13.1.13

El cuento del domingo


Leonardo Padura Fuentes
Mirando al sol


Hace dos horas que estoy mirando al sol. Me gusta mirar al sol. Yo puedo mirar al sol hasta una hora
seguida, sin cerrar los párpados, con la pupila intacta, sin lágrimas. Todavía estoy mirando al sol cuando llega Alexis.
—Dime, socio, ¿en qué andas? —pregunta.
—En nada, ¿y tú?
—En el floting, suave.
—I like it —digo y miro a Alexis. Supongo que Alexis es mi mejor amigo. Nos conocemos desde antes de empezar en la escuela, cuando su padre y el mío trabajaron juntos en el Ministerio. Después al padre de Alexis lo tronaron, pero no mucho, porque él tiene buenos amigos. Ni siquiera le quitaron el carro, aunque sí le quitaron la pistola. Eso sí.
—Vamos a tomarnos un litro —dice.
—¿Quién tiene?
—Richard el Cao.
—Vamos —digo yo y me olvido del sol.
El Cao siempre tiene alcohol. A veces está bueno. A veces también tiene pastillas. Él las consigue fácil: le roba una receta especial a la madre, porque ella dirige un hospital, y firma como ella y en la farmacia le dan las mejores pastillas. Fácil, ¿no? Pero hoy no tiene pastillas. Ayer nos tomamos las últimas, con cuatro litros de alcohol. Lo de ayer fue terrible.
Ahora estamos tomando, sin hablar. Siempre es así: al principio casi uno no habla. Es como si el cerebro se muriera un rato. Después se habla más, sobre todo si tomamos alguna pastilla. Alexis y el Cao son los que más hablan entonces.
Cuando ya hemos tomado bastante, Alexis dice:
—Hoy hay pelea.
—¿En el hueco? —pregunta el Cao.
Alexis dice que sí con la cabeza.
—No tengo dinero —dice el Cao.
—Yo tampoco —digo yo.
—Yo tengo —dice Alexis, y como ya ha tomado bastante, hace completo el cuento de cómo consiguió la plata: en el maletero del carro del padre había como veinte litros de aceite, del bueno para cocinar, y se robó tres. Los vendió y por eso tiene dinero. Trescientos pesos.
—Vamos —dice el Cao.
—Déjame terminar —dice Alexis.
Tomamos un poco más. Está bueno este alcohol. Después que terminamos de tomar, entonces sí nos vamos.
Cuando llegamos todavía no ha empezado la pelea. Nos dicen que hoy van el stanford de Yoyo y el bóxer de Carlitín. A mí me gusta el stanford. Se llama Verdugo y ha ganado como veinte peleas. Casi siempre mata al otro perro. El bóxer también tiene su famita: se llama Sombra y dicen que cuando agarra no suelta. Ya hay como doce gentes, esperando. También hay dos negros, con dientes de oro y cadenas de oro en el cuello. Deben ser amigos de Carlitín. Él siempre anda con negros así. Hace bisnes con ellos y a veces hasta dan un palo juntos.
Empiezan a apostar. Alexis le juega los trescientos baros a Verdugo. Yo le digo que deje cincuenta, para comprar otro litro si pierde. Pero él dice que no, que en el carro de su papá todavía queda cantidad de aceite y que el Verdugo va a ganar.
