28.3.09

Hacia los tenebrosos manantiales



LA NOVELA MÁS INTENSA QUE HE leído en mi vida se llama Luz de Agosto, de William Faulkner.

Por: William Ospina

Al comienzo, una muchacha va recorriendo el sur de los Estados Unidos, persiguiendo al padre del hijo que crece en su vientre. La trama no parece tener que ver con ella, pero termina con esa misma muchacha, cuando sale del pueblo donde ha dado a luz a su hijo.

Faulkner tiene fama de ser un autor difícil. Y si juzgo por otros de sus libros tengo que admitir que es así. Pero Luz de Agosto, una novela abigarrada, tensa, bella y dolorosa, que salta sin cesar de la realidad exterior a las penumbras del alma, de la confusión de los hechos presentes a los laberintos del pasado, de los bosques de la realidad a los bosques de la memoria, es una novela que leí de un tirón, casi sin concederme tiempo para nada más. Y sus episodios y sus personajes siguen vivos en mi memoria.

Uno sólo recuerda con minuciosidad los hechos cuando la atención ha estado fija en ellos de un modo extraordinario. Accidentes, peleas, amores, conflictos históricos, conversaciones sorprendentes. De Luz de Agosto yo creo recordarlo casi todo: el viaje de Lena Grove en piadosas carretas por Alabama o Mississippi; su llegada a Jefferson, ese pueblo tendido junto a un bosque del que se alza una humareda que parece casual; la fuga del hombre anodino al que ella va buscando; la detallada historia del mulato Joe Christmas, a quien abominan por igual blancos y negros porque es símbolo de un pecado: el amor entre razas que se odian; la vida de un pastor retirado de su iglesia que pasa los días esperando algo indefinible; la historia del tímido Byron Bunch en los aserraderos, el hombre que siempre teme hacer daño a los otros.

Luz de Agosto tiene la densidad ineluctable de algunos sueños y de muchas pesadillas. Es una buena prueba de la habilidad del arte para ser más real que la realidad. Y es tan fuerte el recuerdo de esa lectura de hace veinte años, que logro recordar, por contagio, cómo eran mis días, qué pasaba en aquellas jornadas. Siempre me pregunté cómo vivía Faulkner cuando escribió la novela.

Años después tuve la oportunidad de conocer la ciudad de Oxford, cerca al delta del Mississippi. Allí visité la vieja casa de Faulkner y su tumba en un cementerio cercano. Recuerdo la inscripción en la lápida: “Amado, ve con Dios”, y allí supe que los jóvenes estudiantes de la Universidad suelen terminar sus fiestas nocturnas visitando la tumba y vertiendo sobre ella baratas botellas de whisky.

Porque Faulkner fue un gran bebedor. Cuando le contaron que había ganado el Premio Nobel, se encerró a beber por días enteros, no para celebrar sino para tratar de esquivar ese compromiso. Por supuesto que dijo que no podía ir a la ceremonia: Suecia quedaba demasiado lejos. Y por supuesto que fue un largo trabajo convencerlo de hacer ese viaje. Faulkner detestaba la vida pública. Suele recordarse que, probablemente como consecuencia de esa medalla nórdica, un día recibió una invitación para ir a comer a la Casa Blanca, con el presidente John Kennedy y su esposa Jacqueline. En su carta de negativa les dijo que agradecía la invitación, pero que estaba ya muy viejo para cenar con desconocidos.

Investigando un poco, me enteré de que Faulkner escribió Luz de Agosto en sólo tres o cuatro meses, en 1932, en las pausas que le dejaba el alcohol. Me sorprendió que una novela tan vigorosa y tan lúcida, llena de destellos de genialidad, tan persistente en la exploración de los misterios de la conducta, tan sostenida en el ritmo de su prosa y en la tensión de sus intrigas, no fuera fruto de una férrea disciplina sino de un estado mental cercano al desvarío. Concluí que Faulkner la había escrito bajo lo que llamaría Hölderlin “el desorden de un divino delirio”, y me sorprendió más aún la capacidad de penetración en los arcanos de la realidad que puede lograr un artista a punta de intuición, de vértigo, de inspiración y del “desorden de los sentidos” de que hablaba Rimbaud. Este había sido verdaderamente un vuelo en la oscuridad, un rapto de iluminación, un descenso a los maelstrom de la historia, una visita al oscuro demonio de los linchamientos y las guerras raciales, de la intolerancia religiosa y las repulsiones sociales, un remontar los ríos de la conducta hacia los tenebrosos manantiales.

Pero esta semana me llama de Cali mi amigo Édgard Collazos. Me cuenta que está leyendo un ensayo de un autor sajón sobre Luz de Agosto, y descubriendo las complejísimas fuentes literarias y mitológicas de la novela: todo lo que le debe la trama a los mitos griegos y a la tradición bíblica; cómo no parece haber en la novela una sola circunstancia casual, fruto de la mera experiencia personal de Faulkner o de su mera imaginación, sino que todo responde a hondas y densas tradiciones culturales. Al lado de esto que ahora nos revelan, la relación del Ulises de Joyce con la Odisea homérica no es más que una analogía tímida y un juego de simetrías.

Yo siempre estoy preparado para no creer en esos rastreos eruditos: los críticos suelen ver en las obras lo que sus autores no vieron jamás. Pero en cuanto empecé a escuchar las razones del ensayista, comprendí que aún estoy lleno de preguntas sobre esta novela, preguntas que mi propia lectura no me ha permitido responder.

La primera vez, uno puede disfrutar de Luz de Agosto como de una apasionante y turbulenta novela de aventuras. O como un sondeo profundo en el alma humana y en los misterios de la conducta. Pero es posible que muchos secretos de nuestra civilización estén condensados allí. Ya va siendo hora de empezar a leerla de nuevo.


elespectador.com

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