Uno dio
clases a Jeffrey Eugenides y Jenny Offill, el otro casi ganó el National Book
Award y tiene una estrella de la fama en St. Louis. La obra de Gilbert
Sorrentino y Stanley Elkin llega tarde y con cuentagotas porque existieron en
los márgenes de los márgenes sin dejar de ser fundamentales
Stanley Elkin, en los años 40, en Nueva Jersey./ELPAIS.COM |
Gilbert Sorrentino, en Nueva York, en la década de los 60. |
Es una noche de invierno en Nueva York. En un reservado del
North Square, un pequeño bar subterráneo que sirve cócteles que se llaman como
la mujer que salvó urbanísticamente Manhattan, Jane Jacobs, A. M. Homes, la escritora,
habla de su hija adolescente y de Stanley Elkin. De su hija dice que está
preocupada porque en realidad no sabe qué le pasa por la cabeza. Es un
misterio, dice. Y uno complicado, porque tiene amigos complicados. De Stanley
dice que también era un tipo complicado pero que lo que hacía va a gustarme
porque era “muy divertido”. “Era de Brooklyn”, dice. “Como Gilbert Sorrentino”,
dice también. Apenas he oído hablar de ninguno de los dos entonces.
Los investigo. Compro todos los libros de cada uno de ellos que consigo encontrar. Descubro
que el primero nació en 1929, y que el segundo nació un año después. Imagino a
sus madres cruzándose con ellos en los cochecitos por las calles de Brooklyn.
Fantaseo con que se han visto en tantas ocasiones en el supermercado que han
empezado a reconocerse y a saludarse. No saben que lo que berrea ahí dentro, en
cada uno de sus carritos, algún día va a tratar de hacer pedazos todo lo que
toque escribiendo, de formas muy distintas, pero igual de exuberante e
incorrectamente malditas. ¿Y los imagino luego a ellos coincidiendo en alguna
biblioteca? No, porque los Elkin se mudaron a Chicago al poco.
Y,
pese a ello, Elkin volvía tan a menudo a Nueva Jersey —pasaba los veranos en
una colonia vacacional judía— que buena parte de sus historias están
ambientadas en Nueva York. Su sentido del humor es salvajemente negro, macabro.
Una buena muestra de ello es la incorrectamente delirante Magic
Kingdom (La Fuga), el último eslabón de la cadena de
recuperación de su obra en España que se inició en 2015 con la también
negrísima El condominio (también en La Fuga) y continuó en
2018 con los relatos incómodos de Poética para acosadores (Contra).
El protagonista de Magic Kingdom es un padre que acaba de
perder a un hijo y se lleva a siete niños enfermos a Disney World.
Los
niños se están muriendo de todo tipo de enfermedades raras. Hay uno que ya es
tan viejo como lo sería el más viejo de sus tatarabuelos. Bale, un amante de la
vida —”Solo los dementes creen que la vida es dura. ¿Dura? Si es más suave que
un pijama de seda”—, quiere que esos críos disfruten como marajás de lo que les
queda, como no pudo hacerlo su hijo —que, sin embargo, murió siendo
discretamente famoso por su enfermedad, y feliz, creyendo que iban a esculpirle
en el Madame Tussaud—, que pereció en medio de una infinidad de pruebas
absurdas. Elkin dispara, desde el aparente centro de la incorrección más incorrecta,
una trepidante e invasiva delicia estilística llena, paradójicamente, de vida.
“Un
escritor al que le preocupe la corrección política, será, con toda
probabilidad, uno incapaz de escribir sátiras, porque la sátira, por
naturaleza, ofende a alguien o algo”, dijo en 1994 Gilbert Sorrentino, el, sin duda,
a juzgar por relatos como el majestuoso, juguetón y perfecto La
dignidad del trabajo, más claro maestro de David Foster Wallace — que acabó
perdiéndose en una frondosidad sin, por momentos, salida—, y a su vez, el hijo
putativo norteamericano del genial Flann O’Brien. Sorrentino, que murió en
2006, dejó a su partida una veintena de títulos formalmente expansivos y
suculentamente absurdos, tanto como los 20 relatos recién rescatados de La luna en fuga (Cielo
Eléctrico).
A
diferencia de Elkin, Sorrentino estuvo donde debía cuando debía, pero evitó
salir en ningún tipo de foto. Es decir, vadeó a los beatniks —fue amigo de un
ya viejísimo William Carlos Williams,
el poeta sin el que no hubieran existido—, a todo movimiento poético de la
época —el Black Mountain, o los proyectivistas—, y, por supuesto, al
inevitablemente desarticulado posmodernismo narrativo —los Gaddis, Barth,
Coover, Vonnegut, Barthelme, Pynchon—. Se situó, quién sabe si a conciencia, en
los márgenes de los márgenes, algo que hizo el propio Elkin sin querer. Y solo
por eso el mundo nunca ha hablado suficiente ni del uno ni del otro.
