Varias reediciones celebran el centenario del autor siciliano, que analizó en su obra lo que todo poder tiene de “hecho criminal”. El tiempo le dio la razón en sus denuncias de la connivencia entre mafia y política
Leonardo Sciascia contempla el
mar en Palermo. |
Dos años antes de su muerte, Leonardo Sciascia (Racalmuto, 1921-Palermo, 1989) decidió arremeter
no sólo contra la Mafia, piedra negra de su país y de su tierra natal, Sicilia,
sino contra aquellos que se aprovechaban de sus denuncias contra esa
organización criminal para medrar en los negocios y en la política, entre ellos
los líderes visibles e invisibles de la Democracia Cristiana, que dejó morir
a Aldo Moro, secuestrado por esa otra
banda implacable que fue la
sangrienta Brigadas Rojas. En aquel país poseído por el gen más peligroso desde
el fascismo de Mussolini, la arriesgada denuncia del hombre que había sido
llamado “conciencia de Italia” le costó a Sciascia
ataques que él arrostró sin otro apoyo, casi, que el que le dio el periodista
más importante de entonces, Indro Montanelli, que dijo que no hacía nada sin
pensar qué hubiera hecho en su lugar el autor de Todo modo.
Sciascia sobrellevó aquella polémica como una más de una
vida que lo llevó del periodismo a la política y a la ficción literaria.
Marcado por aquel asesinato (primavera de 1978) del influyente líder político
abandonado por los suyos escribió El caso Aldo Moro, “terrible
panfleto escrito cuando la muerte y el crimen atraparon a Italia del todo”,
como escribió aquí Rafael Conte. Hasta entonces prácticamente todos
sus libros, incluidas las ficciones (como A cada cual lo suyo, 1966,
o Todo modo, 1974, reeditados ahora por Tusquets), tuvieron
que ver con esa amenaza que removió la conciencia intelectual, política y
poética del escritor de Racalmuto.
A cada cual lo suyo es el desarrollo, lleno de humor, de un incidente de
cuernos que ocurre en un pueblo sin nombre que se va desarrollando de acuerdo
con las instrucciones que hicieron visible el poder de la mafia. No hay en este
libro, entre los primerizos de su obra, tan solo un relato de lo que ocurre en
un pueblo cuando desvarían sus fortalezas morales, sino una crítica sistemática
de los distintos poderes simbólicos manejados por la mafia para chantajear a la
sociedad. Todo modo, por otra parte, es quizá la novela más
completa en cuanto que reúne en un escenario perfecto para Sciascia, una
iglesia que deviene en hotel, a un sacerdote que resulta ser como el capo de
una mafia peculiar y a un grupo selecto de funcionarios y políticos que llevan
a sus amantes a unos ejercicios espirituales en los que irrumpe dramáticamente
el hábito mafioso del chantaje y el asesinato. Un pintor muy conocido, detrás
del que se adivina el propio narrador, va interpretando las paradojas crueles
que dan de sí las distintas escenas de aquella sucesión de hipocresías, como si
estuviera describiendo los distintos estadios a los que llega la Mafia en su
sistemática destrucción de instituciones e individuos.
Como suele ocurrir en Sciascia, especialmente en Todo
modo, se muestran atisbos de las pasiones literarias que están detrás
de su propia escritura, como Cervantes, Borges, Stendhal o los clásicos
italianos. A esos escritores literarios él añadía Bertrand Russell y José
Ortega y Gasset. Al pensador español llegó por casualidad cuando descubrió
(según contó en un artículo publicado en EL PAÍS, donde colaboró habitualmente)
en una librería un volumen traído de España por un soldado italiano que aquí
hizo la guerra en el bando fascista. “Ortega. Me apasiona. Me ha enseñado
tantas cosas. En un momento se le alejó de la cultura contemporánea. Fue una
injusticia y un error”.
Como
suele ocurrir en Sciascia, especialmente en ‘Todo modo’, se muestran atisbos de
las pasiones literarias que están detrás de su escritura
Entró en política, como concejal, en Sicilia, de la mano
del Partido Comunista, aunque no militó (“estuve cerca del PCI porque era
liberal”). A finales de los años setenta del siglo XX aceptó ser diputado del
Partido Radical, y como tal presidió la comisión que estudió el asesinato de
Aldo Moro, pero luego se cansaría de las servidumbres de ese oficio, que había
alternado con la literatura, se retiró a vivir a París, a cumplir con la pasión
de escribir y de editar, pues fue colaborador decisivo de la firma Sellerio,
donde él descubriría para Italia al entonces (1983) muy joven pensador español
Fernando Savater.
El caso Moro, y su interpretación del mismo,
lo pusieron al rojo vivo contra la política oficial italiana. Él llegó a decir
que semejante proceso representaba “una negación del Estado”. “Se ha querido
afirmar contra Moro la existencia del Estado y en realidad era la negación”,
dijo en EL PAÍS a José Martí Gómez y Josep Ramoneda. “Un Estado que permite que
se pueda secuestrar al presidente del partido político más importante; un
Estado que en 55 días no lo consigue más que muerto, y aún porque se le ha indicado
el sitio; un Estado que no consigue proteger a ningún ciudadano… Un Estado así
no tiene el derecho de afirmar la razón de Estado y de no negociar. La vida del
ciudadano inocente está por encima de todo y hay que negociar”.
Su pasión por poner al servicio del compromiso político
su propia vocación literaria venía, dijo él, de la experiencia de los pelotones
de fusilamiento que ejecutaban a los enemigos de Mussolini, “una visión del
poder como hecho criminal”. “El poder del Estado. El poder de la Iglesia. El
poder mafioso”. Y serían esos poderes los que, en ficción y en periodismo o
investigación, serían las dianas en las que clavó las flechas, a veces
proféticas, de la prosa que lo convirtieron en la conciencia de Italia, como
fue llamado por sus contemporáneos.
Fue, además, una persona extraordinaria, muy querido en Italia y por donde fue. De ese aspecto humano, uno de sus grandes amigos, el periodista Juan Arias, entonces corresponsal de EL PAÍS en Roma, que sigue en este periódico desde Brasil, nos hizo este apunte: “De Sciascia siempre aprecié su autenticidad. No tenía dobleces ni tampoco se doblegaba. Era austero en su vida e incorruptible. Fiel a sus amigos y siempre reservado. Era la conciencia crítica del país y siempre estuvo fuera de las modas. Era entrañable”.
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