6.5.08
AMIGOS Y AMIGAS DEL AUTOR...
MAS AUTORES CON EL TALLERISTA NESTOR...
UNA EXPERIENCIA LITERARIA...
Durante los meses de octubre a diciembre de 2007, se realizó un taller de creación colectiva literaria llamado Las Filigranas de PerderEl taller consistía en escribir ejercicios literarios con los participantes. Por ejemplo, nos presentaron los parrafos de un cuento hasta tal línea: de ahí en adelante entraba a operar la imaginaciòn del autor, o autores, en este caso, y seguirla. Todos esos ejercicios se hicieron en caliente. Además de estos ejercicios con la palabra estaba la de realizar un cuento ya en conjunto entre las personas, que espontaneamente nos reunimos y nos dimos a la tarea de trabajar juntos. Esta experiencia fue batalladora y complicada y muchas veces desgastante mediante negociación muy frecuente, porque prevaleció siempre el que sabía más del oficio literario.
También se trataba de negociar los egos que son en última la mayor motivación que tiene el artísta que duerme en cada escritor, y lograr un trabajo común, donde de verdad prevalesca el trabajo en colectivo y sus resultados concretos en un texto final.>
Aquí les presentó DOS de las versiones buscando un resultado final de esa experiencia literaria. Después de superar con madurez los escollos, entrabamientos, a veces, una escasa fundamentación literaria, se logró sacar un libro final titulado SIMBIOSIS VIRGINAL con los diesciete textos escogidos de los participantes de los 4 talleres que realizó el colectivo "Las Filigranas de perder" en las bibliotecas mayores de Bogotá.
MARIDO PARA TRES
María Teresa Niño Farfán, Mónica Liliana Trujillo, Marcelo Del Castillo
Martha y Paty, en una conversación de mujeres, coincidieron en que a sus amantes no sólo les gustaba el mismo restaurante, el mismo plato —espagueti a la carbonara—, y el vino chileno, sino que además, a ambos les gustaba untarles los pezones con miel a la hora de hacer el amor. Llegaron a la conclusión que hablaban del mismo hombre. Burladas en su dignidad de mujeres, pensaron en vengarse, en castigarlo de forma cruel.
Cuando Gonzalo abrió la puerta, se sorprendió al reconocer el rostro lloroso de Paty, y más aún al ver a su lado la mirada incendiada de Martha. Esta le sembró un golpe limpio bajo un chorro de recuerdos de cama, cuando se vestía para la sesión de sadomasoquismo. Ahora no se trataba de una faena para compartir sus goces. Gonzalo al caer comprendió que las mujeres —su harem, como solía jactarse entre sus amigotes— lo estaban golpeando por engañarlas. Su esposa corrió alarmada sin atinar qué ocurría. Martha, después de darle una patada brutal en los testículos al bulto que configuraba Gonzalo en el piso, se detuvo al verla asustada. “Este degenerado siempre la ha engañado”, gritó por fin. La expresión contundente de esa extraña mujer que gritaba sollozando, hizo comprender a Esperanza algo que hacía mucho tiempo había sospechado de su marido, sólo que se negaba a aceptarlo pues era una mujer católica de principios arraigados, convencida que el matrimonio y la resignación eran parte del amor. Se llenó de dignidad y se apartó del espectáculo. Gonzalo logró levantarse evitando los manotazos de Martha y los arañazos de Paty, mientras gritaba:
—¡Por qué putas me tengo que aguantar esto! ¡Ustedes no son más que unas perras! ¡Unas zorras! Fuera de mi casa.
Paty le forcejeaba: “¡Fui una idiota al creerme la única!”
—Si te sirve de consuelo, estamos iguales con este malparido —agregó Martha, apurándose a exhibir un celular en el que marcó un número con rapidez—. ¿Cuál quieres hoy, la polaca, el sesenta y nueve o el setenta y uno? ¡Cochino! ¿Encacorrao estabas de mí? ¡Falso! ¡Mentiroso!
Gonzalo se angustió al ver que Esperanza se retiraba de la escena y se encerraba en su cuarto. Sabía que esa actitud de su esposa era radical. Se vio perdido. Se sentía débil, sin argumentos para explicarle nada. Apenas unos minutos antes, cuando iba a salir a trabajar y tuvo la primera erección del día, pensó en Martha, con la que hacía dos semanas no había tenido contacto alguno, pero esto no le preocupó pues sabía que al final de la tarde se encontraría con Paty. La última vez que lo hizo, quedó prendado por las nuevas posiciones que ella le enseñó, pero extrañaba a Martha por la maestría como ella lo dominaba con su galope brutal, delirante y sucio. Ahora la visión de sus mujeres se había transformado en pesadilla.
