31.7.13

Gabriela A. Arciniegas:"Quería una historia bestial, más oscura y mucho más descarnada"

En esta, su primera novela, la autora cuenta la apasionante historia de una Bogotá oscura y caníbal

Gabriela A. Arciniegas, autora de Rojo sombra. Nicolas Cadena/revistacredencial.com
¿De dónde le nació la idea de escribir sobre caníbales?
A los doce años se me ocurrió por primera vez la idea de escribir sobre un vampiro. Me gustaba mucho leer sobre estos seres y ver películas sobre ellos. Pero después comenzó a obsesionarme la posibilidad de otra cosa. Algo más bestial, más oscuro y mucho más descarnado. El gore desde hace tiempo me ha llamado la atención, por un lado, y por el otro, lo noir, el género terror, así que terminé metida en este mundo cavernario de seres que parecen humanos pero que no lo son, y que comen carne humana con un fin que va más allá del puro y primitivo hambre. Ya después me puse a investigar sobre el canibalismo, sus diferentes formas a lo largo de la historia, los asesinos caníbales, etc., y así fui construyendo todo ese mundo del que mi personaje hace parte.
¿Qué otras influencias ―literarias, cinematográficas, de juegos y demás― hay en Rojo Sombra?
La ciencia ficción me ha fascinado siempre. La literatura y el cine: Star Wars, La Mosca, Star Trek, Ray Bradbury, Stanislav Lem, Stevenson y Wells. Matrix me llevó a Gibson con su Neuromancer, aunque ya había visto Mad Max, Terminator y todo ese cine apocalíptico. No hay que olvidar Alien y Especies, que marcaron a muchos de nosotros. Del terror, la famosa serie La dimensión desconocida me marcó bastante, al igual que las películas y los libros de Stephen King. Crecí también leyendo las historietas de superhéroes pero al entrar a la universidad y leer a Lautréamont ahí se fue perfilando mi idea del héroe. Yo tengo la teoría de que Latinoamérica no es como en Europa, que ya no creen en héroes sino en antihéroes. Aquí seguimos creyendo en héroes. Pero para mí, si pensara en un héroe, tendría que ser como Esteban Castillo, el protagonista de mi novela. Somos sociedades convulsas, dislocadas, caníbales. Así que el héroe debe emerger del inframundo.
En su novela, ¿qué tanto hay de investigación histórica y demás?
Todo parte de una tesis de pregrado sobre relatos míticos del Amazonas y cuatro años y medio de estar perdida en el sur de Chile. La antropología, el estudio sobre los lobos, la teosofía, budismo, biografías de asesinos en serie y artes marciales dieron como resultado el poder dilucidar los tres mundos que conviven en esa Bogotá imaginada. Han pasado dieciocho años desde que Esteban me habló por primera vez, y todo este recorrido no ha sido para “crear” a Esteban Castillo, el asesino, sino para entender esa visión que él me presentó. Porque yo no creo que los personajes se creen en la cabeza del escritor; tienen una vida propia, autónoma y precedente a él. Y pienso que la misión de uno es investigar todo lo que tenga en manos, no para “inventar” el mundo en que viven los personajes, sino para poderlo aprehender en toda su complejidad y transmitírselo a los lectores.
¿Cómo definiría la Bogotá en la que sucede la trama de su libro?
Hay una Bogotá real, con menciones a sitios reales, a cigarrillos Pielroja y a Chocorramo, a la carrera séptima, habitantes de calle y habitantes de alcantarillas. Pero hay también una Bogotá imaginada, con ciudades subterráneas habitadas por caníbales, con nieblas que se ciernen para cobijar la cacería que estos seres hacen a los humanos, con cantos que los humanos no oyen, con sueños que viajan desde la selva para inocularse en nuestras mentes y producir brotes de lucidez, y con seres invisibles y oscuros que se nos meten por todos nuestros orificios sin que nosotros nos demos cuenta, para alimentarse de todas nuestros deseos más oscuros. La unión de las dos Bogotás produce un aparente caos, pero ese caos, en niveles que no comprendemos, es un reordenamiento.
¿Qué tanto hay de usted en Esteban Castillo?
Bueno, debo aclarar para la tranquilidad del lector, que no soy una asesina caníbal. Pero de esa sensación de sentirse extranjero, extraño entre la gente, sí comparto mucho. Esa oscuridad de ese personaje es mucho mayor que la mía, pero para poder descender a esas profundidades insondables tuve que construir una escalera con mis propios demonios. La novela, la escritura de ella, fue un camino de observación de mí misma, de tratar de tocar mis propios límites, de ver hasta dónde podía abrirse mi mente. Mi idea al elegirlo a él como mi personaje, con el riesgo sicológico que eso conlleva (porque se arriesga la salud mental), fue explorar el problema del mal, cuestionarlo y expandirlo hasta el punto de ver qué tanto desaparecía. La respuesta la dará el lector. Para mí fue un trabajo agotador pero muy interesante en que descubrí muchas cosas sobre mí misma.
Desde el comienzo ¿le interesaba reflexionar sobre la condición humana?
Es la condición humana lo que se está poniendo sobre la mesa (del anfiteatro). Pero no es la parte filosófica, ontológica, ni nada de eso. Me llamó mucho la atención algo de Lautréamont, él animaliza al ser humano. Quise hacer lo mismo. Ir a lo biológico, a lo ancestral primitivo. Ahí quise encontrar la raíz del ser humano, y a partir de ese deseo encontré la esencia de mis personajes.
¿Cómo fue el proceso de escritura del libro?
Fueron dieciocho años en total con muchas interrupciones. Fue una relación de amor y odio con Esteban, a veces lo compadecí, otras lo repudié, otras llegué a entenderlo tanto que me asusté. Muchas veces dudé de publicar. El tema, lo gráfico de las escenas, la crudeza y el hecho de que quien lo escribe es una mujer, me hicieron permanecer también indecisa. Postergué el final mucho tiempo. Pero la respuesta que he recibido me ha sorprendido. Ha sido muy positiva.
¿Por qué lo dividió en libros?
Una de las investigaciones que emprendí para dibujar ese mundo fueron los tratados de alquimia. Y quería que la novela tuviera ese aire de lo antiguo, prohibido, críptico. Hay muchas referencias con la alquimia, la que salta a primera vista está en los títulos de algunos capítulos y de esos cuatro “libros”. La alquimia fue de lo que más me aportó en cuanto a los rituales, las creencias y el “libro silente” que es como el libro sagrado de mis personajes, cuyo nombre, sea dicho de paso, sale del liber mutus (libro mudo), tratado de alquimia construido con puros grabados y atribuido a Raimundo Lulio.
Si le pidieran que definiera Rojo sombra en pocas palabras, ¿cómo lo definiría?
Es difícil sintetizar 600 páginas en una sola frase. Pero yo diría que es una saga de cuatro libros, descarnada, oscura, dolorosa, intensa, y tendría dos palabras para definirla: gore místico. Sus personajes son crueles pero hay ahí un camino iniciático. La violencia no es un tema, es una etapa del camino. ¿Hacia dónde conduce ese camino? Es lo que tiene que concluir el lector.

