Velia Vidal, autora de Aguas de
estuario, se ha dedicado a narrar la belleza y el horror del Chocó.
Velia dirigió varios programas a nivel cultural
en la Gobernación de Antioquia, pero abandonó todo por volver a tener cerca el
mar, a su abuela Belice y su gente./eltiempo.com
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Su libro de no ficción, Aguas de estuario, es una colección de cartas sobre su vida en las tensiones del Pacifico chocoano, su trabajo como promotora cultural y el descubrimiento como escritora./Laguna Libros |
“¿De qué sirve leer cuentos en una vida tan dura?”, se dijo Velia Vidal, cuando Grisela,
una niña que la visitaba sagradamente cada domingo para leer en el piso de la
biblioteca, llegó con los ojos rojos y le dio una noticia desgarradora:
“mataron a mi hermanito”. La escena se quedó en su cabeza y fue una de las
cartas que escribió en su libro Aguas de estuario.
Velia vive en Bahía Solano entre el paraíso de la naturaleza y el
infierno de la realidad colombiana. Antes de irse al aeropuerto para participar
en el Hay Festival en Cartagena, el ruido de una explosión de granada la sacó
de la cama. La violencia no da tregua. La imagen que tiene de su último viaje
largo, también la dejó atormentada: después de haber estado tres meses en
Europa, su abuela –que siempre había sido una mujer de puertas abiertas– había
pasado los cerrojos y prácticamente miraba por la rendija. La misma mañana se
había desatado una balacera al frente de su casa.
La poética de Velia está construida con los
grises que quedan entre las dualidades: tierra-mar, volver-regresar,
dar-recibir. A veces es testimonial, a veces epistolar, y en sus letras siempre
está el misterioso Chocó. Aguas de estuario (Laguna Libros) ha estado en los últimos meses
en boca de varios lectores entusiastas que no se han cansado de recomendarla.
Su escritura es fresca, honesta y directa. Su cuento Alabao, la narración de un difunto asesinado en una
mina en Paimadó que es testigo de su propio velorio y se queda solo con las
ánimas cuando se desata un aguacero, fue seleccionado para la edición sobre
Colombia de la revista más antigua de literatura del mundo anglófono: The London Magazine.
Velia Vidal vivió en Quibdó hasta los 11 años. Sin embargo, con su mamá, la
pobreza no les dejó otro camino que huir a Cali, en búsqueda de mejores
oportunidades. Allí las encontró, pero también descubrió el racismo estructural
del país en el que vivía, en Medellín, a donde se mudó cinco años después, no
fue distinto: el racismo es un problema nacional. Pero Velia no se quedó en
lamentos de dientes para adentro. Estudió Comunicación social y periodismo en
la Universidad de Antioquia. Fue la primera ganadora de la Beca Creación de
autoras afrocolombianas, negras, raizales y palenqueras por Aguas de Estuario. Recibió una
mención de honor por su certificación en Estudios Afrolatinoamericanos en Harvard University y recibió una beca
en Josepha, una residencia de artistas en Ahrenshoop, Alemania. También
publicó Oír somos río (2019), un libro de viajes sobre el río
San Juan a partir de su propia experiencia, junto a las memorias de la
investigadora Godula Buchholz, que hizo el mismo viaje en 1959.
En el 2015, decidió regresar a Bahía Solano,
pero su retorno ha coincidido con épocas de una violencia brutal que no había
conocido en su infancia. Ese mismo año, el 25 de mayo, empezó su
correspondencia de cartas y correos con un amigo, una colección que terminó
convirtiéndose en Aguas de Estuario, publicado en 2020. En sus páginas, Velia
relata su llegada al Chocó, y descubre sus dos facetas: su pasión por la
promoción cultural y su pluma como escritora.
Los estuarios son las desembocaduras de los
grandes ríos en el mar donde se mezcla el agua salada y el agua dulce a través
de las mareas, y así es su libro: un intercambio de correspondencias donde se
dibuja el mapa de un Choco variopinto y en el que la palabra no solo es clamor
de su abandono, sino una oda a la belleza implícita de su verdor y su lucha.