Azuzan a los perros. Ahora todo el mundo está gritando. Yo también grito. Los sueltan. El Verdugo atrabanca a Sombra, por el lomo, y de la primera mordida le saca sangre. Es una sangre casi negra. Las gotas de esa sangre casi negra ruedan por la boca del Verdugo y caen en el suelo. Entonces la gente grita más. Sombra empieza a voltearse y agarra al Verdugo por una pata. Se la va a arrancar. El Verdugo tiene que soltar el lomo y Sombra no se da cuenta. Entonces el Verdugo le llega al cuello. Carlitín y Yoyo se meten a desapartar, pero el Verdugo no suelta, ni Sombra tampoco. Les meten palos en la boca y hacen palanca. Sombra suelta primero, pero se va de lado: el Verdugo no suelta todavía. Por fin el Yoyo le abre la boca y Sombra se cae completo: del cuello le salen dos chorros de sangre, más negra todavía y así de gordos: está muerto ese bóxer. La gente sigue gritando y los que perdieron empiezan a pagar. Carlitín le está dando patadas a su perro muerto. Alexis cobra doscientos pesos y le dice a uno de los negros que le pague sus cien. El negro dice que esa pelea fue una mierda. Alexis dice que eso no le importa, que le importan sus cien cañas. El negro dice que no va a pagar ni pinga. Alexis le dice que la pinga se la meta. El negro saca una fuca y se la pega en la cara a Alexis. ¿Qué tú dijiste, blanquito de mierda?, le pregunta el negro y le da con el cañón de la fuca en la quijada. Alexis no habla. El otro negro tiene un cuchillo en la mano y mira a los demás. Los dos negros se ríen. Nadie se mete. ¿Yo debería meterme si Alexis es mi amigo? Me meto:
—Deja eso, compadre —le grito al negro—. Alexis, olvídate de las cien cañas.
—Está bien, bárbaro, ganaste —dice Alexis y el negro lo empuja. El negro se ríe. El otro negro también. Sin dar la espalda se van. Cada vez me gustan menos los negros. Por mi madre que sí.
Alexis habla menos que otras veces. Y toma más. Entre él, yo, el Cao y Yovanoti —como le decimos ahora a Ihos-vani— hemos bajado dos litros y el tercero está temblando. Queda otro más. Aquí, en la azotea de la casa del Cao, no hay tema: está cerrada con cerca Peerless y aunque uno se emborrache, nadie se cae. Entonces llaman al Cao desde la calle:
—Richard, Richard —grita una mujer. O dos.
Son dos: Niurka y Betty. El Cao les dice que suban. Ellas llegan: ya saben que los negros le dieron a Alexis, porque todo el barrio lo sabe. Ellas llegan con sed y empezamos el cuarto litro.
—¿Alguna de ustedes tiene algo? —les pregunto y se hacen las suecas. A estas dos les encanta hacerse las suecas.
—No se me hagan las suecas —les digo.
—Me quedan dos parkisonil —dice Betty y se las pido. Son dos pastillas blancas, chiquiticas. Me dan ganas de to-marme una. Pero se las doy a Alexis, que se las baja con un buche de alcohol.
—A ver si no piensa más en los negros —digo yo.
—Yo les voy a pasar la cuenta —dice todavía Alexis y se acuesta en el piso, cierra los ojos, tiembla un poquito y em-pieza a viajar. El parkisonil es un cohete cuando cae arriba del alcohol.

Es de noche y como no hay sol, miro a la luna. No me gusta tanto, pero es mejor que no mirar nada. Betty sigue chupándomela y aunque la tengo tiesa y con la cabeza roja-roja no tengo ganas de venirme. A veces me pasa: es como si la tuviera inflada. Alexis sigue durmiendo en el suelo y el Cao se la está metiendo por el culo a Niurka mientras Yovanoti descansa. Me parece que está cantando bajito. Yo tengo en la mano la séptima botella de la jornada y me doy otro buche. De pronto se me quitan las ganas de que me la mamen y se la saco de la boca a Betty.
—Ponte en cuatro —le digo y empiezo a metérsela en el culo, y pienso en películas que he visto donde un hombre se la mete por el culo a una mujer. Pero tampoco pasa nada: no me voy a venir esta noche—. Agarra tú, mi socio —le digo a Yovanoti y él viene y Betty se la mama.
Yo me pongo otra vez a mirar la luna, me doy otro buche más y me quedo dormido.
Cuando abro los ojos, veo el sol. Estoy solo en la azotea.