Un buñuelo aragonés

El 29 de julio se cumplieron 30 años de la muerte de uno de los más importantes cineastas españoles. Presentamos un texto crítico de Ricardo Bada


Luis Buñuel, nacido en Calanda, España, en 1900, y fallecido en México en el 83. Dirigió, entre otras,  El perro andaluz, y El ángel exterminador./elespectador.com
Soy como Buñuel, no me muerdo la lengua ni que me lo mande el médico. Por eso puedo decir, hablando de la misma manera como lo haría él, que su cine, incluso el que hizo en México, es asquerosamente europeo. Y una traición a sus ideas, tal como las expone en sus escritos sobre cine, que son puro almíbar al hablar del que hacen en Hollywood, postulando —creo que con razón— que eso sí es cine, y no lo que se hacía en Europa. Sólo que a la hora de hacer cine él mismo, no le salió Los Ángeles sino que fue Calanda lo que le salió de las entrañas, aquella España profunda de la que Machado dijo que “embiste, cuando se digna usar de la cabeza”.
Me ha costado escribir esas 127 palabras que van por delante, y me ha costado porque he sido de toda la vida un admirador de Buñuel y de su obra, desde que vi Un perro andaluz en abril de 1963, casi recién llegado a Alemania: en España nunca tuve ocasión de ver una sola peli suya. Y ahora, antes de empezar a escribir este artículo, consciente de que puede atraer una tormenta, lo consulté con media docena de amigos, admiradores como yo lo fui, de la filmografía de Buñuel, y todos me han animado a hacerlo.
La que más y mejor me anima es la poeta y ensayista venezolana Ana Nuño: “Tratar a Buñuel sin contemplaciones: el mejor homenaje que se le puede hacer. Como cineasta era un pequeño desastre que, técnicamente, parece un mediocre estudiante de la Femis, la escuela de cine francesa. Pero me siguen gustando mucho dos o tres películas suyas: Él, El ángel exterminador y Viridiana. Además, en casi todas ellas hay al menos un episodio genial”.
Suscribo las palabras de Ana, si bien mi selección se reduce a Un perro andaluz y Viridiana, y en el caso de esta última quizás influyan factores demasiado personales. (Pero aquí podríamos intercalar una cita de Man Ray hecha por el propio Buñuel en una conferencia pronunciada en México, diciembre de 1958: “Los peores filmes que haya podido ver, aquellos que me hacen dormir profundamente, contienen siempre cinco minutos maravillosos, y los mejores, los más celebrados, cuentan solamente con cinco minutos que valgan la pena”).
Sucede que cuando propuse a la redacción un artículo dedicado a Buñuel con motivo del 30º aniversario de su muerte, y me dieron luz verde, comencé por releer su obra literaria completa (sin incluir sus memorias, El último suspiro) y volver a ver prácticamente toda su filmografía, ya que han estado pasando dos o tres pelis suyas a diario, durante las últimas semanas, en el canal Arte, franco-alemán. Y al volverlas a ver fue cuando se me cayó Buñuel del pedestal.
Por supuesto que es divertido y que se pueden disfrutar sus pelis como travesuras de un niño maleducado e inteligente, pero hay algo que me repele en él: su al parecer inextirpable manía pequeñoburguesa de épater le bourgeois (impresionar a los burgueses), y algo que desde siempre he sentido como un fallo rotundo de sus pelis: no sabía cómo terminarlas (salvo, quizás, en Viridiana). A esta altura del partido, y habiendo sido un buñuelista convicto y confeso “de toda la vida”, puedo permitirme el lujo de decir que el cine de Buñuel me parece que es harto decibelio para tan pocas nueces. Lo formularé de todo modo: es un buñuelo (de viento) aragonés, puras lecciones de ética anarquista y de cinismo y humor negro pequeñoburgués en forma de pelis. Un perro andaluz fue, sí, algo para la eternidad; pero el resto de la obra de Buñuel vivió (¡vive!) de ese crédito.
Y está sobregirado.
Con la obra literaria, en cambio, tuve más suerte, a pesar de traducciones espantosas hechas de sus textos en inglés (una sinopsis para la Paramount, sobre los amores de Goya y la duquesa de Alba) y en francés. Así, por razones estrictamente personales comencé mi relectura de esa obra literaria (Ediciones de El Heraldo de Aragón, Zaragoza 1982) por el texto Una jirafa, y fue como recibir un jarro de agua no ya fría, sino helada, al avanzar en la lectura de la enumeración de las manchas del animal; de la undécima se pasaba a la doceava, la treceava, etc., hasta recuperar el oído del castellano en la decimoséptima ¡y volverlo a perder en la veinteava! Esto, con ser ya un desastre de por sí, quedó definitivamente canonizado como tal cuando leí al pie: “Traducción del original francés por Max Aub”. ¡Cielo santo, me dije, éramos pocos y la abuelita salió de noche!
(Pero puesto que menciono a Max Aub, y aunque no es necesario apuntalar eso de que estoy hablando de Buñuel exactamente como él hablaba de los demás, vayan acá cuatro citas sacadas del libro de conversaciones que mantuvieron los dos amigos: “—¿Qué instrumento te gusta más? —Cualquier cosa que no sea el violonchelo. A mí Casals me parece una mierda”; “A mí la obra de Federico no me gusta nada. Su teatro me parece muy malo. Me gustan algunas poesías, y no mucho”; “—A mí el arte negro me repugna, el arte japonés me repugna, el arte azteca me repugna. El arte árabe, el puro, ¡fuera! ¡Peor que el azteca! Del arte hindú no hablemos; para mí, todo eso no es arte. No hay más arte... —Que el europeo. —Y no todo”; “Cristo era un mal bicho. Pero el Cristo barbado y rubio al que estamos acostumbrados; no el mal afeitado y cejijunto de Pasolini. A aquél lo odio. La Virgen, no. La Virgen es adorable”. Y punto final a este inciso).
En la obra literaria de Buñuel hay hallazgos que preanuncian algunos de los mejores gags de sus filmes. Por ejemplo, estas líneas en Palacio de hielo, poema de 1927 de Un perro andaluz (poemario) publicado en 1929 en el número 4 de la revista Helix, de Vilafranca del Penedés:
“Cuando los soldados de Napoleón entraron en Zaragoza (...) no encontraron más que viento por las desiertas calles. Sólo en un charco croaban los ojos de Luis Buñuel. Los soldados de Napoleón los remataron a bayonetazos”.
Pero lo que más me gustó de todo el libro fue un texto que en realidad es un espléndido guión para un cortometraje y que dice así: “La Sancta Misa Vaticanae, rezaba el título en latín macarrónico. Sería un cortometraje en el que se vería una competición de misas en la Plaza de San Pedro, en Roma. La Iglesia, ‘siempre atenta a las conquistas de la civilización y el deporte’, quería poner la misa al ritmo trepidante de nuestro tiempo. Para ello, entre cada dos de las gigantescas columnas de la plaza arquitecturada por Bernini se habían colocado altares funcionales, en cada uno de los cuales oficiaba un sacerdote. Al darse la ‘salida’ los curas empezaban a decir la misa lo más deprisa que podían. Alcanzaban velocidades increíbles, al volverse (a) los fieles para decir el Dominus Vobiscum, para santiguarse, etc., mientras el monaguillo pasaba y repasaba incesantemente con el misal y demás objetos rituales. Algunos caían exhaustos, como boxeadores. Finalmente, queda campeón Mosén Pendueles, de Huesca, con un récord de haber dicho la misa entera en un minuto y tres cuartos. Como premio se le entrega una custodia con un roscadero”.
Chapeau, monsieur Buñuel.