Esperanza, a pesar de cerrar la puerta, alcanzaba a oír la algazara con el rumor que le llegaba de voces y de gritos y de palabras que por primera vez se escuchaban en su casa: perra, zorra, puta, encacorrao. Sabía que tenían una sombra sórdida de un antro prostibulario y oscuro, y se desbordó en llanto. En ese momento tomó conciencia del candado que aún tenía en la mano con la llave puesta, recogido cuando Gonzalo cayó después de abrir la puerta.
En la sala, las mujeres no dejaban de insultarlo. Entre ellas empezaron a recordar que les hacía las mismas posiciones: que el estilo perrito, que la carretilla, que el pollo asado, y se reían burlándose al comprobar que no tenía imaginación, siempre repetir los mismos gestos, las mismas lascivas palabras para excitarse cuando le decía a la de turno al oído: eres la más perra entre la perras, y ella le respondía sí mi amor, soy tu mejor perra. Esperanza estaba aturdida por lo que escuchaba. Sintió una furia ciega que se apoderó de su ser, y tomando un impulso repentino fue directo a la sala. Casi por instinto de querer deshacerse de ese desconocido con el que había compartido tantos años, le lanzó el candado con puntería certera, descalabrándolo y dejándole una cicatriz que tendría que lucir por el resto de sus días. Gonzalo con una mirada interrogante parecía que le preguntaba: ¿por qué me haces esto? Se pasó la mano por la frente que quedó untada de sangre. Se postró debilitado de rodillas.
Ahora el timbre no paraba de sonar. Martha reaccionó, “son mis hermanos.” Dirigiéndose a Gonzalo, que le hizo una mirada de desolación, le dijo: “Ya vas a ver lo que te va a pasar.”
Esperanza quedó paralizada al ver aquellos uniformados corpulentos, que con su presencia intimidaban al exhibir sus revólveres de reglamento, entrando en tropel como si buscaran a un criminal.
—¿A cuál es que tenemos que cobrársela? —dijo el de mayor parecido físico a Martha.
La escena que vieron, más que enojo, les produjo compasión: Gonzalo estaba sentado en el suelo, maltrecho y con la camisa hecha jirones con manchas de sangre, sosteniéndose sobre la herida una compresa que hizo con su pañuelo.
—¿Qué les pasa? —dijo uno a las mujeres, enfundando su revólver—. Esto les puede salir muy caro a todas ustedes, que no tienen ni un rasguño.
—No pueden tomarse así no más la justicia por su mano —dijo el otro policía.
Gonzalo, aturdido por la golpiza, vio a aquellos uniformados como unos ángeles que estaban salvándolo de esa jauría de perras, las mismas que habían sido sus juguetes sexuales, vaginas afrodisíacas que ahora emanaban adrenalina pura… Los policías lo ayudaron, alzándolo cada uno del brazo, diciéndole en coro:
—¿Cómo es que se dejó hacer esto? ¿Dónde tiene sus pantalones?
Marido para tres
Tenía que salir a trabajar y tuvo la primera erección del día. En la mañana, la visión de Esperanza, su esposa, no le produjo deseo y pensó en Martha, con la que hacía dos semanas no había tenido contacto alguno. Sabía que al final de la tarde se encontraría con Paty. La última vez que lo hizo, quedó prendado por las nuevas posiciones que ésta le enseñó pero extrañaba a Martha por la maestría como ella lo dominaba con su galope brutal, delirante y sucio.
Gonzalo no imaginaba lo que le esperaba aquel día.
Martha y Paty, en una conversación de mujeres, coincidieron en descubrir que a sus amantes no sólo les gustaba el mismo restaurante, el mismo plato –espagueti a la carbonara–, el vino chileno y untarles los pezones con miel a la hora de hacer el amor. Llegaron a la conclusión que hablaban del mismo hombre.
Indignadas al comprobar que se trataba del mismo desgraciado –como dijo Martha–, burladas en su dignidad de mujeres, pensaron en vengarse, en castigarlo de forma cruel.
Se acordaron de su esposa. Sopesaron cómo desenmascararlo frente a ella y convertirla en una aliada para hacerlo sufrir y así cobrarle el engaño.
Cuando Gonzalo abrió la puerta, se sorprendió al reconocer el rostro lloroso de Paty, y más aún al ver a su lado la mirada incendiada de Martha. Esta lo golpeó limpiamente, recordando los momentos en la cama cuando se vestía para la sesión de sadomasoquismo. Esta vez no se trataba de una faena para compartir sus goces.
Gonzalo al caer, comprendió que las mujeres, su harem como solía jactarse entre sus amigotes, lo estaban golpeando por engañarlas. Su esposa corrió alarmada sin atinar qué ocurría. Vio cuando Martha, después de darle una patada brutal en los testículos –Gonzalo se retorcía del dolor en el piso–, se detuvo al verla asustada. “Este degenerado siempre la ha engañado”, le gritó por fin.
