26.1.13

La estrategia policiaca

Leonardo Padura Fuentes, el creador del detective Mario Conde y el escritor cubano más reconocido por fuera de su país, ha escrito una novela fascinante en la que recrea la muerte de Trotski y, de paso, da cuenta de cómo pudo ser la vida de un escritor en la Cuba de los años 70

Leonardo Padura junto a Roberto Ampuero conversará hoy sobre novela negra en el Hay Festival./revistaarcadia.com

Tienes idea de cuántos escritores dejaron de escribir y se convirtieron en nada, o, peor todavía, en antiescritores, y nunca más pudieron levantar el vuelo? ¿Quién podía apostar por que las cosas cambiarían alguna vez? ¿Sabes lo que es sentir que estás marginado, prohibido, sepultado en vida a los treinta, treinta y cinco años, cuando de verdad puedes empezar a ser un escritor en serio, y creyendo que esa marginación es para siempre, hasta el fin de los tiempos, o por lo menos hasta el fin de tu puta vida”, le espeta Iván, un escritor frustrado, a su compañera Ana en El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009). Y resulta paradójico que más o menos a esa edad, a los treinta, treinta y cinco años, Leonardo Padura Fuentes empezara a ser conocido como novelista hasta llegar a ser, hoy en día, el escritor cubano más renombrado por fuera de la isla. “No soy el cubano más talentoso,” afirmó en una entrevista para The guardian en el 2006, “pero sí el que trabaja más duro”. De su trabajo duro –y de su talento– da cuenta su última novela, que ya va por la sexta edición, y en el transcurso de cuya lectura da gusto darse cuenta de que, como afirmara alguna vez Hemingway, tan admirado por Padura, el escritor puso todo lo que sabe sobre el oficio de escribir.
Leonardo Padura es listo. Es listo como escritor porque se ha salido con la suya al narrar con crudeza la precariedad de la vida de los cubanos de a pie, lo que constituye una crítica, por medio de la ficción, a la situación de su país. Y es listo como narrador, ya que se valió de sus habilidades como periodista de investigación y como escritor de género policiaco para novelar la historia del asesinato de Trotski y describir el papel de este en la Revolución rusa, las purgas de Stalin en la década de los treinta, la Guerra Civil española y la historia de Cuba desde los años setenta hasta llegar al llamado “periodo especial” de los noventa y a la crisis de los balseros, que condensa en un diálogo entre Iván y su amigo Daniel, que van de excursión a Cojímar a ver el espectáculo de los que abandonan la isla: “–Jamás me imaginé que fuera a ver algo así –le dije a Daniel, embargado de una profunda tristeza–. ¿Todo para llegar a esto? –El hambre obliga –comentó él. –Es más complicado que el hambre, Dany. Perdieron la fe y se escapan. Es bíblico, un éxodo bíblico… una fatalidad. –Éste es demasiado cubano. Qué éxodo ni éxodo. Esto se llama escapar, ir echando un pie, quemar el tenis, pirarse porque no hay quien aguante ya…”.
La historia de Iván es uno de los ejes narrativos de El hombre que amaba a los perros, pero la novela se centra en el complot de Stalin para asesinar a Trotski. Para dar cuenta de ello, Padura se vale, entre muchos otros personajes, de George Orwell, Andreu Nin, Diego Rivera y Frida Kahlo, John Dewey, André Breton, Raymond Molinier y David Alfaro Siqueiros, pero lo que hace estupenda a esta novela, a mi parecer, es que los personajes están al servicio de una trama de espionaje y de suspenso al mejor estilo policiaco, pero con un contenido político sustentado por una investigación de muchos años. Es como una combinación del realismo social de Sinclair Lewis con el suspenso de John Le Carré y el rigor de un excelente biógrafo.
Y el golpe de gracia de la destreza de Padura está en que el narrador de la historia sea Iván, quien después de publicar un par de cuentos es enviado como redactor a la emisora de un pueblo remoto como “correctivo para bajarle los humos” y de paso mermarlo como escritor y como ser humano. ¿Qué mejor recurso para contar una tragedia de proporciones épicas que un pobre diablo? “El hecho de ser el único depositario de un relato capaz, por sí solo, de demoler los cimientos de tantos sueños me urgía a drenar el horror que me habían inoculado y me producía una especie de vértigo mental, peor que los vértigos que sufría López. Aquel manejo turbio de los ideales, la manipulación y el ocultamiento de las verdades, el crimen como política de un Estado, la cínica construcción de una gran mentira me provocaban indignación y más nuevos temores”. Reflexiona Iván –y Padura a través de Iván. Ese López al que se refiere el narrador no es otro que Ramón Mercader, el asesino de Trostki, cuya historia hace parte del tríptico que compone la novela. Pero antes de llegar a ser López, el combatiente republicano Ramón Mercader se transmuta en Román Pávlovich para entrar a la Unión Soviética, después en el Soldado 13 de un campo de entrenamiento militar en Malájovka y finalmente en el pequeño burgués Jacques Mornard, residente en París, pero quien una vez en Coyoacán les dirá a Trotski y a sus allegados que debe usar el nombre de Frank Jacson. Después de asesinar al revolucionario con un piolet y de pagar veinte años de cárcel en México y dieciocho de exilio en Moscú, López termina sus días en Cuba como “el hombre que amaba a los perros”, que además de ser el título de la novela, lo es de un cuento de Raymond Chandler.