Las siete vidas de Bernie Gunther

¿Dónde no ha estado el policía, a ratos detective, Bernie Gunther?, ¿En qué guerra no ha combatido? He aquí un caso notable de personaje literario sobre quien el apelativo de “curtido en mil batallas” no resulta exagerado

Portada de la trilogía de Berlín, publicada por RBA./elpais.com/elemental

Pueden leer aquí la serie completa de Los detectives de nuestra vida. Y aquí Marlowe , MontalbanoArcher
Para no ir muy lejos, alguien se ha tomado la molestia en Wikipedia de elaborar una biografía suya, porque han sido tantas sus andanzas en momentos importantes de la historia reciente, que conviene establecer un orden para no perderse definitivamente. Las conclusiones, a modo de currículo, serían las siguientes: se sitúa su nacimiento en 1896 (finales del siglo XIX), hecho que le permite combatir siendo muy joven en el frente turco durante la Primera Guerra Mundial, donde recibe la cruz de Hierro, para luego tener tiempo de ser policía en tiempos revueltos durante la Alemania de postguerra, asistir a la llegada de los nazis, dejar la policía un rato, trabajar como detective de un hotel berlinés (es decir, ser un espectador crítico de la llegada de los nazis al poder) y entrar de lleno en la Segunda Guerra Mundial con todas sus consecuencias.
Y, ya en esos años terribles, Bernie es reclutado para trabajar con la policía del Régimen (1939) con todo lo que ello significa: estar presente en algunas de las operaciones de limpieza ejecutadas por sus colegas en el este europeo. Bernie es un testigo privilegiado del horror nazi, de cómo se las gastan algunos altos personajes, tipo Goering, Himmler y el general SS Reinhard Heydrich, para quien tiene que colaborar a la hora de resolver un asesinato (Praga Mortal, RBA, traducción de Alberto Coscarelli Guaschino). Tiene tiempo para trabajar en homicidios, para hacer labores en la Oficina de Crímenes de Guerra (curioso departamento que realmente existió en Berlín) y para hacer labores como oficial de inteligencia en el frente ruso.
No obstante, la guerra se le queda corta. Vive una postguerra como detective, incluso en misiones de espionaje, y tiene que refugiarse con falsa identidad (Carlos Hausner) en lugares tan interesantes como Argentina y Cuba en los años cincuenta. Pocos casos habrá en la literatura actual de personajes con un currículo tan intenso. A todas estas guerras, a todos estos conflictos sobrevive. Como un gato.
¿Qué tipo de personaje es este investigador que lleva una existencia literaria tan intensa? Bernie Gunther, al parecer de numerosos críticos, es un hombre que recuerda al detective Marlowe. Es suficientemente cínico como para parecerse a él. Así lo parece tras leer alguna frase como ésta: “Este es mi gran problema. Funciono con monedas: empiezo a pensar cuando me ofrecen dinero. Empiezo a pensar mucho cuando me ofrecen mucho dinero”.
Solo una persona de cinismo en alto grado podría sobrevivir en unas condiciones tan adversas, odiar a los nazis pero saludar brazo en alto al mismo tiempo. Esa es la doble vida de este personaje.
No es frecuente situar a un detective en medio de un escenario tan complicado y tan señalado como, fundamentalmente, el relacionado con la Alemania nazi. Mucho menos aspirar a que alguien pueda imponer cierto tipo de justicia (aunque sea la suya propia) dentro de un sistema tan autoritario y discrecional. Las tramas son convencionales y los personajes son individuos perdidos en un mundo que parece abocado a un final violento. Gunther aplica su justicia, y ahí trata de ganarse la complicidad del lector. Y no le importa apretar el gatillo si es necesario.
La llegada de este personaje tuvo éxito desde el primer momento. El autor escocés Philip Kerr (Edimburgo, 1956), un escritor prolífico que ha hecho también incursiones en la novela infantil, creó una trilogía entre 1989 y 1991 que se llamó Berlín negro, con Violetas de marzo, Pálido criminal y Réquiem alemán. Las novelas estaban ambientadas en el Berlín cercano al estallido de la guerra, las dos primeras, y el de postguerra, la última. La trilogía tuvo éxito. Un personaje en unos escenarios tan característicos siguió dando vueltas en la cabeza de su autor y, así, a partir de 2006, fueron cayendo el resto de novelas (Unos por otros, 2006; Una llama misteriosa, 2008; Si los muertos no resucitan, 2009; Gris de campaña, 2010; Praga mortal, 2011 y A man without breath, 2013, todavía no editada en España).
Kerr ha superado con éxito la dificultad de elaborar unas novelas que, de momento, exigen una cuidada ambientación. No ha sido excesivamente criticado por ello, lo cual quiere decir que el trabajo previo ha sido competente. Y ha creado un personaje único en un escenario único: a pesar de esa doble originalidad, el aire negro es inconfundible en cada una de estas novelas, un aire inequívocamente anglosajón por otra parte. Tanto es así que se permite algo más que un guiño a las novelas de Agatha Christie en Praga Mortal.
“Solo hay una cosa que me irrite más que la compañía de una mujer fea por la noche y es la compañía de la misma mujer por la mañana”. Eso es capaz de decir Berhard (Bernie) Gunther. Recuerda a Marlowe, pero nadie se lo va a reprochar.

