7.3.09

Cómo hablar de libros que uno no ha leído



Por: Julio César Londoño

MI OFICIO ME OBLIGA A REUNIRME con frecuencia con esos ratones de biblioteca que nos ponen en apuros con sus interrogatorios.
¿Ya leíste el último libro de Bloom? Claro, podemos decir que no lo hemos leído y el mundo sigue girando, pero como los ratones citan siete títulos por minuto, no podemos estar diciendo no-no-no-no porque entonces dejan de invitarnos a los festivales y a las ferias del libro del mundo.

La última vergüenza la pasé hace poco, cuando mi editor me preguntó si había leído a Ortega y Gasset y contesté muy orondo que no, que yo no había leído a ninguno de los dos. Jamás olvidaré la honda conmiseración que advertí en sus ojos.

Por esto me cayó como pedrada en ojo tuerto el manual Cómo hablar de libros que uno no ha leído, del francés Pierre Bayard. Sus recomendaciones son oro puro.

En la primera parte del manual vienen los “Consejos para lectores parcos”. Por ejemplo, a la pregunta ¿leíste ya el libro X?, se puede responder simplemente “sí”, y a la pregunta ¿qué tal te pareció?, podemos salir del paso con un “es bueno” y ya. ¿Quién dijo que debemos improvisar un ensayo a la menor provocación? “Es bueno” es una oración con sentido completo, y nadie tiene por que pedir más, así como nadie espera que le vaciemos íntegra nuestra historia clínica cuando nos pregunta ¿cómo estás? Todo estriba, pues, en conservar intacta la presencia de ánimo y hablar poco. Lo más probable es que el interrogador ya haya leído el libro y esté ansioso por comentárnoslo, de modo que sólo hay que armarse de paciencia y escucharlo, o fingir que lo hacemos, rol que consiste en mirarlo fijamente a los ojos y pensar en otra cosa.

En la segunda parte vienen los “Consejos para lectores soberbios”. Ahí está La técnica del calamar (capítulo 7), útil cuando el interrogador se pone pesado: ¿Por qué te pareció bueno? Aquí sí, lamento decirlo, es necesario conocer a fondo siquiera un autor. Cualquiera. Digamos el escritor Z. Esto nos permitirá decir algo gaseoso sobre el libro X, desviar sutilmente la conversación, asestarle al necio un discurso denso sobre Z y huir dejándolo sumido en una nube de tinta. Ejemplo: Sí, claro, lo leí, es interesante pero no pude evitar compararlo con los libros de Fonseca… X carece de esa feliz combinación de bondad y cinismo del brasileño, de esa fluidez vertiginosa que pasa de lo policiaco a lo erótico y de lo erótico a lo literario sin solución de continuidad…, etc.

La salida del erudito (capítulo 9) es intimidante y corta por lo sano el interrogatorio: ¿Shakespeare? “No, por favor, la retórica isabelina me deprime… bueno, si exceptuamos el verso piano de Marlowe, claro…”. ¿Agatha Christie? “Tampoco: todas sus novelas tienen serios problemas estructurales”. ¿La correspondencia de Capote? “¡No! —hay que gritarlo con un punto de asco—. No pude pasar de la primera página. La traducción es desastrosa. ¡Qué horror!” Ante una respuesta así, el interrogador, un buen hombre que tal vez quería comentar algunos chismes del libro, sólo hablará del clima o de la guerrilla. Pero si insistiera en hablar de traducciones, explíquele que, como nadie ignora, en español el único traductor aceptable de Capote (subraye sin énfasis el adjetivo) es Joaquín Micolta (o Pedro Cuadros, no importa, nadie sabe los nombres de los traductores) y cierre el tema con otro comentario pedante: “Que porquería de whisky, amigo… ¿quiere repetirme su nombre?”

Cómo hablar de libros que uno no ha leído es, amén de divertido, un texto que contiene agudas observaciones sobre crítica literaria. Bueno, eso fue lo que escuché… yo no he podido leerlo… la traducción es ilegible. Además esta cosa de las columnas no deja materialmente tiempo de nada.

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