No sé por qué hay días que me gusta venir a la iglesia. No a rezar ni a pensar en Dios, porque no sé rezar ni aprendí nunca esa descarga de Dios y los santos y los ángeles. Es que me gusta venir. A mis padres ya no les importa que yo venga a la iglesia, porque eso ahora no es tan malo. Hasta hace dos o tres años sí era malo y entonces a ellos no les gustaba que yo me metiera aquí. Si tú no crees ni en tu madre, me decían. ¿Tú no sabes que eso nos perjudica? ¿Qué carajos vas a buscar a la iglesia entonces?, me preguntaban. Y yo alzaba los hombros: no sabía y todavía no lo sé. Bueno, sé algo: me gusta porque me siento tranquilo. Pero ni rezo ni pienso en Dios: nada más lo miro, clavado ahí.
Este carro sí que camina bien. El Kakín se pasa el día limpiándolo, afinándolo, poniéndole adornitos. Cuando el padre del Kakín está para el extranjero, él tiene el carro todo el día. Y a veces nos dice: Everybody, go to the beach, y todos nos vamos para la playa. Como hoy. Alexis sigue cabrón con la línea que le dieron los negros. No quiere ni meterse en el agua. Nada más toma ron y dice a cada rato: me cago en la madre de esos negros. Yo, el Kakín, Yovanoti y el Cao sí nos metemos en el agua. Hoy el agua está riquísima. Salimos y tomamos un poco de ron. Volvemos a entrar. Volvemos a salir, tomamos más ron y entonces aparecen Vivi y Annia. Como ya hemos tomado bastante hablamos un rato. Annia nos dice que se va para la Yuma: ella y toda su familia. Una gente de una iglesia de Testigos de Jehová les consiguió la visa. Una vez a la semana ellos van a esa iglesia, cantan, rezan cantidad y la gente piensa que ellos creen muchísimo en todo eso y ya no fuman, ni toman, ni dicen malas palabras ni albergan ira en su corazón, como dice Annia. Con los encabronamientos que coge mi hermano, dice después. Bueno, no importa que ellos no crean en Jehová, si lo que ellos quieren es irse para la Yuma, igual que una pila de gentes que yo conozco. Yo creo que yo no. Dicen que allá hay de todo, pero que hay que trabajar con cojones. El Cao dice que él tampoco: con alcolifán y pastillas él vive bien en donde quiera. El Kakín sí: él quiere tener un carro suyo, de cinco velocidades, tracción doble, ocho cilindros, motor de petróleo, suspensión hidráulica: conoce ese carro como si ya fuera suyo. Alexis dice que él también: allá uno mata un negro y le regalan mil dólares. Está obsesionado con los negros.
Pero al que más le gusta la Yuma es a Yovanoti: siempre está hablando de eso, de lo bien que se vive allá, de su primo que es dueño de las carreras de carros de Miami y del otro primo suyo que se fue y a los dos meses empezó a mandarle cien dólares todos los meses a la madre, y del que fue cuñado suyo que tiene un restaurant creo que en Nueva Jersey. Él dice que si llega allá deja el alcohol y las pastillas y los pitos de mariguana y hasta el cigarro, para ganar mucho dinero. Y se toma otro buche de ron. Y habla otro poquito más.
Como hace dos días que no tomo pastillas hoy sí gozo. Vivi tiene un culito estrechito. Al principio uno cree que no le va a entrar, pero ella se abre bien, se hace cosquillas con el dedo y después respira profundo por la boca, y dice: métemela. Y entonces uno empuja un poco y después se le va hasta el final. Lo malo es que quiero estar más rato sin venirme, pero me vengo rápido, y no se me vuelve a parar. Al Cao siempre se le para: le echó dos a Vivi y uno a Annia. No sé de dónde el Cao saca tanta leche. Si él casi nunca come. Alexis no quiso hacer nada. Él quiere una pastilla. Parece que para no aburrirse se hizo una paja y tomó más ron.
Alexis me dice:
—Mira —y enseña una tira de pastillas.
—¿De dónde coño tú sacaste eso, cabilla? —el Cao mira las pastillas, embobado.
