27.5.17

Silencioso Juan Rulfo

Era exacto. Un aire de magia alcohólica lo nimbaba. Era como un Buda abogado. Supongo que esas semivoces y laberintos, sólo les ocurren a los genios. La leyenda Rulfo no es mentira
Juan Rulfo y Juan Carlos Onetti, durante el Primer Congreso Internacional de Escritores en Lengua Española DOLLY ONETTI/elmundo.es

Fue en junio de 1979 en el Congreso de Escritores en Lengua Española de Las Palmas de Gran Canaria. Fue un congreso muy divertido y excepcional. Había muchos escritores que ya son hoy grandes nombres, pero entonces los santones eran Juan Carlos Onetti, con quien volví en el avión a Madrid, y Juan Rulfo. Ambos eran conocidos como eximios y santos bebedores. Onetti prácticamente no se movió de su habitación del hotel. Rulfo tenía un aspecto serio o más bien inexpresivo y hay quien decía que el mezcal deja las facciones así, como acartonadas...
Rulfo presidió una mesa redonda en la que estaba el entonces muy mentado académico Guillermo Díaz-Plaja. Es el caso que Rulfo se limitó a leer los nombres de los participantes de quienes nada decía, salvo de Díaz-Plaja a quien llamaba "el eximio académico". El cruce de eximios e insignes resultó divertidamente absurdo porque Rulfo no movía un músculo de su faz. Nada.
En el congreso conocí también a José Emilio Pacheco (intercambiamos libros) y la amistad fue inmediata. No hacía mucho aún que yo había leído El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955). Rulfo me parecía un narrador exquisito pero una persona impenetrable. Hacía mucho que no publicaba y como decía Cabrera Infante es "más famoso por lo que no hace que por lo que hace". Le pedí a Pacheco que me lo presentara un día y quedamos en un jardín. Llegó callado y con su terno y corbatita gris. Se hizo la presentación y José Emilio hizo un alarde oratorio para que Rulfo, que oía atento, dijera finalmente algo, como cuando yo le hablé de sus libros...
Llegó a decir que en un internado donde estuvo en su adolescencia "sólo había aprendido a deprimirse". Y cuando sacamos el tema de su vuelta a la escritura, Pacheco insistió en haber oído que preparaba algo. Entonces muy lentamente y como en una confesión, Rulfo pronunció su frase más larga: "Sí, parece que ahorita voy teniendo ganas de iniciar algo". No hubo más, nos despedimos entre nuestros cumplidos que él agradecía humilde, bajando la cabeza. Cuando nos retirábamos le dije a José Emilio que había olvidado pedirle que me dedicara el ejemplar de El llano en llamas que llevaba conmigo. Pacheco me dijo que volviera a que lo firmara.
Me acerqué y mudo -como en una ceremonia china- le hice señas de solicitar su firma a ese libro. Él asintió con la cabeza y tomó el ejemplar que le ofrecía. Con un bolígrafo no muy ostentoso firmó "Juan Rulfo. 1979". Y con el mismo aire ceremonioso y mudo, me lo devolvió medio sonriente. Respondí con sonrisa recatada. José Emilio me dijo al volver: Hubo suerte, le sacamos dos frases completas. Era exacto. Un aire de magia alcohólica lo nimbaba. Era como un Buda abogado. Supongo que esas semivoces y laberintos, sólo les ocurren a los genios. La leyenda Rulfo no es mentira.

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