Un monumental volumen reúne la narrativa
breve del autor ruso, sumada a sus reportajes, diarios, guiones y relatos
cinematográficos
El escritor Isaak Bábel, en 1933.ELPAIS.COM |
La publicación en un solo volumen de los cuentos completos de Isaak Bábel —incluidos diarios, relatos
cinematográficos, crónicas y demás narrativa breve— es un verdadero acontecimiento
para los lectores en español y, a riesgo de que suene enfático, así debo
decirlo nada más empezar. Si además todo este material viene presentado en
ciclos y organizado temáticamente en una edición crítica con traducciones
nuevas, como en este caso, es motivo de mayor alegría. Y lo será tanto para
quienes ya conocían ediciones anteriores de sus cómicas aventuras de los
gánsteres de su ciudad natal antes de la Revolución (Cuentos
de Odesa), los episodios de una infancia judía durante los pogromos o
su memorable representación de los cosacos en la guerra polaco-soviética de
1920 (Ejército de caballería, antes Caballería roja) como para
quienes lo descubran ahora. Estas piezas juntas tienen un efecto multiplicador
y unitario, como si fueran capítulos de un mismo libro. Con la detención de
Bábel en 1939 y su aniquilación a manos del NKVD se truncó dramáticamente uno de los
mayores talentos literarios del siglo pasado y nunca sabremos cuántas páginas
se le arrancaron a ese libro, pues no se recuperó la producción de sus últimos
años, confiscada en los registros. El escritor “más parecido a Chéjov que tuvieron los soviéticos”,
según su mayor especialista, el académico israelí Efraim Sicher, demostró su
habilidad para condensar un universo entero con el colorido sensual de Chagall y la truculenta clarividencia
de Goya. Si de algo se enorgullecía Bábel era de
ser el escritor que menos palabras inútiles usaba. Por otra parte, esto lo
sumía en un purgatorio creativo con larguísimos procesos de gestación, que le
valieron fama de ser un maestro en el arte de incumplir los plazos de entrega
para desespero de sus editores, de quienes antes había conseguido formidables
anticipos. A uno de ellos le dijo que ni que lo azotaran públicamente
entregaría un manuscrito antes de considerar que estaba listo.
Bábel se enorgullecía de ser el escritor que menos
palabras inútiles usaba, lo que lo sumía en un largo purgatorio creativo
“Soy hijo de un comerciante judío”, escribió, “nací en 1894 en Odesa, en la
Moldavanka”, uno de los barrios más humildes de esa Marsella del mar Negro
donde se mezclaban palabras en ruso, yidis y ucranio; los vapores de Cardiff,
El Pireo y Puerto Said; los acentos griego, rumano y francés; el Talmud, Maupassant y Gógol. A sus 19 años vio la luz el primer
relato de este autor “con gafas sobre la nariz y el otoño en el alma” (como caracterizó
a uno de sus personajes) y en 1915 probó suerte en la capital, Petrogrado,
donde solo Gorki apreció su talento, le publicó y le
dio un valioso consejo: “Es obvio que usted no sabe nada, pero intuye mucho…
Por eso, vaya a conocer a la gente”. Y lo hizo. Después de servir en el frente
rumano, hacer de traductor en la Cheka, participar en las requisas de grano,
ejercer de corresponsal junto al Ejército de Budionni o escribir
reportajes en Tiflis, cuando ya había aprendido a expresar sus ideas “de manera
clara y no muy extensa”, publicó los primeros relatos de Ejército de
caballería y Cuentos de Odesa. El éxito le sobrevino como
un alud. Ni siquiera sus detractores —Bunin lo acusó de “blasfemar a la sagrada
Rusia”; los bolcheviques, de pintar una revolución despiadada sin batallas
gloriosas— pudieron negar la novedad y potencia de su tono objetivo y estilo
poético, carente de sitios comunes, imágenes manidas y melodrama. Nadie se
había atrevido a intercalar escenas líricas en medio del hedor de la
destrucción y del púrpura de la sangre. Sus descripciones de la naturaleza son
soberbias, como si esta fuera el último reducto de la compasión perdida de la
humanidad: “la noche posó sus maternales palmas sobre mi frente fogosa”. Su
nombre pasaría a estar en boca de todos: desde Maiakovski, Ehrenburg, Paustovski hasta Thomas Mann, Brecht o Hemingway. Los lectores adoraron a los
antihéroes de los bajos fondos odesitas y al protagonista de Ejército
de caballería, ese intelectual judío inmerso en un dilema irresoluble
entre la tragedia de su cultura y la brutalidad despiadada cometida en nombre
de un ideal. Arrebatados y escalofriantes, sus cuentos impactaron como un obús
en las conciencias de su época, un fenómeno comprensible para quien concebía
que ningún hierro podía penetrar los corazones “de forma tan heladora como un
punto puesto a tiempo”.
Con un gran futuro ante sí, en lugar de catapultarse, Bábel inició un viaje
hacia el silencio que alimentó más su leyenda. Su ritmo de publicación se
estancó y la escritura de guiones fue su escudo. Solía evitar las
conversaciones sobre literatura, nunca se alineó con ningún grupo, aparecía y
se ocultaba sin previo aviso, y apenas hablaba en público. En 1934, cuando
participó en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos, en
parte para testimoniar su lealtad y justificar su silencio (entendido este
último como un género del que se proclamó un gran maestro),
recordó que el gobierno solo les había quitado un derecho: “el de escribir
mal”. Se guardó mucho de decir lo que él entendía por escribir mal, con el
realismo socialista impuesto por decreto como única corriente artística válida.
Dos años después, a la muerte de Gorki, su mentor, Bábel le dijo a su segunda
esposa que no lo dejarían tranquilo: “No me asusta que me arresten, mientras me
dejen escribir”. Planeaba una edición revisada de sus obras con inéditos, una
futura novela, otro ciclo de relatos, pero el tiempo corría en su contra. “Al
pasar a limpio los frutos de mis muchos años de meditación, como de costumbre
me encuentro con que tengo menos para enseñar que el pico de un gorrión, y esto
causará una gran indignación”. Un editor dijo de Bábel que se le encontraba
allí donde lágrimas y sangre se derramaban con la misma facilidad. Y, con todo,
él reivindicaba la felicidad y la ternura. A la literatura rusa, saturada de
“la misteriosa y densa niebla de Petersburgo”, pensaba que le faltaba una buena
descripción del sol. Aseguraba no tener imaginación y, para suplir esa
carencia, cultivó una curiosidad omnívora, fiel a la exhortación de la abuela
de su famoso relato: para triunfar “debes saberlo todo”.
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