Sabe que hace parte de una legión de escritores conscientes del pedazo de agua
y tierra que les han otorgado: su amiga Amalia Lú Posso Figueroa, Óscar
Collazos, Rogerio Velásquez y, por supuesto, el inmenso Arnoldo Palacios, el autor de Las estrellas son negras.
En cada municipio hay una tragedia por contar de cuenta del
narcotráfico, la trata de personas, de cuenta de la presencia del ELN, de todos
los grupos. ¿Quién puede vivir en el Chocó hoy?
Velia creó Motete, una corporación educativa y cultural que
le apuesta a tener un impacto social en el departamento más pobre de Colombia
mediante la lectura y el arte. Hoy asisten más de 1500 familias a los programas
y actividades que organizan, y en el 2018, crearon FLECHO, la Fiesta de Lectura y Escritura en Quibdó,
donde participan aproximadamente 10.000 personas.
Vel, Velita, la Seño Velia como la llaman en Motete, Veliamar, como se llama
ella misma, dialoga durante sus viajes con los mares, el Baltico, el Caribe, a
través del Pacifico que lleva dentro. Su familia materna viene de Juradó, la
paterna de Juribiná, en Nuqui. Su vida y su obra son un poema a los 21
municipios de la región del Chocó. Un verso a la resistencia de una población que
no se amilana por el abandono, que se rodea de un paraíso natural del cual se
inspira para continuar. La tarea de Velia, y de la cultura, es mantener viva la
capacidad de soñar y hacer poesía, porque sin ella no se puede vivir.
En Aguas de Estuario hay varios episodios que evidencian la situación de
violencia en Quibdó. ¿Cómo lo ha enfrentado usted?
Cuando yo era niña, todavía no se veían las cosas que empezaron a verse luego.
Hoy tú no puedes decir que no haya ninguna persona en el Chocó que esté por
encima de la situación tan crítica que se vive de orden público. Todos tenemos
un amigo, hermano, familiar que está siendo, o ha sido, extorsionado. Todos
hemos tenido que escuchar una balacera. A todos nos ha tocado una explosion
como las que nos tocó en Bahía. En Quibdó la extorsión ha sido terrible; los
índices de asesinatos son brutales. El desplazamiento que hay en la región del
San Juan es absolutamente desproporcionado, masivo, solo hay que ver la
cantidad de comunidades indígenas que han llegado a Istmina, por ejemplo. Hay
crisis humanitaria. El año pasado hubo 28 víctimas de minas antipersona en el
Chocó. En el Atrato, bajo el reclutamiento de niños y jóvenes, el conflicto es
altísimo. En cada municipio hay una tragedia por contar de cuenta del
narcotráfico, la trata de personas, de cuenta de la presencia del ELN, de todos
los grupos. ¿Quién puede vivir en el Chocó hoy? Hoy nadie vive en el Chocó
exento del conflicto. Absolutamente nadie.
Quisiera hacerle la pregunta que usted misma se hizo en el libro.
¿De qué sirve leer cuentos en una vida tan dura?
(Respira un momento). Muchas lecturas y conversaciones desde ese momento hasta
hoy han sido fundamentales para irme respondiendo esa pregunta, y sobre todo
para irmelo creyendo. Llevar un libro le permite a estos niños el derecho a la
imaginación. Les permite el derecho a la lectura, a poner su mente al menos un
instante en otro lugar y eso vale la pena. Un libro sirve para que los niños
imaginen que otro mundo es posible. El libro como excusa para encontrarnos y
detrás de ese encuentro, que fue lo que sentí hace poco, hay esperanza.
¿Recuerda alguna anécdota?