—Se las robé a mi abuela.
El Cao se muere de la risa.
—¿Y si a la vieja le da una cosa, tú?
—Qué se muera. Total —dice Alexis y se traga dos, con un buche de alcohol.
Me da dos a mí y dos a Richard el Cao y dos a Yovanoti y guarda dos más para él.
Lo bueno de las pastillas es que uno casi no tiene que tomar más alcohol. Ellas te multiplican el que tienes en la barriga. Creo que por diez. Además son buenas porque si no estás borracho te dan ganas de hablar, de templar, de oír música. Bueno, un rato. Alexis empieza a hablar y me dice:
—Me hace falta que me prestes el hierro del viejo tuyo.
El Cao se vuelve a morir de la risa:
—¿Por cien cañas de mierda te vas a echar a los negros?
—Por cien cañas y por hijoeputas que son esos negros maricones de mierda del recoño de su madre. Me hace falta la pistola —me dice.
—Tú estás loco, Alexis —le digo.
—Loco pinga. ¿Me la vas a prestar o no?
—Eso es un lío.
—Ningún lío. La coges por la noche y en tres horas se la devolvemos.
—Pero tú ni sabes dónde viven los negros.
—Ya lo averigüé. Dónde viven, dónde toman cerveza, dónde juegan gallos, dónde apuntan a la bolita, dónde fuman mariguana, dónde roban gallinas. Son dos negros muertos. Préstame la singá pistola. Mira —y se mete una mano en el bolsillo y enseña seis balas.
Alexis se toma otro trago de ron con las dos pastillas que le quedaban.
—Tú estás loco, Alexis —le digo, pero creo que no me oye.
Yovanoti consiguió una película y vamos a verla al video de su cuarto. Primero salen dos rubias. Parece que llegan del trabajo, porque traen carteras y eso. Pero enseguida empiezan a encuerarse una a la otra y revientan después tremenda tortilla. Pero cuando más embulladas están, llega una mulata, las desaparta con un empujón y se suma a la actividad. La mulata tiene un bollo rojo y casi sin pelos que debe pesar como diez libras. Las dos rubias maman toda a la mulata, hasta que una de ellas saca un consolador y se lo amarra a la cintura. Entonces se lo mete a la mulata, hasta que se viene. Mientras todo eso pasaba, el Cao fue el primero que se sacó el rabo y empezó a hacerse la paja. Después yo. Después Alexis. Después Yovanoti. Y también la otra rubia, para no quedarse sin hacer nada, empezó a hacerse su paja. Lo malo de todo esto es la peste a leche que hay ahora en el cuarto. Yo me quedo pensando en el bollo de la mulata. Un rato nada más. Porque empezó otra película y el Cao sacó una botella de alcohol.
Me despierto de noche. Creo que todavía estoy en el cuarto de Yovanoti. Alexis sigue durmiendo, en la cama. El Cao y Yovanoti se fueron. La que está entre Alexis y yo es la rubia Vanessa. Vanessa está encuera y también está durmiendo. Me extraña, porque Vanessa nunca se pone a templar con nosotros. Dice que nosotros somos unos salvajes y que dejamos marcas y que ella lo que quiere es un yuma que le dé dólares y la ponga a vivir en París. No sé por qué la tiene cogida con París. Pero es Vanessa, y la verdad es que está riquísima. Tiene un mechoncito de pelo rubio sobre el bollo gordo, y dos tetas más ricas todavía. De pronto se me para. Toco a Vanessa, pero ni se mueve. Le meto un dedo y siento que tiene mojada toda la raja. Parece que es leche. Me paso el dedo por el rabo, para mojarlo. Entonces se la meto. Ella sigue igual. ¿Con qué cogió esa nota? Yo sigo metiéndosela hasta que me aburro y se la saco. Entonces le chupo un poco las tetas. Ella se ríe, dormida, y yo se la vuelvo a meter y entonces sí me vengo. Pero no mucho.