El entierro de la posmodernidad

Se cumplen 30 años de la publicación de La era del vacío, de Gilles Lipovetsky, un texto que revivió El individualismo narcisista. Sin embargo, esa revolución fue desautorizada hasta por su propio creador

Pensamiento seductor. El optimismo de Lipovetsky resultaba desmedido e hipnótico; era irresistible./revista Ñ

Presenciaban un funeral. Los enterados lo sabían, lo intuían. Si el arquitecto Charles Jencks había hecho coincidir el nacimiento de la posmodernidad con la demolición del complejo habitacional Pruitt-Igoe, en julio de 1972, nada impedía que los escasos testigos juraran sobre la misma vara de arbitrariedad que esa noche de octubre de 2004 la posmodernidad recibía una última palada de tierra. El lugar era el patio en penumbras de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. El filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky estaba aquí para dictar un seminario empresarial. De sopetón se había organizado una conferencia en la casa de estudios del barrio de Caballito y las aulas que se ajustaban a los requerimientos estaban ocupadas. Se improvisó en el patio. Había ruidos, gritos de gente que pasaba o que tomaba el fresco; vaho de tabaco, marihuana y cerveza; la iluminación se reducía a dos o tres lamparitas. Pero la noche primaveral era agradable, tanto que el entonces decano Félix Schuster propuso bautizar al lúgubre espacio como “el patio de la filosofía”. Por supuesto, toda la escena resultaba triste y lamentable. El clima de velorio pueblerino se palpaba en el aire.
Dos décadas antes de su charla en el patio de la filosofía, en 1983, Lipovetsky había publicado La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo . Se trataba de una colección de textos que se remontaban hasta 1979 y que articulaban una misma idea: el capitalismo moderno había provocado una complicada ruptura en el mundo occidental y había conducido a una sociedad individualista, risueña, cool, respetuosa de las diferencias e irrespetuosa de las jerarquías, ávida de identidad, apática y narcisista, escéptica de los grandes relatos y de los corsés ideológicos, emancipada de los centros y de las represiones, desenfadada, irónica, nostálgica, consumista, ligera, en fin, posmoderna. El optimismo de Lipovetsky resultaba desmedido e hipnótico; era irresistible. La sociedad capitalista occidental –parecía decir La era del vacío – se había transformado en la aldea de los Pitufos. Las personas eran simultáneamente iguales y diferentes (Pitufo Poeta, Pitufo Gruñón, Pitufo Goloso, Pitufo Genio, Pitufo Fortachón...); remarcaban su universalidad al expresar su individualidad y confirmaban su individualidad al reconocerse como sujetos universales. Y al final del día todos cantaban y bailaban alegres por el bosque. Si el embajador de la modernidad era Conan el Destructor, el representante de la posmodernidad era Forrest Gump.
El libro fue un éxito inmediato y Lipovetsky no se detuvo. Le siguieron dos trabajos que completaron su trilogía: El imperio de lo efímero , de 1987, y El crepúsculo del deber , de 1992. La descripción más fidedigna de la sociedad posmoderna que retrataban estos libros podía encontrarse en un artículo publicado en la edición en español de Selecciones del Reader’s Digest de febrero de 1980, titulado “Mitos sobre la menopausia” y firmado por una tal Alice Lake. “Temido durante mucho tiempo como el punto de partida de crisis emocionales y decadencia física, este cambio natural puede anunciar los mejores años en la vida de una mujer”, podía leerse en el artículo. “Estoy tan contenta de no tener que menstruar que podría ponerme a bailar de alegría”, decía una mujer; “al fin me siento a mis anchas”, agregaba una segunda. Era otro giro en la historia de la cultura occidental; el capitalismo había dado una nueva vuelta de tuerca a sus presupuestos aceptados a fin de mantenerse a flote, a fin de adaptar a todo el mundo al ritmo de su baile. En La serpiente emplumada , la novela de D. H. Lawrence publicada en 1926, en tiempos de modernidad y de empresarios que actuaban como Conan el Bárbaro, la irlandesa Kate Leslie cumplía cuarenta años. Es un golpe, se decía Kate, traspasar una línea divisoria. “A este lado estaba la juventud, la espontaneidad y la ‘felicidad’. Al otro lado había algo diferente: reserva, responsabilidad, cierto rechazo de lo ‘divertido’”. Tengo cuarenta años, se repetía Kate, he pasado la mitad de mi vida, la mitad brillante y cargada de flores y amor; ahora viene la mitad negra y vacía, la mitad que acaba irremediablemente en una tumba. Luego de la página brillante se extiende la página oscura: “¿Cómo escribir en una página tan profundamente negra?”.
No había que hacerlo, y en tal caso, cuando las mujeres bailaban de alegría por la llegada de la menopausia, ya existían marcadores fluorescentes que tan bonitos trazos dejaban sobre fondo negro. En la sociedad posmoderna de Lipovetsky, donde la juventud no era una edad sino un concepto, una idea, un valor de uso que se definía por su valor de cambio, jóvenes eran aquellos que aceptaban su juventud como hecho de mercado y principio simultáneo de identidad y alteridad. Liberadas de la menopausia, de la responsabilidad de cuidar niños pequeños, de la dependencia económica, de los empleos mal pagos destinados a hacer carrera, de la necesidad misma de hacer carrera, las personas de cuarenta años no representaban una sombra de la juventud sino su consumación; eran su vanguardia, y frente a ellas se erigía todo un nuevo mercado que cosificaba esta recién ganada libertad.
Y así, con todo lo demás: ya nadie rechazaba lo divertido ni se andaba con reservas. Ante cada no, Lipovetsky interponía un sí; ante cada sí, sonreía. Las mujeres que celebraban la llegada de la menopausia respondían a un intrincado nuevo orden político y social en el que ya nada podía tomarse con seriedad (“al eliminar todo lo que parece serio –la seriedad, como la muerte, parece considerarse actualmente un tabú– la moda liquida las últimas secuelas de un mundo crispado y disciplinario”). La mirada de Lipovetsky era europea, y ante todo, francesa: quince años después todavía trataba de entender el Mayo del 68, ese “movimiento laxo y relajado”, “la primera revolución indiferente”. El mundo había seguido su marcha pero esas consignas habían quedado flotando en el aire. Todos las respiraban. “El mundo se compone de una masa de gente y unos pocos individuos”, se lamentaba Kate en la década de 1920. “La cultura posmoderna es un vector de ampliación del individualismo”, le respondía Lipovetsky. Ahora, para componer el mundo, había que ratificar la condición de individuo.
En octubre de 2004, en el patio de la filosofía, todo aquello parecía una profecía truncada y a la vez cotidiana. Muchas observaciones de Lipovetsky se habían convertido en sentido común, en prácticas mundanas desapercibidas, pero con el siglo XXI se había producido un cambio de época: ya no se celebraba la indiferencia y la liviandad aunque la indiferencia y la liviandad siguieran siendo las pasiones que gobernaban.
La era del vacío ya se había vuelto un libro de lectura culposa; pocos se atrevían a admitir con qué fruición lo habían leído y saqueado. Lipovetsky se cruzó de brazos. Dijo que el concepto de “posmodernidad” era falso, un invento. Propuso uno nuevo: “Hipermodernidad”. Pero aquella noche, en ese espacio sombrío, los enterados pudieron estar seguros de que contemplaban un entierro antes que un nacimiento.

