo en Hebrón, la ciudad fantasma patrullada por adolescentes que reconocen a Vargas Llosa y a Gideon Levy, el periodista israelí que le acompaña.
Estoy aquí, despierto tan temprano en Jerusalén, para acompañar a Mario Vargas Llosa en esta pesquisa en la que él se ha comprometido; cuando he contado en Madrid a mis amigos que saben que voy a Jerusalén, que es Vargas Llosa el que lo va a hacer, muchos me preguntaron por qué este escritor tan improbable asume esta tarea que a Israel no le va a gustar. El es un amigo de Israel, en efecto, pero ha recibido la llamada de Yehuda, y Yehuda tampoco es un enemigo de Israel. Es un sionista de corazón que no está de acuerdo con lo que su país hace en los territorios ocupados y que desde hace una docena de años quiere que el Nobel dé su testimonio de este apartheid que el Gobierno de Israel practica contra la ley internacional y contra los sentimientos y los derechos humanos. Y el Nobel ha hecho viajes así a Afganistán, al Congo, a Irak…, es un hombre comprometido que siempre ha luchado en estas guerras en las que lo humano, como en Albert Camus, es más decisivo que la ley (o la arbitrariedad) de los hombres y ha luchado con la palabra contra ignominias como esta, y esta vez, además, se emplea tan a fondo en la búsqueda de datos para su trabajo que los periodistas que vamos con él sentimos envidia de su energía y, después, de su agilidad para contar ese asunto tan duro, con una sencillez que se parece a la de Yehuda explicándole los mapas de la ocupación.
Vargas Llosa llamó a su serie de reportajes, que publicó en el diario español El País , “Estragos de la ocupación”. Esos estragos están en los rostros de los palestinos a los que visitamos. Nosotros los vimos. Yehuda miraba desde el fondo, en el contraluz del desierto, de aquellas cabañas de tela, como si amparara con su cuerpo grande el derecho de hablar de los avasallados. A nosotros también nos daba confort esa mirada de Yehuda, como si fuera a la vez un luchador y un niño que quisiera compartir el presente de la ocupación con quienes la sufren, como si en ese instante estuviera borrando lo que pasó antes, cuando él mismo obedecía las órdenes que ahora aborrece. Está ahí, también, para protegernos a nosotros en esta excursión peligrosa, para el Nobel, para los demás: cualquier movimiento en falso podía llevarnos al abismo, porque los militares y los policías del Estado de Israel merodeaban como vigilantes desconfiados, enviados por dirigentes aún más desconfiados de un país que no ha sido capaz nunca de borrar las heridas del pasado y que aquí de algún modo lo perpetua en la humillación de otros.
Yehuda es grande, tiene el pelo al rape, con grandes entradas, y se lo acaricia para pensar; lleva siempre una mochila oscura donde porta documentos, mapas; se sabe el terreno de las ocupaciones, del muro continuo que mandó edificar Ariel Sharon, se sabe la historia y se sabe lo que hacen ahora sus compañeros militares en Hebrón, donde sirvió, porque él mismo lo hizo. El no reniega de la patria que buscaron los judíos; reniega de lo que su gobierno les manda hacer a los soldados en nombre de la patria. A veces Yehuda acaricia a los niños palestinos en el pelo, como si se estuviera acariciando el suyo. Es aún como un militar disciplinado y riguroso, sólo habla de lo que le importa a su misión en Israel y en la Historia; su disciplina es su divisa y su obligación es moral, ni militar ni patriótica, es humana. El es un patriota, por eso lo hace. Tiene 32 años, pero parece que el tiempo se le ha multiplicado en la expresión, en el cuerpo, incluso en su verbo; maduro como un militar viejo que hubiera librado una guerra y no quisiera más. Maneja al Nobel con enorme destreza; nunca vi a Vargas Llosa tan sumiso a las órdenes del jefe de una expedición, como si el escritor peruano volviera, de algún modo, al colegio militar Leoncio Prado y reconociera en Yehuda una jerarquía ante la que presentarse en posición de firmes. Una vez llegó tarde Yehuda a una cita de madrugada, pero Vargas Llosa ya estaba allí, con su libreta verde, dispuesto a una excursión que nos iba a sobrecoger. Porque no hay noticias en el mundo sobre esta violencia silenciada, este sutil y brutal desprecio del individuo que no es de tu raza ni de tu gusto. Cárceles y juicios para muchachos que son acusados de pensar que quizá algún día iban a usar una navaja para agredir al colono. O acusados de haber mirado mal a un guardia en la calle.
Pues un día llegó tarde Yehuda, se había dormido, el lado humano del militar que lleva adentro. Lo sustituyó su compañero Moriel, un joven algo pelirrojo que objetó contra el servicio militar y fue encarcelado por ello. Sabe español, lo aprendió en Guatemala, tiene 26 años y ahora escribe una novela que parte de una metáfora de Philip Roth en la que aparecen pájaros fugitivos y tristes. Ahora trabaja en Breaking the Silence , ayudando (sonriendo, explicando) a acabar con ese silencio que en el resto del mundo debería sonar como la esencia de la metralla. Pero el mundo recibe ese ruido en silencio, porque lo que se conocen son las intifadas y las matanzas, pero se ignoran adrede las condiciones en las que viven tristes los palestinos que no son dueños ni del aire que respiran. La humillación no suena, es el silencio al que han condenado en el mundo a estos ciudadanos sin sitio que no aparecen en las noticias y sufren el olor de la miseria desde hace más de medio siglo.