Miro por la ventana y veo que está lloviendo. No me había dado cuenta. No sé qué hora es. Debe ser muy tarde porque tengo un poco de hambre. En el piso descubro unos papelitos quemados. Claro, seguro que fumamos mariguana. Pero no me acuerdo. En un litro quedan tres dedos de ron. Me lo tomo para calmar el hambre y me vuelvo a acostar. Pero antes le chupo otro ratico las tetas a Vanessa, pensando en el bollo de la mulata.
Como el Kakín no aparece nos vamos para la costa y el agua está riquísima. Aquí lo malo son las piedras en el fondo. Una vez por poco me quedo sin cabeza. Claro, me tiré borracho. Todavía se me ve la cicatriz: dieciséis puntos me dieron, y como estaba tan borracho no me cogió la anestesia. Mejor ni acordarse de eso. Por eso me tomo otro buche de ron y me pongo a oír al Cao que habla como una cabrona cotorra:
—Entonces me le acerqué al yuma y le dije: ¿Mister, guat yu guan? ¿Girls, rum, tobaco, marijuana? Y el tipo medio se asustó. Como era rubiecito y rosadito se puso colorao. Nosing, nosing, me dijo y yo le dije: no problem, mister, yo tengo lo que yu guan. Y el tipo nosing, nosing, pero ya el Yovanoti estaba detrás de él y ahí mismo le arrié el avión y el Yova le sopló otro por el tronco de la oreja y yo agarré la mochila y le di una patada en los cojones que creo que le saqué uno por una oreja. Por mi madre que sí. Entonces echamos tremendo patín y cuando me viré, como a la cuadra, vi al tipo todavía revolcándose en el suelo, y entonces seguimos despacito. Registramos la mochila y empezamos a botar mierdas, hasta que encontré la cartera y descubrimos que el gallo era alemán. ¿Y ustedes saben cuánto dinero tenía? Diez miserables fulas. El Yovanoti me tuvo que aguantar, porque lo que me dieron fue ganas de ir a darle dos patadas más. ¿Tú sabes lo que es venir de Alemania y andar con diez dólares arriba? Pero, bueno, con eso compramos estos litros...
Nos reímos cantidad. Y tomamos más ron. Yovanoti dijo:
—Brindemos por la solidaridad del pueblo alemán con el pueblo cubano —y tomamos más.
Alexis no tomó esta vez, y me dijo:
—¿Por fin vas a conseguirme el hierro de tu padre?
—¿Sigues con esa descarga?
—¿Me lo vas a conseguir o no?
—Coño, Alexis, tú sabes que el tipo no suelta la fuca ni cuando va a cagar.
—¿Y duerme con ella?
—Claro que no.
—Entonces.
Alexis se ríe cuando ve la pistola. Es una Makaró y está tan limpiecita que parece nueva. Se la doy y él la mira y la mira. A él sí le gustan esos hierros. A mí no. El Cao y Yovanoti también la miran y dicen:
—Qué linda está.
Alexis saca el cargador y quita las balas. Pone las suyas, una a una, y dice:
—Mañana el mundo debería hacerme un homenaje. Va a haber dos negros menos. Vamos —dice y salimos. Pero antes nos damos dos buches de ron. O tres.
Alexis dice:
—Seguro están ahí —y nos enseña la casa—. Ahí es donde toman cerveza.
Y nos ponemos a esperar. Nadie habla. Mientras esperamos, yo me pongo a mirar a la luna. Hoy está redonda, y alumbra cantidad. Yovanoti se está fumando un cigarro atrás del otro. Richard el Cao se sentó en el suelo y está cantando bajito. Alexis no hace nada más que mirar la casa, hasta que dice:
—Ahí están los singaos ésos.