Las zonas oscuras de J.D. Salinger salen a la luz en una biografía "definitiva""

El libro será publicado por Seix Barral en España. El texto aborda los misterios de la vida de uno de los autores más icónicos del siglo XX. Los autores han recogido 200 testimonios del círculo más íntimo del escritor

J D Salinger, autor de El guardián entre el centeno/elpais.com
¿Por qué J.D. Salinger vivió durante décadas en el silencio más absoluto y no dio declaraciones? ¿Siguió escribiendo el autor de El guardián entre el centeno, uno de los libros más icónicos y controvertidos de la literatura estadounidense del siglo XX? ¿De qué manera le afectó la II Guerra Mundial? ¿Y el hecho de que su novela fuera una obsesión para el asesino de John Lennon o para John Hinckley, Jr., quien intentó terminar con la vida del presidente Ronald Reagan en 1981?  La biografía The private war of J.D. Salinger que publicará Seix Barral en España dará respuesta a todas estas preguntas, según la editora Elena Ramírez, quien tuvo acceso al texto en una cámara secreta de las oficinas de Simon & Shuster en Nueva York, la editorial que se hizo con la publicación del libro en Estados Unidos. La fecha exacta de su salida en España dependerá del estreno del documental que forma parte del proyecto, asegura Seix Barral.
Seix Barral ha afirmado que esta es la primera biografía "definitiva" sobre el escritor y que su elaboración se ha convertido en el mayor proyecto cultural global de los últimos tiempos. Los autores Shane Salerno y David Shields han invertido ocho años y dos millones de dólares de sus propios bolsillos para recopilar los testimonios de 200 personas del círculo más íntimo de Salinger repartidos por los cinco continentes: compañeros de guerra, amigos de la infancia, amistades del escritor por más de 40 años... Unas 750 páginas diseccionan los 15.000 folios de entrevistas. Además, hay 167 fotografías jamás vistas, diarios, cartas y otros documentos que han sido inéditos hasta hoy.
La pugna por los derechos y una extremada cautela han rodeado la aparición de una biografía que verá la luz en Estados Unidos el 3 de septiembre, tres días antes de que lo haga la película. La obra fue comprada simultáneamente por The Weinstein Company, Simon & Shuster y la compañía de televisión PBS American Masters en absoluto secreto y por cifras de siete dígitos, antes de que nadie más pudiese tener acceso al libro.
Además de las entrevistas con los amigos de Salinger, en The private war of J.D. Salinger se encuentran las declaraciones de Philip Roth, John Updike, Gore Vidal, Norman Mailer, Ernest Hemingway, Truman Capote, Danny DeVito, William Faulkner o E.L. Doctorow, entre otros.
El editor de Simon & Shuster, Jofie Ferrari-Adler, ha afirmado que tanto libro como película "indagan en el precio del arte y el precio de la guerra". Ferrari-Adler considera que The private war of J.D. Salinger trasciende la biografía literaria "para investigar la historia más amplia del legado de la II Guerra Mundial".
Jerome David Salinger (1919-2010) comenzó escribiendo relatos cortos cuando estaba en la escuela secundaria. Tras la publicación en 1951 de El guardián entre el centeno, alcanzó una enorme popularidad. Su retrato de Holden Caulfield, un adolescente que se encuentra alienado, y del proceso que acompaña al final de la inocencia,  ha capturado la imaginación de generaciones y continúa estando entre los títulos favoritos de los más jóvenes. Se han vendido más de 120 millones de ejemplares en todo el mundo. Pero el escritor intentó escapar de la atención que su figura despertaba y se fue aislando cada vez con mayor energía, mientras su literatura aparecía gota a gota. Publicó Nueve cuentos, Franny y Zooey, Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour.

29.7.13

Luz Mary Giraldo ganó premio de Poesía en Rumania

Poesía de la A a la Z

El premio es otorgado por la Academia Oriente-Occidente a la poeta, ensayista y especialista en literatura colombiana

Luz Mery Giraldo, poeta y escritora colombiana./revistaarcadia.com

El Gran Premio Internacional de Poesía es entregado en la clausura del Festival de Poesia de Curtea de Arges y fue otorgado a Luz Mary Giraldo por su trayectoria como poeta y sus aportes en la cultura (investigación, docencia, divulgacion de la literatura y la cultura, entre otros). Los escenarios del Festival tenían las imágenes, poemas y evocaciones del mundialmente reconocido poeta Mihai Eminescu.
Luz Mary Giraldo (1950, Ibagué, Colombia), es escritora, crítica literaria y profesora universitaria. Ha publicado varios textos sobre la literatura colombiana y ha sido incluida en antologías tanto colombianas como extranjeras. Es autora de los libros: El tiempo se volvió poema, Con la vida, Postal de viaje y Hoja por hoja.
Como poeta ha sido invitada a Barcelona, Florencia, Seattle, Nueva York, México, Venezuela y ha participado en el Hay Festival de Cartagena. 

Nunca llegó el verdadero y sabido nombre
El ave
que algunos llaman tiempo
se alargó en el desierto de los hombres
y cada mañana
se enredó en su ojos.
Trataron de construir
una palabra
Pero faltaron piedras:
Nadie pudo entenderse
desde entonces.

De El tiempo se volvió poema

Con la pluma y con la espada

En 2006, en plena investigación por las cuentas secretas que el dictador chileno Augusto Pinochet tenía ocultas fuera del país, en el Banco Riggs, un grupo de funcionarios judiciales que realizaba una auditoría sobre sus finanzas descubrió uno de sus tesoros mejor guardados: su biblioteca, de 55 mil volúmenes. A partir de ese hallazgo, el periodista chileno Juan Cristóbal Peña escribió el libro La secreta vida literaria de Augusto Pinochet, un ensayo y biografía literaria que se sumerge en dos de las facetas menos conocidas del dictador: su fetichismo por los libros y su deseo de ser reconocido como intelectual
Juan Critobal Peña, autor de La secreta vida literaria de Augusto Pinochet./pagina12.com.ar
 
