Andrés Caicedo solo
publicó dos novelas en vida: El atravesado y ¡Qué viva la música! Sin embargo,
fue mucho más lo que escribió. Durante 45 años, varios de sus amigos, así como
su padre, Carlos Alberto Caicedo, y su hermana Rosario se han dedicado a
conservar las palabras del autor caleño
“Si dejas
obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos”, escribió el
caleño Andrés Caicedo en ¡Qué viva la música!, su
novela más conocida y cuya primera edición llegó a sus manos el 4 de
marzo de 1977, horas antes de que se suicidara. Y esas once palabras se
convirtieron en una profecía autocumplida.
Más de
cuatro décadas después, Andrés Caicedo es reconocido como uno de los autores
más importantes de Cali y de Colombia en el siglo XX. Eso es, en buena parte y
como dice Rosario Caicedo (escritora, promotora cultural y quien, “por
coincidencia”, fue la hermana de Caicedo), gracias a esos “pocos buenos
amigos”.
Un pequeño
grupo que decidió, después de la muerte del escritor, preservar su memoria a
través de lo que escribió. No solo lo publicado, que fueron las dos
novelas El atravesado y ¡Qué viva la música!, así
como varias decenas de críticas de cine, sino cuentos, novelas y cartas.
Hace pocas
semanas, se conmemoró el aniversario 45 del deceso de Caicedo. La
conmemoración se realizó con la proyección del documental ‘Unos pocos
buenos amigos’, del cineasta y protagonista en la historia póstuma de
Caicedo, Luis Ospina, en la Cinemateca de Bogotá. Luego de esta
Rosario Caicedo, el escritor Sandro Romero y el periodista Juan David Correa
realizaron un conversatorio.
Adicionalmente,
Rosario tomó una decisión encaminada a que el legado de su hermano se mantenga
en la capital vallecaucana: por los 45 años de la muerte del autor, donó su
archivo personal a la Biblioteca del Centenario, la primera biblioteca
pública de Cali fundada en 1910.
Entre los
objetos que entregó, luego de atesorarlos durante años, está la máquina
de escribir de Caicedo, que la define más que como un objeto, como su
‘voz’.
Curaduría de un legado
El mismo día
en que Andrés Caicedo se suicidó, su padre, Carlos Alberto Caicedo,
tomó una decisión: comprender al hijo que ya no estaba a través de sus
palabras. Un hijo con el que llegó a tener varios desencuentros en vida, pero
que pudo conocer mejor al leerlo.
«‘Más
vale tarde que nunca’, me repitió por décadas cada vez que él y yo
hablábamos sobre el hijo y el hermano muerto. Y fue gracias a esa tardía
epifanía que la obra literaria de Andrés Caicedo se conservó para la
posteridad. Gracias al trabajo expiatorio de un padre adolorido, que entendió
el obsesivo deseo de su hijo por publicar absolutamente todo lo que
salió de sus manos”, escribió Rosario en Cronología de una censura, las cartas
prohibidas de Andrés Caicedo, un artículo publicado en Esferas, la revista
del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de New York (NYU).
Ahora,
desde Connecticut (Estados Unidos), donde vive desde hace varios
años, Rosario recuerda que, como escritor, Andrés era obsesivo. Desde que empezó
a escribir, a los 15 años, y hasta los 25, cuando murió, fue “un
escritor profundamente fructífero y disciplinado. Se necesita de una gran
obsesión por el arte de escribir para que hubiera producido tanto en tan poco
tiempo y con tan poca edad”.
Y de todo, o
casi todo, hay registro. Juiciosamente, Caicedo guardaba una copia
hecha con papel carbón y la almacenaba en un baúl que, años después,
su hermana definiría como un tesoro. Un tesoro que fue curado, principalmente,
por tres personas: Carlos Alberto Caicedo, Luis Ospina y Sandro
Romero.
En agosto de
1977, unos cinco meses después de la muerte de Andrés, Carlos Alberto ya tenía
una lista de lo que había escrito su hijo. Y años después, entre 1982 y
1983, Luis Ospina (amigo personal de Caicedo) y Sandro Romero
(quien conoció al escritor en el cine club que tenía en Cali, pero con quien no
tenía una relación cercana) llegaron a la casa de Carlos Alberto con una idea: darle
una segunda vida al autor a través de sus textos.
Así, se
publicaron Destinitos fatales y Calicalabozo, que
contienen varios cuentos de Caicedo, incluyendo Angelitos empantanados o
Historias para jovencitos, así como la novela inconclusa Noche sin
fortuna, considerada ‘fundacional’ del género literario gótico
tropical. “En ese archivo expiatorio lo que ellos se encuentran es un
tesoro”, dice Rosario, mientras hojea la edición del libro cuyas páginas ya son
amarillentas.
Las palabras eternas de Andrés
Caicedo
Rosario Caicedo recuerda que su hermano, Andrés Caicedo, guardó una copia de todo lo que escribió, incluyendo las cartas que enviaba a sus amigos. / FOTO: Archivo Rosario Caicedo
Carlos
Alberto, quien murió en 2010, “quiso encontrar a su hijo después de muerto
en sus escritos y a eso se dedicó por décadas”, explica Rosario. Y
ahora, es la hermana quien hace lo mismo. Entender a ese ser querido, con el
que apenas se llevaba un año, a través de lo que escribió. Conversar con sus
textos, ya que no puede hacerlo directamente con él.
Pero, y es
enfática en esto, no lo hace como si se tratara de un deber de hermana, un
vínculo de sangre que ella insiste en que no es más que una coincidencia. “Yo
aquí no estoy defendiendo a Andrés Caicedo y a la libertad de sus palabras
porque haya sido mi hermano. Yo lo estoy defendiendo, porque fue un
gran amigo y un gran escritor”, asevera.
Y lo
defiende como un gran escritor, porque, a su juicio, sus palabras logran lo
mismo que la literatura que lleva el apellido de universal: que genere
identidad, independiente de dónde ocurre y de dónde se lee. No importa
si es en la Cali de Andrés Caicedo, el Caribe de Gabriel
García Márquez, la Venecia de William Shakespeare o el San
Petersburgo de Fiódor Dostoievski.
“Cali se
está leyendo y está viajando ahora por todo el mundo no solamente por Andrés
Caicedo, pero sí porque fue la ciudad de él, la que recorrió
de norte a sur, de arriba a abajo, de izquierda a derecha. La gente conoce esa
Cali de la misma forma en que yo he estado en pueblos franceses: por las obras
que he leído”, reflexiona Rosario.
Además, hay
otro factor que, para ella, hace que las palabras de su hermano sean
necesarias: “Sabemos que estamos al frente de una buena literatura cuando
sobrevive al tiempo, cuando empiezan a pasar las décadas y esas palabras se
siguen leyendo o ese esa música se siguió escuchando o ese cuadro se sigue
visitando en algún museo. Ese es el arte que vale la pena: el que sobrevive al
tiempo y a la muerte”.
El peso de esa realidad es el que ha mantenido el deseo de parte de la familia de Andrés Caicedo y de cercanos de preservar sus palabras. Una realidad que empezó en la infancia de Andrés y Rosario cuando leían las novelas de detectives de Agatha Christie y ella le decía a su hermano que “era un gran detective”. Uno que, dice ahora Rosario, sabía desde el principio que moriría joven. Y que también sabía que serían esos pocos buenos amigos los que lo mantendrían presente.
Uno de los objetos donados por Rosario Caicedo a la Biblioteca Centenario de Cali fue la máquina de escribir de su hermano. / FOTO: Archivo Rosario Caicedo