Gustavo Tatis Guerra realiza en La flor amarilla del prestidigitador un recorrido sentimental y literario por el entorno familiar de Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez, en 1969 en Roma con su familia. VITTORIANO RASTELLI (GETTY IMAGES)/elpais.com |
El dentista de Gabriel García Márquez llevaba colgado al cuello un dije engastado en oro. No era el diente de un tiburón ni un trofeo arqueológico sino un colmillo humano, el incisivo superior derecho del premio Nobel de Literatura que, además de paciente, fue su amigo y padrino de uno de sus hijos. Solicitó semejante honor el propio Gabo, sorprendido al comprobar que su nombre y el de su mujer, Mercedes Barcha, se añadían así a la ya larga lista de protectores y testigos que acudieron a dar fe del agua bautismal administrada al recién nacido. Los García Márquez fueron los padrinos números 13 y 14 de la ceremonia. ¡Todo un bautizo macondiano!, pudo exclamar Gabriel con entusiasmo. Gustavo Tatis Guerracuenta esta anécdota en medio de otras muchas en su libro La flor amarilla del prestidigitador. Es un recorrido sentimental y literario por el entorno familiar de García Márquez, sus sueños y anhelos infantiles, la muy especial relación que tuvo con sus padres y los demonios y ángeles interiores a los que estuvo sometido y por los que estuvo encandilado a lo largo de su existencia. La tesis vertebral de la obra es la suposición de que en realidad Cien años de soledad es en gran medida una historia basada en la de la familia de su autor, aunque manipulada por su imaginación y el respeto debido a la memoria de sus ancestros. El coronel Aureliano Buendía sería así una recreación hiperbólica de su abuelo paterno.
En esta época en que proliferan la literatura y los libros basura sobre el periodismo (tantas veces también periodismo basura) es de agradecer el esfuerzo de Tatis por ofrecernos un relato cuyo eje gira en torno a la excelencia de ambos oficios. Su texto, que no escapa a la benéfica influencia estilística del creador de Macondo, recupera para nosotros el reconocimiento del periodismo como género de la literatura, algo que siempre defendió García Márquez, y de lo que bien puede dudarse hoy a juzgar por la miserable calidad de tantas tertulias televisivas y las columnas que inundan de mierda el comentario político.
En la primavera de 1987 mantuve con Gabo en Barcelona una conversación de más de cuatro horas previa a la elaboración de un libro sobre su figura que me había encargado Hans Meinke para el Círculo de Lectores. Fruto del encuentro fue un largo perfil del escritor y una entrevista con él que yo convertí en monólogo, como para poder ser representado algún día. Trataba así no tanto de inmiscuirme en sus palabras sino en sus sentimientos, procurando imbuirme de ellos, reír y sufrir con el personaje, y compartirlos luego con su extensa nómina de admiradores. Como era habitual en él, me pidió que no utilizara grabadora para la conversación, sino solo papel y pluma para tomar notas. Este es un hábito que siempre he recomendado también yo. Lo importante en nuestro trabajo es saber escuchar, no tanto reproducir literalmente lo que otros dicen, sino lo que nosotros mismos somos capaces de entender. De otra manera corremos el peligro de traicionar al interlocutor, pues su lenguaje corporal, su mirada, sus aspavientos o su quietud forman parte tanto o más que sus palabras de lo que quiere expresar. Como no quería traicionar sin embargo su confianza me permití enviarle las pruebas de imprenta tanto de la pequeña biografía que pergeñé como de su improvisado soliloquio. Me las devolvió con algunas correcciones menores y un mensaje escrito de su puño y letra: “¡Por fin alguien que cuenta una historia sobre mí que es cierta!”.
Gabo tenía, según su padre, dos cerebros. En uno le funcionaba una memoria inagotable, en el otro una imaginación sin límites
Ignoro si Tatis Guerra tuvo oportunidad de enseñarle a Gabo los escritos y crónicas sobre él y su familia que ahora se han editado; pero en lo que valga mi testimonio sobre la persona del escritor, cuya amistad cultivé durante muchos años, la fidelidad al personaje que de ellas emanan es absoluta. Tatis Guerra ha interrogado a los padres, hermanos, amigos, profesores y colegas de García Márquez, ha buceado en el tiempo para descubrir sus semejanzas con los principales personajes de la obra capital de Gabo, ha desmenuzado sus escritos y escudriñado sus secretos. El resultado de su investigación, en la que no descuida la crítica literaria, es para él definitivo: el realismo mágico que García Márquez logró acuñar como género novelístico, troncal para un cierto periodo de nuestra literatura, es en gran medida la transliteración de los hechos que el propio escritor vivió. Tímido, educado y soñador, Gabo tenía en opinión de su padre como dos cerebros, ambos proteicos y llenos de redes neuronales. En uno le funcionaba una memoria inagotable, y en el otro una imaginación sin límites. Pero yo oí en muchas ocasiones al propio García Márquez que esta era siempre superada por la realidad misma y que el realismo mágico, en su pluma, era menos mágico y más real de lo que la gente podía creer. Esto no es de extrañar para nadie que conozca Colombia. Y quizás por lo mismo se sintió siempre muy atado a su profesión de periodista, de la que intentó inútilmente escapar y trató, inútilmente también, que huyera el autor del libro que comentamos.
Entre los recuerdos de infancia que Tatis Guerra menciona, está el castigo que su profesor Mesa Castillo le infligió cuando tenía 10 años porque confundía la letra “v” con la “b”. “Lo encerró en la biblioteca para que leyera las 10 primeras páginas de Las mil y una noches e identificara las palabras que aparecían con dichas letras”. Pero él en vez de hacer eso se dedicó a devorar materialmente el libro y a disfrutar con sus cuentos. Estos tropiezos ortográficos le debieron dejar honda huella. En el reciente congreso internacional de la lengua española celebrado en Córdoba todavía resonaron los ecos de su famoso discurso en el primero de dichos encuentros, habido en Zacatecas, México, hace más de 20 años. “Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna; enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y la jota”. “¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”. Algunos pensaron entonces que aquellas propuestas, como la de interrogarse qué sentido tiene la “u” detrás de la “q”, eran consecuencia de un afán provocador. Muy al contrario, surgían de una mentalidad curiosa e inocente, exenta de prejuicios, que le acompañó desde la niñez. Los terrores nocturnos de la ortografía tenían nombre y apellidos en los de su profesor.
García Márquez murió el día de Jueves Santo de hace cinco años en Ciudad de México. En un postrer homenaje, Tatis Guerra describe con pulcra emoción sus últimos momentos y recuerda la entereza de Mercedes, que tanto le amó y tanto le ayudó en vida, cuando dijo a sus hijos Gonzalo y Rodrigo: “Aquí no llora nadie. Aquí a lo puro macho de Jalisco”. Admiro y admiré a Mercedes como a la mujer hermosa y fuerte de la Biblia, alguien que todo hombre de bien hubiera querido tener a su lado en tanto que madre, esposa o hija. Pero desde la distancia en que me sorprendió la muerte de Gabito fui uno de los muchos que no la hicieron caso en aquel trance y lloré la pérdida del amigo. El más grande escritor de la lengua castellana de todo el siglo XX. Quizá desde Cervantes.
La flor amarilla del prestidigitador. Gustavo Tatis Guerra Navona, 2019. 240 páginas. 19 euros.
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