Los dos negros salen y cogen para la otra esquina. Nosotros salimos detrás de ellos, sin apurarnos. Doblamos en la esquina y los vemos frente a una casa, mirando con disimulo para adentro. Seguro que van a dar un palo ahí. Todos los negros son iguales. Bueno, casi todos. Mi papá dice que no todos los negros son ladrones, pero que todos los ladrones son negros. Y también dice que los negros tienen cinco sentidos, igual que los blancos. Pero tienen dos para la música y tres para el robo. Él se ríe muchísimo cuando hace esos chistes y cuando habla de los negros que han cogido presos. Cuando están presos, dice él, esos negros ya no son tan duros.
Nosotros seguimos por la otra acera y cuando nos acercamos a los negros ellos embarajan, y encienden un cigarro. Aunque hay mucha luna parece que los negros no nos reconocen. Cuando estamos frente a ellos les vamos para arriba y Alexis saca el hierro. El negro del cuchillo se da cuenta primero. Qué negro más ratón. Se manda a correr y eso le cuesta la vida: Alexis le suelta un plomazo y se cae en el piso. El tipo empieza a revolcarse como un perro con rabia y Yovanoti y yo empezamos a darle patadas en el suelo y a gritar, Negro maricón, cogiste miedo, eh, negro maricón. Hasta que el negro se pone a temblar rarísimo y por fin se queda tieso, con un pedazo de lengua para afuera. El otro negro se había quedado congelado, viendo cómo su socio se moría completo. Alexis sigue delante de él y le dice:
—Ahora sí me vas a pagar mis cien pesos, ¿verdad? —y le da con la fuca a la nariz.
—Coño, blanco, no hay que ponerse así —le dice y se mete la mano en el bolsillo.
—Cuidado —le grita entonces el Cao y Alexis no lo piensa más: le mete un balazo en la cabeza. La cabeza del negro se fue para atrás y explotó. Hasta a mí me salpica con la sangre. Es casi negra, como la del perro, aunque tiene puntos blancos. Entonces el negro se cae y Alexis se agacha y le dice, aunque creo que el tipo ya no oye:
—Tú ves lo que les pasa a los negros guapitos como tú y tu socio —y le saca la mano del bolsillo. El negro no tenía pistola ese día, sino un fajo de pesos: más de quinientos.
Como la gente de la cuadra ya había empezado a gritar y a asomarse, nos mandamos a correr. Entonces fue que se jodió la cosa: por la esquina aparecieron dos policías y Alexis ni lo pensó. Nunca lo piensa. Y con la puntería que tiene. Les tiró y tumbó a uno, y el otro se mandó a correr. Nosotros nos fuimos por la otra esquina y no salió más nadie a caernos atrás.
Si uno mata a dos negros delincuentes se busca un lío. Pero si se echa a un policía la cosa sí que se pone mala mala. Nosotros lo sabíamos bien, y por eso todo el mundo dijo que sí cuando el Cao habló:
—Vamos a llevarnos una lancha en el río e ir echando para la Yuma porque esto está malo malo. Esto me pasa por andar con comemierdas como éste —y le quitó la pistola a Alexis. Alexis fue a protestar y el Cao le dijo—: Cállate o te callo.
Ahora hace dos horas que estoy mirando al sol. Me gusta mirar al sol. Yo puedo mirar al sol, sin cerrar los párpados, con la pupila intacta, sin lágrimas. Hace dos horas que se le acabó el petróleo a la lancha y más de cuatro que no tenemos agua. Hace por lo menos una hora que Alexis se cayó por la borda, cuando fue a tomar agua de mar, y no volvió a salir. Dice Yovanoti que seguro lo agarró un tiburón, y entonces se puso a llorar y a decir: me alegro, me alegro, y a escupir hacia el mar. A mí no me gustó eso. Creo que Alexis era mi mejor amigo.
Nunca me había preocupado tanto por las horas. Dice Richard el Cao que en dos horas ya oscurece y que eso es mejor. Yo no sé si es mejor. Sin agua y sin comida y sin ron, en el medio del mar, nada es mejor. Y con esta peste a vómito y a mierda. Si no viene un guardacosta americano estamos jodidos. Y si viene uno cubano estamos más jodidos. Entonces me pregunto: ¿qué cojones hago yo arriba de esta lancha? y me dan ganas de tirarme al agua, como Alexis, pero me aguanto.
