Muchos esfuerzos se han hecho por la promoción de la lectura en Colombia; decenas de mujeres y hombres viajan a lomo de mula, en lancha o en buses a bibliotecas apartadas de nuestra geografía para hacer crecer los trabajos en lectura y escritura. Pero quizá el reto sea más grande hoy y las bibliotecas estén llamadas a ser las protagonistas de la sostenibilidad de la paz que viene
Rodrigo Londoño, Jefe de las FARC, al momento de la refirma del Acuerdo Final de Paz./revistaarcadia.com |
Pocos países en América Latina tienen una red tan activa de bibliotecas públicas como Colombia. Aunque hay algunos con avances significativos en tecnología, servicios o planes de fomento a la lectura, como Chile y México, el nuestro hoy es ejemplo de un sistema de acceso bibliotecario y cobertura que envidiaría cualquier sociedad.
El Plan Nacional de Lectura y Bibliotecas ha sido promovido sostenidamente con la puesta en marcha de la campaña Colombia Crece Leyendo, en 2001, primero; y luego el propio PNLB en el que se invirtieron 160.000 millones de pesos para dotar o construir nuevas bibliotecas en al menos 300 municipios que carecían de ellas (de 2003 a 2010). Otros 108.023 millones se invirtieron en los recientes seis años. Son unas 1.424 bibliotecas públicas las que integran en la actualidad la red nacional en una relación de uno a uno con los municipios existentes, si bien algunos disponen de un número mayor y articulado, con estándares de tecnología, conectividad y dotaciones bibliográficas que buscan garantizar acceso a contenidos universales, pero también particulares a los intereses de cada región o grupo social en el que proveen servicios.
Es cierto que muchas de ellas atraviesan las penurias propias de una nación en guerra, corrupta y llena de trapisondas politiqueras, en donde las administraciones locales no asumen con seriedad el papel que tienen las bibliotecas en la construcción de una sociedad más equitativa y luchan por tener planes a largo plazo, o contra la remoción amañada que no pocos alcaldes y gobernadores hacen del personal bibliotecario luego de que este ha sido larga y juiciosamente formado para esta actividad. Ni son ajenas a amenazas plausibles: en 2010, apenas seis meses después de expedida la Ley 1379 (de bibliotecas y lectura), con otra ley el Congreso les quitó –porque sí– los recursos de lo que entonces era el IVA a la telefonía celular (hoy impuesto al consumo), una fuente insustituible que marcaba la frontera entre la existencia de las bibliotecas o su “erradicación”. Un fallo de constitucionalidad promovido por un ciudadano logró que esta financiación retornara y, posteriormente, la juiciosa gestión del Ministerio de Cultura permitió la devolución de sumas dejadas de recibir, así como la consolidación hasta hoy de ingresos por unos 25.000 millones anuales. Pero hay temor de que la situación se repita en la reforma tributaria en curso: el ministro David Luna anda promoviendo que no se graven los datos celulares y, se dice, que hasta desgravar el consumo por límites de precio (si se hace así, en vez de comprar un plan de 100.000 pesos la misma persona compraría 5 de 20.000 para no pagar impuesto), lo que significaría condenar a muerte el servicio bibliotecario, que habla de reconciliación y superación de brechas sociales desde la lectura.
Por otra parte, el proyecto de reforma contempla un IVA del 5% al libro, lo que afectaría no solo las compras de libros para la ciudadanía, sino las propias adquisiciones públicas de dotaciones para la red. Al parecer la DIAN se ha comprometido ya a revisar este que sería un terrible golpe, pero hay que estar encima.
La política de impulso a las bibliotecas debe ser entonces una prioridad intersectorial: así trató de sentarlo la propia ley de 2010 y la agenda gubernamental, asignándoles responsabilidades no solo al Ministerio de Cultura, sino a las administraciones territoriales (con recursos propios y de la estampilla Procultura); al Ministerio de Tecnologías de la Información (conectividad, Plan Vive Digital), al Departamento Nacional de Planeación, a las poblaciones de los territorios para que ejerzan control social y participación en planes de lectura; incluso con una novedosa invitación al sector privado (con incentivos) y a la cooperación internacional para que aporten (donaciones como la de Japón). Falta, eso sí, que en el sector educativo las llamadas bibliotecas escolares y de aula (la otra pieza clave e iniciática de la lectura) reciban una prioridad equivalente en el equipamiento de las instituciones educativas, principalmente oficiales.
Lejos de plantear una visión idílica, las bibliotecas son fundamentales en el engranaje de lo que será la paz. En las bibliotecas se pueden sentar las comunidades a pensar y a crear los proyectos sobre territorio, memoria y patrimonio consignados en el acuerdo; se pueden articular los medios comunitarios de comunicación como canales de televisión o emisoras de radio presentes en ese mismo documento; pueden ser escenarios neutrales de paz para dirimir conflictos y escenario para una pedagogía intensiva del acuerdo; en fin, las bibliotecas, como pocas instituciones sociales del Estado, podrían ser los grandes centros de encuentro y conocimiento que han sido en otras sociedades.
Muchos esfuerzos se han hecho por la promoción de la lectura, por la gratuidad de los servicios y la dotación de libros en todos sus soportes para municipios alejados; decenas de mujeres y hombres viajan a lomo de mula, en lancha o en buses a bibliotecas apartadas de nuestra geografía para hacer crecer los trabajos en lectura y escritura. Pero quizá el reto sea más grande hoy y las bibliotecas estén llamadas a ser las protagonistas de la sostenibilidad de la paz que se avizora.