28.5.12

Contra el mito de Andrés Caicedo

Este ensayo desmitifica a un ícono literario de Cali y de Colombia en la década de los 70

Andrés Caicedo, autor de ¡Qué viva la música!  foto: archivo. fuente:elespectador.com

Exposición de manuscritos y fotografías en la sala audiovisual de la Biblioteca Luis Ángel Arango; curaduría de Luis Ospina; extenso artículo de Sandro Romero en el número 126 de la revista El malpensante; reedición, esta vez en el sello Alfaguara, de ¡Que viva la música! La enumeración fácilmente podría superar las palabras de esta diatriba. Haciendo caso omiso a mi aspecto de buitre, pelear con los muertos no ocupa un renglón de mi agenda. Sin embargo, algo entre las bambalinas del boom caicediano siembra, cuando menos, sospechas. Quizá la cuestión radica en el manejo dado por los deudos a los despojos de los artistas, sean los huesos o las hojas dejadas en una gaveta. Trátese de la viuda de Roberto Bolaño, la de Borges o los albaceas de contra quien va dirigido este texto, para el caso da igual, los herederos transforman el legado del difunto en una marca de moda, en el seductor clic de máquinas registradoras.
A pesar suyo, mas gracias a sus pocos buenos amigos, Andrés Caicedo pasó de malogrado escritor y prematuro suicida —¿cuál no lo es?— a estandarte de una generación que a punto estuvo de darles un vuelco a las instituciones sociales, pero a la postre resultó acomodada en la burocracia antes blanco de escupitajos y pedradas. Sobre el caleño se ha dicho mucho, la mayor parte de lo cual no resiste un examen minucioso, como a menudo sucede con las leyendas mediáticas. Por ejemplo, la diadema de inventor de la narrativa urbana en Colombia ciñe la melenuda testa del creador de Ojo al cine. Sus personajes, dicen los misarios de la liturgia caicediana, están desgarrados por la disyuntiva de aquello que de ellos se espera y sus reales ambiciones. O el socorrido mantra de intelectuales de naricilla respingada y calculada marginalidad: por fin alguien le dio respiración boca a boca a la momificada novela de esta esquina del continente.
A lo anterior, contesto en orden: Cali es apenas la escenografía de los relatos del cinéfilo, no su núcleo. El Madrid de la posguerra es el centro discursivo de La colmena; Bogotá, al menos la maltrecha red vial, es la médula de Ciudad Baabel; el D.F. es la nuez de La región más transparente. La urbe deja de ser escenario y cobra la dimensión de personaje principal cuando los pequeños dramas de los habitantes pasan a un segundo plano y sirven de pretexto para captar las vibraciones del fenómeno citadino. Nada de eso ocurre en los libros de Caicedo.
Segundo, la desazón existencial de los jóvenes de los años maravillosos, y utilizo la cursiva en una expresión que adquirió con el tiempo ropaje de cliché, es el resultado, entre otras cosas, del triunfo de un modelo socioeconómico basado en la producción y el consumo, y de las secuelas de la conflagración europea de los cuarenta. Eso en la cuna del rock: Inglaterra y EE.UU. En Colombia el diagnóstico es completado por las cientos de matanzas elevadas a la categoría de guerra por nuestra proverbial costumbre de creer que cambiándole de rótulo el problema pierde virulencia. Con esas coordenadas, entendemos de dónde viene la angustia sin matices no sólo de Andrés sino de un no menor número de artistas coetáneos. Además, la declaración de la juventud como umbral de una muerte digna, amén de típica bravata adolescente es un pastiche de la afirmación del personaje de un filme de Nicholas Ray y del famoso aparte de una canción de The Who. La canonización del muerto por propia mano es una estupidez sólo comparable con su total defenestración. El suicidio no mejora la obra ni la enturbia.
Tercero, la salud de la novela colombiana del siglo XX es envidiable. Además del fenómeno García Márquez, del ecuador de la centuria hasta los ochenta proliferan trabajos de registros interesantes. Baste mencionar los nombres de Fanny Buitrago, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Umberto Valverde, Germán Espinoza y Óscar Collazos. En síntesis, Caicedo merece un puesto en los manuales de literatura colombiana —no un capítulo ni una nota pie de página; ojalá un párrafo no escrito por Sandro Romero—, pero lejos está de ser el ábrete sésamo de una tradición valiosa incluso si de él prescindiera.
Así como el destino de Bolívar es eficaz metáfora de la suerte de América Latina —cada quien usa a su antojo la proclamas del prócer, desde el bufón de Chávez hasta los no menos risibles patriarcas del conservadurismo—, Andrés Caicedo ilustra el saldo de los sesenta en Colombia. Lectura obligada en colegios y universidades, santón de una hornada de angelitos con el destino reluciente de Master Card, ícono vendido a cuentagotas pero con pulso firme, rebelde bien visto por el establecimiento literario, alma y nervio del interesante y ya vetusto Caliwood, Caicedo, al menos su póstuma celebridad, es el fruto de una cruzada publicitaria de familiares y amigos. A fin de cuentas, el anzuelo propagandístico en torno a su silueta consiste en asimilarla con un contexto histórico de utopía y drogas. De esa forma, como por arte de magia, la alusión al nombre de Caicedo de inmediato conduce a la época en la cual Ricardo Ray no era un nostálgico pastor protestante y la delincuencia tenía el rostro de James Dean y no el de un pistolero narcotizado.
Una facción de herejes propuso una interesante variación de la doctrina oficial del cristianismo: Jesucristo es la creación suprema de Pablo de Tarso. Aprovechando el cese de actividades del Santo Oficio, concluyo con una parodia de la sacrílega tesis: Andrés Caicedo es tal vez la mejor invención de la mente de Sandro Romero y, en menor medida, de la de Luis Ospina. De hecho, el asunto traspone los umbrales del chiste. El paralelismo entre Pablo de Tarso y Sandro Romero merece el calificativo de sorprendente. Ninguno conoció en persona a Cristo o a Caicedo, no obstante escribieron hasta la extenuación sobre el uno, el primero, o el otro, el segundo. Sin el denuedo apostólico de Pablo y Sandro, Jesús habría sido un sedicioso más, crucificado por los romanos, y Andrés, otro joven burgués con veleidades de genio a quien se le fue la mano con la dosis de calmantes.

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