En diálogo en Santiago, Chile, Peña reconstruye el itinerario de Pinochet como profesor en la Escuela de Guerra, los excesos de algún biógrafo que pensó que, de no dedicarse a las armas, el dictador hubiera sido uno de los grandes escritores latinoamericanos, y los pormenores de la visita de Borges que le costaría el Premio Nobel para siempre
“Muchos que llevan estoque les temen a las plumas de ganso”, escribió Shakespeare en Hamlet. Se sabe, la historia ha demostrado más de una vez que la pluma es más poderosa que la espada. El dictador chileno Augusto Pinochet creía conocer la eficacia de ambas. Desde muy joven, durante sus días como mediocre estudiante y gris profesor de la Academia de Guerra chilena, Pinochet intentó sin demasiado éxito construirse un perfil de hombre de letras e intelectual de fuste que manejaba con la misma destreza la pluma y la pistola. Sus pésimas calificaciones y su baja capacidad intelectual, sin embargo, le jugaron en contra. De allí nació en Pinochet un profundo recelo y resentimiento por sus compañeros de camada más brillantes. Aquellos que, según el futuro tirano, sabían de sus limitaciones y complejos intelectuales.
Poco tiempo después de ordenar el bombardeo de La Moneda, derrocar al gobierno constitucional de Salvador Allende y decretar el inicio de la dictadura más sangrienta de la historia de Chile, Pinochet puso un inusitado empeñó en borrar de la memoria histórica o en eliminar físicamente a quienes, según su delirio, le habían hecho sombra desde sus años mozos, como el general Carlos Prats, su predecesor al frente del Ejército chileno y ministro de Defensa y del Interior del gobierno de la Unidad Popular, quien fue asesinado en 1974 por agentes de la DINA, durante su exilio en la Argentina. Las acciones de la dictadura también incluyeron quemas masivas de libros y la aparición de editoriales que ciegamente defendían al régimen y maquillaban la figura del tirano. “Pinochet se sacaba del camino a sus potenciales rivales o a los generales y oficiales más capaces. Y por otro lado se propone construirse un perfil de intelectual. Durante sus 20 años como profesor en la Academia de Guerra, Pinochet publicó libros e intentó validarse en ese campo pese a sus deficiencias. Pero cuando accede al poder, se convence de que debe hacer lo mismo ante el pueblo chileno. Que lo reconocieran como una persona capaz e intelectual. Y por eso se rodea de una corte de aduladores profesionales, de amanuenses que le escriben libros, en los cuales van construyendo la figura de un líder político, estratega militar y gran escritor. De este experimento surgen tramas excesivas, como la del biógrafo que escribe que si Pinochet no hubiese elegido la carrera de las armas, probablemente hubiera sido uno de los grandes escritores de Latinoamérica”, explica el periodista Juan Cristóbal Peña, en el barrio de Bellas Artes de la capital chilena. El autor de La secreta vida literaria de Augusto Pinochet señala que su nuevo libro permite asomarse a una faceta que hasta ahora había sido muy poco explorada: la pretensión del tirano de ser reconocido como un intelectual y el profundo sentimiento de inferioridad y resentimiento que gobernaron la psique del militar.
La secreta vida... es un libro que intenta trazar un perfil de Pinochet a partir de una “desconocida” vida intelectual. ¿Cómo definirías a Pinochet desde esa faceta?
–Hay que entender que si hay algo que define a Pinochet es su desconfianza, sus celos por dejarse leer, por dejarse penetrar. En ese sentido es un personaje sobre el cual se ha escrito bastante, pero sigue siendo difícil desentrañar su personalidad, porque siempre se preocupó por ocultar quién era, qué pensaba y qué sentía. Toda una coraza que tiene sus antecedentes mucho antes del golpe de Estado, y que surge prácticamente desde sus épocas en la academia militar. El entra a la academia en 1949, y ahí comienza a usar los lentes oscuros. Y la interpretación que le doy a ese gesto, y que incluso el propio Pinochet reconoce en una entrevista, es que comienza a aplicarles una lógica de guerra a sus acciones cotidianas y profesionales. Los lentes oscuros operan como una técnica de guerra para ocultar sus acciones. Y este juego de apariencias es lo que le permite llegar al poder, cuando da el golpe contra el gobierno de la Unidad Popular.
Por eso esta construcción lateral de su personalidad que realizás, tejiendo una suerte de biografía literaria, de alguna manera permite romper esas tácticas de ocultamiento que aplicaba.
–Sí, creo que la clave para entender a Pinochet está en el campo académico, intelectual. Una de las formas de romper con ese cerco es a través de sus lecturas, una interpretación que parece lateral, a través de su faceta literaria o de su carrera académica, y ahí surge algo muy interesante en sus años de estudiante, donde desarrolla un fuerte complejo de inferioridad intelectual, y a la vez genera un profundo resentimiento que deriva en venganza una vez que accede al poder. Y eso explica por qué intentó borrar de la memoria a los grandes intelectuales militares chilenos, hasta el punto de plagiar en uno de sus libros al general Gregorio Rodríguez Tascón, el profesor al cual le debe el inicio de su carrera académica. Todo eso obedece a un fuerte complejo de inferioridad intelectual, y también a un delirio.

EL COLECCIONISTA

Vestido de short blanco, chomba Lacoste celeste, zapatillas deportivas claras y medias al tono subidas casi hasta sus rodillas, el dictador, apoyado en su bastón, mira con recelo cómo los peritos revisan el más preciado de sus bienes: la biblioteca que atesora en su mansión de Los Boldos. Corre enero de 2006 y la Justicia le pisa los talones en la investigación por sus millonarias cuentas secretas en el Banco Riggs. Es la primera vez que el tesoro bibliográfico tasado en 3 millones de dólares, una de las mayores colecciones privadas del continente americano, sale a la luz pública. “La biblioteca se mantuvo oculta por empeño del propio Pinochet –cuenta Peña–. Siguiendo su lógica de guerra, la mantuvo en secreto, pese a ser una colección muy valiosa en términos patrimoniales y de cantidad de volúmenes. Pinochet nunca hizo gala ni ostentación de ella, muy por el contrario, son contadas las personas de su confianza que entraron a su biblioteca.” Peña recuerda que los funcionarios judiciales que realizaron el peritaje contaron que en los estantes de la biblioteca reinaba un gran caos que incluía chocolates, regalos sin terminar de abrir y una colección de bustos de Napoleón.
A partir de tomar nota del allanamiento, Peña escribió una crónica de largo aliento sobre el rastro de los 55 mil volúmenes que integran la biblioteca del dictador, que fue publicada en Ciper. El texto le valió en 2008 el Premio Nuevo Periodismo de la fundación de Gabriel García Márquez. Ahora, en La secreta vida literaria de Augusto Pinochet, su tercer libro, Peña se ha tomado el tiempo suficiente para profundizar en el tema y trazar un perfil intelectual del tirano. “Pinochet era un hombre muy solitario –arriesga Peña–, y pasaba mucho tiempo en su biblioteca. Tal vez eludiendo a su esposa, que era insoportable. Pero es un hecho que se encerraba y pasaba horas en su biblioteca, cuando volvía de la casa de gobierno y también durante los fines de semana. Les tenía mucho afecto a sus libros, y por eso lo afectó sobremanera que un equipo de peritos estuviera curioseando en su bien más preciado. En un libro que escribió Rodrigo García, uno de sus nietos, se cuenta que cae enfermo algunos días después del peritaje.”
¿Cómo está compuesta la biblioteca de Pinochet?
–La biblioteca de Pinochet se divide en tres partes. La de los 55 mil volúmenes, que está en poder de la familia, pese a que ha quedado demostrado que esos bienes fueron comprados en forma irregular con el uso de fondos públicos o con el tráfico de armas. La otra mitad de su biblioteca Pinochet la entregó en donación al ejército en el año 1989. Hasta hoy en día están en la academia militar, en la biblioteca llamada “Presidente Augusto Pinochet Ugarte”. Eso marca el respeto, el poder y la adoración que sigue teniendo el personaje. Y una tercera parte está en manos de la Fundación Augusto Pinochet, que maneja mucho dinero por los aportes de empresarios nostálgicos del pinochetismo, que también tienen mucho poder todavía. Ahí hay unos 600 libros que tienen la característica de que tuvieron un valor especial para Pinochet. Libros que le llevaron durante su detención en Londres, a los cuales les tenía cierto aprecio porque estaban autografiados, dedicados o bien subrayados por el propio Pinochet.
¿Cuáles eran esos libros a los que les tenía tanto aprecio?
–De los que detecté que se llevó a Londres durante su detención estaba El libro negro del comunismo, en el cual pude ver sus subrayados con fosforescente. Y también, curiosamente, libros sobre derechos humanos en regímenes comunistas. Lo que leía eran fundamentalmente textos genéricos sobre comunismo y también libros sobre la historia de Chile. Y en ese sentido, si bien Pinochet nunca demostró ser un lector ducho ni una persona de mucha cultura, más bien siempre fue bastante básico, tenía dominio de ciertas materias, como la geografía.
¿Qué tipo de coleccionista era Pinochet?
–Pinochet era un coleccionista compulsivo. Hay piezas muy valiosas en su biblioteca. Estamos hablando de textos de la Colonia, como una primera edición de la Histórica Relación del Reino de Chile, del año 1646, o de ejemplares de La Araucana, del siglo XVIII. Pinochet se dedicaba a coleccionar de manera compulsiva y enfermiza. Esencialmente libros de ciencias sociales, historia de Chile y geografía. Creo que Pinochet no era consciente de todo lo que tenía. Era más un fetichista que un dictador ilustrado.
También era un gran coleccionista de libros sobre marxismo, incluso en la foto de portada del libro se lo ve leyendo un libro sobre Gramsci.
–Sí, pero tengo serias dudas de que haya sido un gran lector en esta materia. Pinochet se ocupó de reunir todo lo que llegara a sus manos o existiera sobre marxismo o literatura de izquierda. Resulta difícil saber si Pinochet leía sobre esta y otras materias. Alguna vez él dijo en una entrevista que leía 15 minutos a la noche antes de dormirse, que –entre paréntesis– es un promedio bastante alto para lo que se lee en Chile.