Yo llegué al barrio El futuro ll la semana pasada a saludar a los niños, las
familias, porque estamos construyendo una caseta comunitaria para los clubes de
lectura y empecé a preguntar cuándo entraban a clase. Alguien me dijo, “no,
seño’ Velia, no podemos mandar a este niño al colegio porque no hay útiles
escolares’. Pero eso no podía pasar, así que lo resolvimos y ya está
estudiando. Pero a ese niño y a esa familia los conocimos por un libro. Ellos
llegaron un día a leer conmigo. Fui el canal para solucionar una situación
trascendental como es estar un año entero en la escuela y fue un libro el que
nos dio la posibilidad de encontrarnos ahí para construir algo juntos,
construir esperanza y así tenemos muchas historias y todo eso ha venido detrás
de La
princesa Ana, que fue el primer libro que leí en el El futuro ll.
En una ocasión me gritaron en coro “negra hijueputa”. Y cuando
mi mamá fue al colegio a pedir explicaciones, la maestra le dijo que el
problema era que yo era muy malgeniada.
Cuénteme sobre su primera relación con el Chocó, en su infancia,
¿cómo fue?
Yo primero viví en Bahía Solano con mis abuelos paternos, mi abuela Belisa y mi
abuelo Manuel Antonio. Luego fui a Quibdó donde vivía mi mamá y mi tía Ludis,
que es como mi otra madre. Tengo tres madres que son mi abuela, mi tía y mi
mamá biológica. Estudiaba en Quibdó y pasaba las vacaciones en Bahía Solano. Yo
sentía que vivía más en Bahía. Solo los últimos años antes de irme a Cali, sí
sentí que viví más en Quibdó, y fueron unos años muy difíciles para nosotros.
¿Por
qué?
Recuerdo que tenía un deseo profundo de irme, muy profundo. No me sentía bien
en ese momento en Quibdó porque teníamos muchas dificultades económicas. Tenía
la ilusión que en Cali iba a poder acceder a cosas que no tenía, por ejemplo,
que podríamos abrir una llave y que saliera agua. No teníamos acueducto en el
lugar donde vivíamos. Nos tocaba a veces ir a sacar el agua a un pozo. A veces
teníamos dificultades con la comida u otras cosas…
¿Y
en Bahía Solano?
En Bahía no sentíamos eso, es muy curioso. Allí no teníamos esa sensación
aunque también hicieran falta cosas. Por el mar, la pesca, porque todo está
aparentemente al alcance de la mano, pero en Quibdó todo era mucho más
precario. Se ganaba un salario mínimo que en esa época eran como 32000 pesos.
Sentíamos el deseo de irnos por la ilusión de tener oportunidad y mejores
condiciones de vida.
¿En qué momento dejó el Chocó?
Yo salí del Chocó a los 11 años. Me fui a Cali. Mi mamá había terminado la
universidad y entonces quería buscar otras posibilidades de empleo, y además,
parte de mi familia ya estaba ahí. Empecé a estudiar el séptimo grado del
colegio.
Y cuando llegó a Cali, ¿recibió algún comentario sobre su condición de mujer
negra?
Fue el momento en el que me hice consciente del racismo. Cuando mis hermanos,
que en realidad son mis primos, llegaron a Cali, ya se había presentado un
hecho muy fuerte con uno de ellos. Pasaron muchas cosas horribles con su
maestra, por ejemplo: lo ponía al sol porque era negro. Él entró en una crisis
muy fuerte, de ansiedad y muchas cosas, porque nunca lo habíamos vivido. Eso lo
que nos permitió como familia fue entender que eso pasaba. Se hicieron cambios
muy pequeños dentro de la escuela para que al menos él estuviera mejor, y un
niño de ocho años no tuviera que soportar a una maestra racista.
¿Y usted también recuerda haber vivido algo parecido en el colegio?
No era un colegio particularmente con altos grados de tolerancia, de
convivencia. Había conflictos, aunque también habían grandes maestros que
intentaban dar lo mejor en medio de esas circunstancias. Yo me destacaba
fácilmente porque era disciplinada, respetuosa, y eso molestaba a veces a mis
compañeros, y en una ocasión me gritaron en coro “negra hijueputa”. Y cuando mi
mamá fue al colegio a pedir explicaciones, la maestra le dijo que el problema
era que yo era muy malgeniada. Entonces no era responsabilidad de mis
compañeros sino que era mi culpa.