Se hace de noche y me quedo dormido.
El sol está del carajo. Me duele un poco la cabeza. Me da mucho sueño. Yovanoti hace rato que no habla de lo que va a hacer cuando llegue a la Yuma. Ha vomitado tanto que ya no vomita. Nada más suelta una saliva verde. El Cao dice que pensemos en cosas buenas, pero que no pensemos en que tenemos sed. Eso es más difícil. Yo pienso un rato que le estoy chupando las tetas a la rubia Vanessa y después pienso otro rato que estoy en la iglesia. Todavía después pienso en el bollo de la mulata de la película. Y de verdad que me siento mejor, porque casi se me para y todo. Cuando el Cao vuelve a hablar dice:
—Ahorita es de noche otra vez.
Yovanoti empieza llorar y el Cao le da dos galletas. Para que se calme. Yovanoti vomita un poquito más. Esta noche no hay mucha luna y no veo nada ni miro nada.
Cuando me despierto veo el sol y veo el helicóptero. No parece de la policía cubana. Desde allá arriba, con una bocina, gritan algo en inglés. Cuando miro la lancha nada más veo al Cao, tirado, creo que desmayado. Yovanoti no está por ningún lado. Precisamente él, que era el que más quería ir a vivir en Miami. Mala suerte. Qué falta me hace ahora darme un buche de ron. Le echo agua en la cara y el Cao se despierta, pero no se levanta.
—Nos salvamos —le digo y otra vez tengo mucho sueño, pero abro bien los ojos y me pongo a mirar al sol.
Leonardo Padura Fuentes (La Habana, 1955). Novelista y periodista cubano, conocido especialmente por sus novelas policiacas del detective Mario Conde. El Gobierno de España concedió en 2011 la ciudadanía de ese país a Padura, quien sigue viviendo en Cuba1
Nacido en el barrio de Mantilla, hizo sus estudios preuniversitarios en el de La Víbora, de donde es su esposa Lucía; naturalmente, estas zonas de La Habana, muy ligadas espiritualmente a Padura, se verán reflejadas más tarde en sus novelas. Padura estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Habana y comenzó su carrera como periodista en 1980 en la revista literaria El Caimán Barbudo; también escribía para el periódico Juventud Rebelde. Más tarde se dio a conocer como ensayista y escritor de guiones audiovisuales y novelista.
Su primera novela —Fiebre de caballos—, básicamente una historia de amor, la escribió entre 1983 y 1984. Pasó los 6 años siguientes escribiendo largos reportajes sobre hechos culturales e históricos, que, como él mismo relata, le permitían tratar esos temas literariamente.2 En aquel tiempo empezó a escribir su primera novela con el detective Mario Conde y, mientras lo hacía, se dio cuenta "que esos años que había trabajado como periodista, habían sido fundamentales" en su "desarrollo como escritor". "Primero, porque me habían dado una experiencia y una vivencia que no tenía, y segundo, porque estilísticamente yo había cambiado absolutamente con respecto a mi primera novela", explica Padura en una entrevista a Havana-Cultura.3
Las policiacas de Padura tienen también elementos de crítica a la sociedad cubana. Al respecto, el escritor ha dicho: "Aprendí de Hammett, Chandler, Vázquez Montalbán y Sciascia que es posible una novela policial que tenga una relación real con el ambiente del país, que denuncie o toque realidades concretas y no sólo imaginarias".4
Su personaje Conde —desordenado, frecuentemente borracho, descontento y desencantado, "que arrastra una melancolía", según el mismo Padura— es un policía que hubiera querido ser escritor y que siente solidaridad por los escritores, locos y borrachos. Las novelas con este teniente han tenido gran éxito internacional, han sido traducidas a varios idiomas y han obtenido prestigiosos premios. Conde, señala el escritor en la citada entrevista, refleja las "vicisitudes materiales y espirituales" que ha tenido que vivir su generación. "No es que sea mi alter ego, pero sí ha sido la manera que yo he tenido de interpretar y reflejar la realidad cubana", confiesa.