LA HORA DE LA ESPADA

Corría septiembre de 1976 y Pinochet recibió una visita largamente esperada por el régimen que comandaba a punta de pistola. En ese mes, Jorge Luis Borges visitó Santiago para recibir un título honoris causa y dictar una conferencia en apoyo a la dictadura, en un momento en el que las denuncias por violaciones de los derechos humanos asfixiaban al régimen chileno.
En la ceremonia en la Universidad de Chile, Borges pronunció un discurso que, para muchos, le costó el Nobel de Literatura. “Hay un hecho que debe conformarnos a todos, a todo el continente, y acaso a todo el mundo –dijo en la conferencia–. En esta época de anarquía sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria fuerte. Lugones predicó la patria fuerte cuando habló de la hora de la espada. Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita. Y lo digo sabiendo muy claramente, muy precisamente, lo que digo. Pues bien, mi país está emergiendo de la ciénaga, creo, con felicidad. Creo que merecemos salir de la ciénaga en que estuvimos. Ya estamos saliendo, por obras de las espadas, precisamente. Y aquí ya han emergido de esa ciénaga. Y aquí tenemos: Chile, esa región, esa patria, que es a la vez una larga patria y una honrosa espada.” En su libro, Peña destaca que ni el mejor vocero de la dictadura podría haberla defendido en forma tan enfática y lírica.
¿Cómo se gestó la llegada de Borges a Chile en el año ’76?
–Hay un funcionario muy de segunda categoría que en algún momento oficia de profesor en la Universidad de Chile, al cual le encomiendan gestionar la venida de Borges a Chile para nombrarlo doctor honoris causa. Pinochet no era un lector de Borges, en su biblioteca no hay libros de Borges, no era lector de ficción y aborrecía todo lo que tuviera que ver con poesía. Ese funcionario, favorecido por la fortuna, logra comprometer a Borges a que visite Santiago. Fue absolutamente fortuito, y es un momento que coincide con su agrado por los regímenes dictatoriales. Es un capítulo cruzado por la comedia, por la fortuna y el azar, que termina con Borges entrevistándose con Pinochet en la sede del gobierno. Ahora bien, Pinochet era una persona que se creía escritor, tenía ínfulas de ser reconocido como tal, y se sintió muy halagado por esta visita de un par. Esa reunión fue muy afortunada para el régimen, y a la vez muy desafortunada para la humanidad, ya que Borges asumió la visita como una causa política.
¿Otros intelectuales y escritores visitaron Chile durante la dictadura para brindarle apoyo al régimen?
–Si bien la visita de Borges fue la más sonada, también hubo otras visitas y encuentros con escritores internacionales que simpatizaban con el régimen, como la del escritor y bestseller español J. J. Benítez, autor de las novelas Caballo de Troya, que llegó a Chile investigando casos de ovnis: una posible abducción de un soldado chileno, que en realidad eran acciones propagandísticas muy propias de la dictadura para esconder hechos o denuncias sobre violaciones de derechos humanos. Pero además Pinochet solía organizar encuentros, en el Palacio de la Moneda o en otras dependencias, donde se hablaba de historia, de política. Siempre se las ingenió para complacerse, para ir construyendo esa imagen del gran intelectual, y de que era uno más entre ellos.

PAPELES VIEJOS, COLONIA BARATA

El trabajo de Peña también posa su mirada sobre los fondos utilizados por Pinochet para adquirir su pantagruélica biblioteca. El tirano utilizaba a gusto los fondos del Estado para comprar volúmenes, tenía a sus dealers libreros favoritos que le garantizaban ediciones de lujo y hasta llegó a apropiarse de libros patrimoniales de museos. “Diez días después del golpe de Estado –afirma Peña–, Pinochet declara tener una casa, un auto y una biblioteca por un valor de 12 mil dólares, y al año 2006 tiene aproximadamente 55 mil volúmenes, de un valor estimado de 3 millones de dólares. Ese es un número muy conservador, ya que ese monto tendió a ser disminuido por una estrategia judicial, para que no fuera objetado por la defensa de Pinochet. Se le dio un valor mínimo a esta biblioteca que, de acuerdo con expertos y bibliófilos, vale muchísimo más.”
¿Cómo fue el trabajo de auditoría sobre su biblioteca?
–Los encargados de hacer la auditoría sobre la biblioteca hicieron un trabajo acelerado y exprés, con pocos recursos, y trabajaron contra el tiempo: tuvieron sólo dos semanas para visitar las bibliotecas de Pinochet. El equipo de expertos sólo llegó a revisar un 10 por ciento del total de los libros. En realidad no se sabe –ni siquiera Pinochet supo– qué es lo que tuvo en su poder. Además era una persona bastante desprolija y caótica como coleccionista: no tenía un orden ni estaba catalogada su colección.
Algo que llama la atención es que, durante las investigaciones sobre sus cuentas ocultas, Pinochet justifica su nivel económico amparándose en sus dotes intelectuales.
–En una de las declaraciones judiciales, Pinochet dice que era un hombre muy ahorrativo, y que en un momento escribía libros y artículos, y eso le permitió ganar dinero extra. Utiliza su faceta intelectual para justificar las cuentas y el dinero que tenía en el extranjero. Y fueron declaraciones que sorprendieron, eso de pensar a Pinochet como un intelectual, de justificar su fortuna a partir de sus dotes como escritor.
En el libro contás cómo Pinochet se burla de los peritos, cuando no encuentran sus libros más valiosos en la biblioteca.
–Pinochet tuvo tiempo de sacar las cosas más valiosas. En las bibliotecas tenía cajas fuertes, y cuando llegan los peritos con la orden judicial para abrirlas, lo que encuentran –incluso ante la presencia del propio Pinochet, que sonríe socarronamente– son papeles sin importancia y alguna colonia barata. Pinochet tuvo tiempo de sacar sus libros más valiosos.