¿Cómo
reaccionó su madre y usted?
Yo reaccioné molesta, por supuesto, y les dije que yo era negra pero que ellos
eran unos brutos todos (se ríe). Imagínate el nivel de frustración que puede
sentir una niña de 12 años. Solo porque me habían puesto de monitora y yo les
dije que estaban haciendo mucho desorden… y por eso me rechazan y me insultan
con comentarios racistas. No necesitas más en una ciudad como Cali para
entender dónde estás.
Oír somos río
(2019). Su título palíndromo es una referencia a su contenido: un libro de
memorias de viaje por el río San Juan desde el recuerdo de dos mujeres en dos
tiempos distintos y desde dos orígenes distintos: Velia Vidal y Godula
Buchholz.
Yo, más que nada, soy una mujer negra. Para mí es muy importante
ser del Chocó porque siento que eso ha cambiado muchas cosas y en particular de
Bahía Solano.
Usted vivió allí 5 años y luego se fue a Medellín. ¿En qué momento
ese deseo de no volver de niña se transformó en esa añoranza por regresar al Chocó?
El deseo fue de irme en particular de Quibdó. Para mí, Quibdó era necesidad,
era falta de agua, en Bahía nunca nos faltó. Quibdó significaba para mí
carencias. Yo me sentía pobre allá, en Bahía, nunca. Entonces un poco era eso
de lo que quería huir. ¿Quién no quiere irse de ahí? Pero algo que he notado
desde que regresé es que no sabía que Quibdó tenía los atardeceres más lindos
del mundo. Pasé 17 años sin ir a Quibdó, a Bahía nunca dejé de ir, pero cuando
regresé, lo primero fue que descubrí que tenía unos atardeceres hermosos y me
preguntaba… ¿por qué no veía la belleza de niña? No íbamos con mi mamá a ver el
atardecer, a ver el río que es tan lindo, pero es que cuando tienes tantas
necesidades, se te nubla la posibilidad de ver la belleza.
Su
obra también es una invitación para conocer de verdad el Chocó a través de sus
viajes. ¿Ha resignificado su región después de su regreso?
Una de las cosas que sentía era que de los 125 municipios de Antioquia, conozco
123. Solo hay 2 que no conozco. Y sin embargo, no conocía al Choco lo
suficiente. Sentía que tenía esa deuda de conocer mi departamento. Tuve la
fortuna de que me ofrecieron un trabajo (con la Cámara de Comercio del Chocó)
que implicaba viajar por el Pacifico chocoano. Entonces creo que todos estos
viajes y nuevos encuentros me permitieron hacer una resignificación. Construir
una mirada auténtica, porque al estar tanto tiempo por fuera y haber sido
formada en universidades de otras regiones, en un sistema racista, como un
problema estructural, inevitablemente mi mirada estaba mediada por eso.
Entonces volver a recorrer mi región y departamento, me permitió reconstruir mi
mirada. Eso ha sido absolutamente enriquecedor para mi trabajo de escritura y
de gestión cultural.
Motete
cumple 5 años, ¿qué proyectos tiene en los próximos años?
Yo he llamado a los próximos 5 años ‘Selva adentro’. No nos interesa crecer
más, ir a otros departamentos, trabajar con más familias. Trabajamos ahorita
aproximadamente con 1550 familias en los dos proyectos más grandes. Nuestro
propósito es profundizar la relación con estas comunidades, con estas
instituciones educativas y familias, saber quienes son. Al final no importa la
cifra de 10.000 o 3000 si solo pasan y no sabemos quienes son. Lo que yo veo en
Motete es la capacidad de seguir construyendo capital humano, para el Chocó.
Su obra se ha destacado por usar el género epistolar en sus
libros. ¿Por qué le gustan las cartas?