Es
decir, con dificultad se encuentra hoy una entrevista con cualquiera de los dos
en alguna publicación de mayor rango que el Brooklyn Rail —y ni siquiera es una
entrevista cuando lo haces, es un artículo escrito por un
alumno de uno de ellos, en este caso, Sorrentino—, pero cuando se
hace, lo que cada uno de ellos dice de su trabajo es de una una lucidez
soberbia. ¿Por qué? Porque los únicos que se acercaban a ellos sabían a qué se
enfrentaban. Por eso cada pequeño artículo, o pequeño puñado de preguntas, es casi
una tesis sobre su obra. Es decir, puede que fuesen poco leídos, pero debían
sentirse muy entendidos. “No debe confundirse el espectáculo con la escritura”,
dijo una vez Sorrentino.
“Lo
único que debe preocuparle a un escritor, si se entiende el escritor como
artista, es hacer arte. Y debería poder permitirse el lujo de hacerlo, de la
misma manera que el físico hace física y el cirujano, opera. Si le preocupa
convertirse en algún tipo de anacronismo, debería dejar de escribir y dedicarse
a otra cosa”, dijo también. Habló de que debería darse por hecho que ese
escritor no iba a vender demasiado —llegó a decir que podía no superar los
1.500 ejemplares, lo que en Estados Unidos es casi una cifra infinitesimal—
porque a veces, o casi siempre, eso ocurría con el arte. No hubo mención al
hecho de que era muy probable que los destinatarios se convirtiesen en
escritores.
“Lo único que debe preocuparle a un escritor, si se
entiende el escritor como artista, es hacer arte. Y debería poder permitirse el
lujo de hacerlo, de la misma manera que el físico hace física y el cirujano,
opera. Si le preocupa convertirse en algún tipo de anacronismo, debería dejar
de escribir y dedicarse a otra cosa”, dijo también. Habló de que debería darse
por hecho que ese escritor no iba a vender demasiado —llegó a decir que podía
no superar los 1.500 ejemplares, lo que en Estados Unidos es casi una cifra
infinitesimal— porque a veces, o casi siempre, eso ocurría con el arte. No hubo
mención al hecho de que era muy probable que los destinatarios se convirtiesen
en escritores.
Escritores que podían, tomando esto de acá y aquello otro de allá, convertirse en escritores de los que todo el mundo leía y respetaba en todas partes. Como dos de sus alumnos reales —porque sí, Sorrentino dio clases en Stanford, y en algunas otras universidades, y era, recuerda un tal Eugene Lim, un maestro “apasionado” que sobre todo hablaba de otros escritores—, Jeffrey Eugenides y Jenny Offill. En décadas distintas, uno y otro han puesto el mundo (editorial) a sus pies, y aunque de forma distinta, la influencia por la deconstrucción formal de Sorrentino es evidente y necesaria. Se diría que les ha moldeado, permitiéndoles elegir un molde distinto en cada caso.
Lo mismo ocurrió con Hubert Selby Jr. Por la época en la que Selby Jr. estaba empezando a escribir, Sorrentino editaba una revista, Neon. Como eran amigos desde niños, Sorrentino se prestó a echarle un vistazo a lo que Hubert escribía. Y le animó a descomponer, como lo hizo, las historias —que, de alguna forma, se devoran a sí mismas entre ellas— de la que acabó siendo su primera y más exitosa novela, Última salida para Brooklyn. Sorrentino estaba convencido de que la estructura, o una serie de estructuras, podían, de alguna forma, “generar contenido”, y convertirse “en la obra en sí misma”. Y en eso se empleó a fondo.
Compuso, Sorrentino, relatos y novelas, novelas como la única que por el momento puede leerse en español, Aberración estelar (Underwood, 2018), que se ríen de la propia idea de la composición. Que, en realidad, la exponen, la desnudan, lo que incluye al lector en el juego de la creación de sentido. Su genialidad no es incorrecta, como la de Elkin, que si algo tiene de posmoderno es la manera en que construye de historias a partir de personajes que son siempre gigantescos —como enormes muppets— en comparación con la trama —apenas un anecdótico hilo que los une— y, también, la manera en que esta parece querer descontrolarse sin hacerlo. Pero está igualmente maldita.
Y, pese a ello, Elkin estuvo a punto de ganar un National Book Award, y tiene una extraña estrella de la fama en un paseo de St. Louis. Como Bale, el protagonista de Magic Kingdom, parecía recordarse a sí mismo constantemente que tenía “pocas posibilidades de ganar”, pero eso no iba a impedirle seguir escribiendo. Como nada va a impedir a Bale llevar a esos niños a Disney World, por más que el mundo no quiera ni oír hablar de ello. “Era como un músico de jazz que soltase riffs sin parar”, dijo de él William Gass. Cada disparo, un acto de redención, y a la vez, un camino inexplorado. Elkin y Sorrentino, exuberantes y malditos, y, por fin, entre nosotros.
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