Conde, en realidad, "no podía ni quería ser policía"4 y en Paisaje de otoño (1998) deja la institución y cuando reaparece en Adiós Hemingway (2001) está ya dedicado a la compraventa de libros viejos.
Tiene también novelas en las que no figura Conde, como El hombre que amaba a los perros (2009), donde las críticas a la sociedad cubana alcanza sus cotas más altas.
Padura ha escrito también guiones cinematográficos, tanto para documentales como para películas de argumento.
Vive en el barrio de Mantilla, el mismo en el que nació. Al preguntarle por qué no puede dejar La Habana, el ambiente de su historia, ha dicho: “Soy una persona conversadora. La Habana es un lugar donde se puede siempre tener una conversación con un extranjero en una parada de guaguas”. Obra. Novelas en las que figura Mario Conde.Tetralogía Cuatro estaciones. Las novelas que la conforman están ambientadas en las distintas estaciones del año.Pasado perfecto, EDUG, Dirección de Publicaciones, Universidad de Guadalajara, 1991.Vientos de cuaresma, Ediciones Unión, La Habana, 1994.Máscaras, Unión de Escritores y Artistas de Cuba; Tusquets, ambas ediciones en 1997.Paisaje de otoño, Tusquets, 1998.Adiós Hemingway, Ediciones Unión, La Habana, 2001; junto con la noveleta La cola de la serpiente, escrita en 19985 (Tusquets sacó Adiós Hemingway en 2006).La neblina del ayer, Ediciones Unión, La Habana, 2005 (Tusquets, 2009). La cola de la serpiente, versión corregida; Tusquets, 2011.Otras novelas.  Fiebre de caballos, Letras Cubanas, La Habana, 1988.La novela de mi vida, Ediciones Unión, La Habana, 2002, novela histórico-detestivesca sobre el poeta cubano José María Heredia.
Esta novela tiene varios marcos narrativos: el del presente, protagonizado por Fernando Terry, quien regresa a La Habana después de haberse exiliado por casi veinte años, con el propósito de investigar si un manuscrito que se ha encontrado es la autobiografía de José María Heredia. Alternamente a la historia de intrigas de Terry, quien sospecha que uno de sus amigos íntimos de juventud fue el responsable de su destierro, se encuentran los relatos del mismo José María Heredia sobre su vida, comenzando con su afán de ser poeta, y su decisión consciente de ser y sentirse cubano; y la del hijo de éste, José de Jesús de Heredia, quien, ya anciano a principios del siglo XX, reflexiona sobre la posibilidad de torcer la historia por medio de la omisión o la reescritura de ésta. El hombre que amaba a los perros, Tusquets, Barcelona, 2009, novela basada en la historia de Ramón Mercader, el asesino de León Trotsky que vivió sus últimos años en La Habana. Libros de cuentos. Según pasan los años, Letras Cubanas, La Habana, 1989 (82pp).El cazador, Ediciones Unión, colección El Cuentero, La Habana, 1991 (12 pp). Este relato tiene como protagonista a un gay, que Padura presenta con simpatía a pesar de que en Cuba la homosexualidad fue estigmatizada oficialmente hasta finales de los años ´706.La puerta de Alcalá y otras cacerías, cuentos, Olalla Ediciones, Madrid, 1998.El submarino amarillo, antología del cuento cubano entre 1966 y 1991, Ediciones Coyoacán: Coordinación de Difusión Cultural, Dirección de Literatura/UNAM, México, 1993.Nueve noches con Amada Luna, H Kliczkowski, Colección Mini Letras, Madrid 2006, 64 pp; Contiene 3 relatos:Nueve noches con Amada Luna, escrito a principios de los años 90; Nada (principios de los 80) y La pared (1987).Mirando al sol, Sarita Cartonera, Lima, 2009 (16pp).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:elmalpensante.com.Foto:archivo

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