Leonardo Padura nació en 1955 en Mantilla, un barrio de La Habana al que Yoani Sánchez describe como una “rara mezcla de suburbio habanero con villa rural”. Padura se precia de haber vivido ahí toda su vida, de no haberse ido nunca de Cuba. Estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad de La Habana y en 1980 se vinculó como periodista a la revista El Caimán Barbudo y al periódico Juventud Rebelde. En 1984 escribió su primera novela, Fiebre de caballos, y al año siguiente ganó el premio de Crítica Literaria del Concurso 26 de Julio. El siguiente reconocimiento sería el premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) en 1993 por su novela Vientos de cuaresma, la segunda parte de la tetralogía “La cuatro estaciones”, del detective Mario Conde, compuesta también por Pasado perfecto (1991), Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998). Su salto al reconocimiento internacional fue en 1995 cuando obtuvo el Premio Café Gijón por Máscaras, en la que aparece por segunda vez Conde, que si bien no es un álter ego del autor “sí ha sido la manera que yo he tenido de interpretar y reflejar la realidad cubana”, afirmó Padura en una entrevista en el 2004.
Mario Conde es deudor de Philip Marlowe y de Pepe Carvalho, y es también un personaje de La Habana por cuya suerte le preguntan al autor en la calle. Un personaje entrañable y desastroso: “El eructo vino como la náusea, furtivo, y un sabor a alcohol ardiente y fermentado ganó la boca del teniente investigador Mario Conde. En el suelo, junto a sus calzoncillos, vio su camisa. Lentamente se arrodilló y gateó hasta alcanzar una manga. Sonrió. En el bolsillo encontró los fósforos y al fin pudo encender el cigarro, que se había humedecido entre sus labios”. Ese es el Conde y ese es el pretexto, porque en palabras del autor, en un diálogo con el profesor Stephen Clark, “aparentemente se está leyendo una novela policíaca pero cualquier lector un poco avisado se da cuenta de que la trama policiaca es muy endeble, está muy en función de decir otras cosas”. Así, Padura usa el género policiaco para hablar del desencanto de su generación. Qué listo.
Al Premio Café Gijón le siguieron, entre otros, el Premio Hammett de 1998 por Paisaje de otoño, el premio a la mejor novela policiaca traducida en Alemania por Máscaras, y de nuevo el Hammett en el 2006 por La neblina del ayer. En cuanto a la novela de Trotski, esta fue finalista del Premio Libro del Año 2010 que otorga el Gremio de Libreros de Madrid, y en el 2011 ganadora del Roger Caillois  y del Premio de la Crítica del Instituto Cubano del Libro.
El detective de Padura es un referente de la novela policial contemporánea, pero como el mismo escritor acota, y todos lo sabemos, el género policiaco es “la cenicienta de la literatura”. La gran apuesta de Leonardo Padura es, a mi parecer, El hombre que amaba a los perros y lo más estimulante es saber que, a pesar de lo estremecedora que resulta la novela –y ese adjetivo les cabe a pocas– su autor tiene cincuenta y ocho años y tal vez no ha explotado todas sus capacidades narrativas.
La pregunta obligada es, ¿cómo es que un autor que relata la miseria de Cuba y se declara deudor del Boom y, sobre todo, de la literatura estadounidense, no solo es tolerado en la isla sino que es, de alguna forma, el escritor de mostrar? Una parte de la respuesta la ha dado el mismo Padura en incontables ocasiones, al decir que si bien describe la situación social de su país, no encara la política. Queda también suponer que el régimen cubano no se mete con Padura porque es una carta para mostrar en el exterior. Y si esto es así, Padura es más listo.
En una de las novelas de Mario Conde, el policía ve jugar pelota a unos chicos de barrio. Se acerca a ellos cándidamente y les pregunta que si puede jugar. Los chicos dudan y entonces el policía se da cuenta de que su reticencia se debe a que no están simplemente divirtiéndose, están apostando, y se marcha desencantado. No conozco a Padura ni he estado en Cuba, pero se me antoja que él así es: un chico de barrio que quiere jugar a la pelota y que, de paso, escribió una de las grandes novelas de la última década.

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