Al oír la expresión contundente de esa extraña mujer que gritaba sollozando, Esperanza comprendió algo que hacía mucho tiempo había sospechado de su marido. Sólo que se negaba a aceptarlo pues era una mujer católica de principios arraigados, estaba convencida que el matrimonio y la resignación eran parte del amor. Se llenó de dignidad, apartándose del espectáculo, pensando que ésta no se la iba a perdonar.
Gonzalo logró levantarse evitando los manotazos de Martha y los arañazos de Paty, mientras gritaba:
–¡Por qué putas me tengo que aguantar esto! ¡Ustedes no son más que unas perras! ¡Unas zorras! Fuera de mi casa.
Paty le forcejeaba por la espalda gritándole:
-¡Fui una idiota al creerme la única!
-Si te sirve de consuelo, estamos iguales con este malparido! Hijo de puta!, agregó Martha, apurándose en exhibir un celular, marcando rápidamente, mientras seguía gritándole:
-¿Cuál quieres hoy, la polaca, el 69 o el 71? ¡Cochino! ¿Encoñado estabas de mi? ¡Falso! ¡mentiroso!
Gonzalo angustiado, al ver que Esperanza, se retiraba de la escena, encerrándose en su cuarto. Sabía que esa actitud de su esposa era radical cuando tomaba una determinación. Se vio perdido. Se sentía débil, sin argumentos para explicarle nada.
Esperanza, al cerrar la puerta, alcanzaba a oír la algazara con el rumor que le llegaba de voces y de gritos y de palabras que por primera vez oía como: perra, zorra, puta, encoñado. Sabía que tenían un origen sórdido de un antro prostibulario y oscuro, y se puso a llorar desconsoladamente. Hasta ese momento tomó conciencia del candado que aún tenía en la mano con la llave puesta, recordando cuando Gonzalo les abrió la puerta.
En la sala, las mujeres no dejaban de insultarlo, de vejarlo. Entre ellas empezaron a recordar que les hacía las mismas posiciones: que el estilo perrito, que la carretilla, que el pollo asado y se reían burlándose al comprobar que no tenía imaginación, siempre repetir los mismos gestos, las mismas sórdidas palabras para excitarse cuando le decía a la de turno al oído, eres la más perra entre la perras; y ella le respondía, si mi amor, soy tu mejor perra.
Esperanza aturdida por lo que escuchaba. Sintió una furia ciega que se apoderó de ella, tomando un impulso fue directo a la sala. Sin darse cuenta y casi por instinto de querer deshacerse de ese ser desconocido con el que había compartido tantos años, le lanzó el candado con un certera puntería, descalabrándolo y dejándole una cicatriz que tendría que lucir por el resto de sus días.
Gonzalo con un mirada interrogante parecía que se preguntaba, ¿por qué me haces esto? Se pasó la mano por la frente que quedó untada de sangre. Se debilitó, postrándose de rodillas.
En ese momento, el timbre no paraba de sonar. Martha reaccionó diciendo son mis hermanos. Dirigiéndose a Gonzalo, que le hizo un mirada de desolación, y le dijo: “Ya vas a ver lo que te va a pasar”
Martha muy segura, que sus hermanos defenderían su honra, les abrió la puerta.
Esperanza quedó paralizada al ver aquellos uniformados corpulentos, que con su presencia intimidaban al exhibir sus revólveres de reglamento, entrando en tropel como si buscaran a un criminal.
-¿Cuál es el hijo de puta al que tenemos que cobrársela? dijo uno que tenía un fuerte parecido a Martha.
La escena que vieron, más que enojo, les produjo compasión al ver a Gonzalo, con la camisa hecha jirones con manchas de sangre, sosteniéndose con una compresa sobre la herida que hizo con su pañuelo.
-Qué les pasa a ustedes, dijo uno, que en ese momento guardó el revolver.
-Esto les puede salir muy caro a todas ustedes que no tienen ni un rasguño, dijo el otro policía.
-No se pueden tomar la justicia por su mano, ¿qué les pasa?, dijo el primero.
Gonzalo aturdido por la golpiza, vio a aquellos uniformados como unos ángeles caídos del cielo, que estaban salvándolo de la jauría de perras, pensó. Que ya dejaban de ser aquellos juguetes sexuales con sus vaginas afrodisíacas que emanaban ahora adrenalina pura.
Los policías lo tomaron cada uno del brazo, diciéndole: ¿Cómo es que se dejó hacer esto? ¿Dónde tiene sus pantalones?
EL CUENTO FINAL SE ENCUENTRA DEBIDAMENTE CORREGIDO Y PUBLICADO EN EL LIBRO SIMBIOSIS VIRGINAL, DONDE TAMBIEN SE HICIERON OTRAS CORRECIONES FINALES. SE MUESTRAN LOS ANTERIORES TEXTOS PARA MOSTRAR AL LECTOR EN LO QUE QUEDA UN TRABAJO COLECTIVO LITERARIO.
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