No son ni las cinco de la madrugada, los relojes están parados en esta ciudad intensa, una urbe nerviosa y condolida. Unos kamikazes palestinos acaban de matar a dos judíos en Tel Aviv, con navajas. Estamos a punto de ir hacia los pueblos palestinos ocupados, soy un periodista, siempre soy un periodista, y ahora estoy en la ciudad más nerviosa o más tensa, quizá, del planeta. Mis sueños tienen muchas veces el nombre del periodismo; este oficio va en mis pies, ocupa mi cerebro, conduce mis sensaciones, no soy de otra materia. Si duermo me despierta el periodismo y si decaigo el periodismo me pone otra vez a trabajar; el periodismo es la alegría y también un suspiro mortal, una despedida. El oficio invencible. Para mí también es el oficio inevitable.
Estoy en Jerusalén y estoy vivo, me mantiene alerta el periodismo; me pincho con las agujas, pero el periodismo me quita el dolor, como si fuera la obligación de respirar, así se comporta el periodismo. Es, por decirlo así, una urgencia infantil, una pasión, el trabajo de un coleccionista de verbos que ahora viene a recolectarlos en Jerusalén. Siempre parece que cumplo el último encargo sobre la tierra; pero esta vez he venido a cumplir el encargo por otro: quien va a hacer el reportaje es uno de los grandes periodistas de nuestro tiempo, que también es premio Nobel. “Soy Mario Vargas Llosa, periodista; también escribo libros”, le dijo a un colono; no quería entrar de otra forma, el colono asintió con la cabeza como diciéndolo, “No, si ya te conozco”. El sacó su libreta verde, su bolígrafo Montblanc, y se puso a preguntar; el hombre aquel, alto, fornido, puso dátiles enormes sobre la mesa y yo los fui comiendo como si no hubiera miradas sobre mis dedos, pero tenía hambre. Ante mí el desierto, pero más acá, debajo de la ventana del colono, un prado verde. En la conciencia de lo que sabíamos, las estadísticas: por cada litro de agua que tiene un palestino en las laderas desérticas, un israelí tiene seis u ocho. Palestina se muere de sed; su inanición es una forma de controlarla, de ponerla al otro lado, de destruirla poco a poco.
Pero aún no estamos ahí; yo me despierto del sueño, me he duchado, ahora estoy mejor, las pulgas se han agotado, y bajo a desayunar. Afuera nos espera una jornada intensa; vamos a ver antes que nada una estación de control, un c heck point ; de madrugada los hombres saltan, simbólicamente, una de las vallas de acero que separan lo judío de lo árabe. Hay un enorme muro de cemento, el muro de Ariel Sharon. La ciudad vallada hasta sus confines; los judíos no ven a los árabes, pero los necesitan, los llaman a trabajar en sus negocios y en sus casas. Han de pasar por este checkpoint entre otros.
Miro sus caras, desmejorados y tristes; su madrugada no es como nuestras madrugadas; ellos habrán dormido dos, tres, cuatro horas, y se despertarán sabiendo que les espera este porvenir de sonidos férreos, como puños encadenados. Allí está Vargas Llosa, con una gorra que le aliviará del sol más tarde, ahora es la madrugada, hablando con una señora menuda, de pelo blanquísimo. El Nobel se me acerca y me dice: “¿Has visto qué energía la viejita? ¡Y tiene ochenta años!”. Lo miré con naturalidad y le dice. “Pues como tú, ochenta años como tú”. El rió y me dijo: “Cabrón”. Antes, cuando lo encontré para desayunar, en medio del estupor silencioso de la madrugada en Jerusalén, me confesó que en su cama también hubo pulgas. Le estaban cambiando el colchón, las sábanas; entre divertido y adolescente, el Nobel de madrugada parecía un reportero celoso de su libreta y de su lápiz, la esencia material de su trabajo. Llevaba también una gorra, su uniforme hasta de madrugada. Luego él tomó yogur y yo tomé sandía. Las sandías grandes de los campos que circundan Jerusalén.
Pero aun estamos aquí, falta Yehuda, se ha dormido. Aquí estoy, con mi libreta y mi lápiz, aguardo una señal para partir. Ahí está, desayunado, Mario Vargas Llosa, un equipo de televisión, la oscuridad de la sala, un desayuno frugal, el silencio enorme de las mañanas. Es así todos los días, salimos muy temprano, enfilamos las carreteras de los israelíes, los muros que los blindan de las miradas palestinas, y cuando salimos de ese circuito de hierro tenemos que identificarnos. En el este de la ciudad no se oye un ruido, pero en muchos lugares de Jerusalén, en esos territorios proscritos, hombres, mujeres, ancianos, niños, se aprestan a cruzar de un lado al otro del mundo, como si saltaran en el vacío; en medio se van a encontrar mosquetones que los interrogan, salas de espera tétricas como cárceles viejas, suenan portalones, puertas giratorias de hierro macizo. En todas las caras voy a ver desafío y tristeza, cansancio, siete días a la semana de los siete días sometidos a la misma inspección, a similares negativas. El mosquetón al hombro, muchachos judíos entrenados para decir No. Aún no he salido, ya me esperan abajo, yo acabo de despertar, tengo aún el sueño en el que soy un periodista que trata de entrar en una redacción, la de El País , y tengo ante mí, en la historia personal, en el recuerdo ficticio del sueño, la misma sensación que siento cuando voy a escribir un reportaje, una entrevista, una crónica: no podré, no podré. Ah, ya encontré la libretita. Este es el lápiz.