Yo encontré en las cartas la oportunidad de expresar todas esas cosas que
sentía, y siento. Escribo cartas todo el tiempo. He escrito cartas a mi papá, a
mi abuela, a mi mamá, a mi esposo cuando era mi novio, y luego cuando me
invitaron a ser parte del proyecto Oír somos río, lo que me salió
fue hacer cartas.
¿Cómo
fue la decisión de convertir la colección de cartas a su amigo en un libro?
Para mí es más fácil escribir todas mis emociones a mi destinatario, que es un
destinatario real. Él dice que puedo decir quién es, pero yo no quiero. Es un gran
amigo que es de Medellín. Nos queremos muchísimo. Imprimí todas nuestras
cartas, hay cartas físicas pero esa no se las pedí para el libro. Hice un
regalo para él y uno para mí, todas eran digitales, correos electrónicos. Iban
3 años de cartas e imprimí una copia para él y una para mí. Nos vimos, nos
vemos muy poco, yo le firmé mi copia, él me firmó mi copia y después eso se
convirtió en el manuscrito de Aguas de estuario.
¿Y en sus futuros proyectos sigue haciendo cartas o explora otros géneros?
En el London Magazine me propuse hacer un cuento, en la residencia en
Ahrenshoop el año pasado escribí poemas y ahora estoy trabajando con la poeta
Carolina Dávila. Estoy muy emocionada con este ejercicio. Y en el trabajo del
Centro de Excelencia Santo Domingo del British Museum, escribí un cuento pero
tuve la fortuna que el centro me invitó a ser parte del programa de Fellowship.
En abril regreso a Londres y vamos a estar trabajando más profundamente en una
colección. Ahí seguro vamos a escribir un artículo académico. También estoy
escribiendo una novela que ocurre en el río San Juan, que todo ocurre ahí. Pero
no puedo desligarme del todo de las cartas, me siento más cómoda, sobre todo
porque puedo ser muy honesta, y para mí esa honestidad es fundamental.
Con todo esto, ¿qué significa ser una escritora
negra? Usted escribe en el libro su nombre como Vel, Veliamar, Velia Vidal,
¿tiene alguna razón este ‘juego’ de nombrarse?
Yo creo que las identidades son unas cosas que cambian y están en movimiento.
Yo, más que nada, soy una mujer negra. Para mí es muy importante ser del Chocó
porque siento que eso ha cambiado muchas cosas y en particular de Bahía Solano
que significa esa relación con el mar, la lluvia, la selva, la humedad y creo
que toda esa suma de cosas inciden en mi lugar de enunciación con todo lo que
significa ser una mujer negra en Colombia que no es poco. Nos hemos visto
obligados a definirnos, y se espera de nosotros que nos definamos. Una persona
mestiza nunca tiene que pensar qué es, cómo es, mucho menos una persona blanca,
europea. Yo entiendo que necesitamos nombrarnos políticamente como personas
afro, negras, afrodescendientes, colombianos, porque si no nos nombramos, vamos
a seguir sumidos en la invisibilización.
¿Y esa lucha cómo se refleja en su construcción como escritora?
Es muy fuerte, porque ese acto político, ese acto público, trasciende a la vida
privada y ahí es donde uno tiene que jugársela ser un poco rebelde y decir
‘bueno, entiendo el poder y la necesidad de nombrarnos, pero eso no significa
que yo deba escribir sobre lo que se supone que debo escribir o comportarme de
cierta forma’. Es un reto bastante exigente. Cuando escribo un cuento, tengo
que pensar dos veces. Bueno, ¿qué es lo que yo estoy proyectando aquí?, no
puedo reducirme sólo a la historia que quiero contar sino también tengo que
pensar que soy una escritora negra. Quisiera ser solo una escritora, pero vivo
en una época en la que no puedo ser solo eso. Entiendo que va a ir cambiando y
lo asumo, porque espero que las niñas o mujeres negras escritoras dentro de 50
años no tengan que tener las mismas preguntas que yo, que puedan vivir con un
poco más de libertad.
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