Una de las pocas fotos de Pinochet en la biblioteca /pagina12.com.ar

 

Las clases magistrales de Cortázar

Rayuela 50 Aniversario

Un nuevo libro reúne las lecciones de literatura que el autor de Rayuela dictó en Berkeley, en 1980. Su pensamiento y la intimidad de sus elecciones artísticas, en un adelanto exclusivo

Julio Cortázar de maestro de Clases de Literatura, en Berkeley./adncultura.com


Texto: Julio Cortázar
Primera clase. Los caminos de un escritor
Quisiera que quede bien claro que, aunque propongo primero los cuentos y en segundo lugar las novelas, esto no significa para mí una discriminación o un juicio de valor: soy autor y lector de cuentos y novelas con la misma dedicación y el mismo entusiasmo. Ustedes saben que son cosas muy diferentes, que trataremos de precisar mejor en algunos aspectos, pero el hecho de que haya propuesto que nos ocupemos primero de los cuentos es porque como tema son de un acceso más fácil; se dejan atrapar mejor, rodear mejor que una novela por razones obvias sobre las cuales no vale la pena que insista.
Tienen que saber que estos cursos los estoy improvisando muy poco antes de que ustedes vengan aquí: no soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de modo que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo, busco soluciones. Para empezar a hablar del cuento como género y de mis cuentos como una continuación, estuve pensando en estos días que para que entremos con más provecho en el cuento latinoamericano sería tal vez útil una breve reseña de lo que en alguna charla ya muy vieja llamé una vez "Los caminos de un escritor"; es decir, la forma en que me fui moviendo dentro de la actividad literaria a lo largo de. desgraciadamente treinta años. El escritor no conoce esos caminos mientras los está franqueando -puesto que vive en un presente como todos nosotros- pero pasado el tiempo llega un día en que de golpe, frente a muchos libros que ha publicado y muchas críticas que ha recibido, tiene la suficiente perspectiva y el suficiente espacio crítico para verse a sí mismo con alguna lucidez. Hace algunos años me planteé el problema de cuál había sido finalmente mi camino dentro de la literatura (decir "literatura" y "vida" para mí es siempre lo mismo, pero en este caso nos estamos concentrando en la literatura). Puede ser útil que reseñe hoy brevemente ese camino o caminos de un escritor porque luego se verá que señalan algunas constantes, algunas tendencias que están marcando de una manera significativa y definitoria la literatura latinoamericana importante de nuestro tiempo.
Les pido que no se asusten por las tres palabras que voy a emplear a continuación porque en el fondo, una vez que se da a entender por qué se las está utilizando, son muy simples. Creo que a lo largo de mi camino de escritor he pasado por tres etapas bastante bien definidas: una primera etapa que llamaría estética (ésa es la primera palabra), una segunda etapa que llamaría metafísica y una tercera etapa, que llega hasta el día de hoy, que podría llamar histórica. En lo que voy a decir a continuación sobre esos tres momentos de mi trabajo de escritor va a surgir por qué utilizo estas palabras, que son para entendernos y que no hay que tomar con la gravedad que utiliza un filósofo cuando habla por ejemplo de metafísica.
Pertenezco a una generación de argentinos surgida casi en su totalidad de la clase media en Buenos Aires, la capital del país; una clase social que por estudios, orígenes y preferencias personales se entregó muy joven a una actividad literaria concentrada sobre todo en la literatura misma. Me acuerdo bien de las conversaciones con mis camaradas de estudios y con los que siguieron siendo amigos una vez que los terminé y todos comenzamos a escribir y algunos poco a poco también a publicar. Me acuerdo de mí mismo y de mis amigos, jóvenes argentinos (porteños, como les decimos a los de Buenos Aires) profundamente estetizantes, concentrados en la literatura por sus valores de tipo estético, poético, y por sus resonancias espirituales de todo tipo. No usábamos esas palabras y no sabíamos lo que eran, pero ahora me doy perfecta cuenta de que viví mis primeros años de lector y de escritor en una fase que tengo derecho a calificar de "estética", donde lo literario era fundamentalmente leer los mejores libros a los cuales tuviéramos acceso y escribir con los ojos fijos en algunos casos en modelos ilustres y en otros en un ideal de perfección estilística profundamente refinada. Era una época en la que los jóvenes de mi edad no nos dábamos cuenta hasta qué punto estábamos al margen y ausentes de una historia particularmente dramática que se estaba cumpliendo en torno de nosotros, porque esa historia también la captábamos desde un punto de vista de lejanía, con distanciamiento espiritual.
 
Caricatura: Sebastián Dufour
Viví en Buenos Aires, desde lejos por supuesto, el transcurso de la guerra civil en que el pueblo de España luchó y se defendió contra el avance del franquismo que finalmente habría de aplastarlo. Viví la segunda guerra mundial, entre el año 39 y el año 45, también en Buenos Aires. ¿Cómo vivimos mis amigos y yo esas guerras? En el primer caso éramos profundos partidarios de la República española, profundamente antifranquistas; en el segundo, estábamos plenamente con los aliados y absolutamente en contra del nazismo. Pero en qué se traducían esas tomas de posición: en la lectura de los periódicos, en estar muy bien informados sobre lo que sucedía en los frentes de batalla; se convertían en charlas de café en las que defendíamos nuestros puntos de vista contra eventuales antagonistas, eventuales adversarios. A ese pequeño grupo del que formaba parte pero que a su vez era parte de muchos otros grupos, nunca se nos ocurrió que la guerra de España nos concernía directamente como argentinos y como individuos; nunca se nos ocurrió que la segunda guerra mundial nos concernía también aunque la Argentina fuera un país neutral. Nunca nos dimos cuenta de que la misión de un escritor que además es un hombre tenía que ir mucho más allá que el mero comentario o la mera simpatía por uno de los grupos combatientes. Esto, que supone una autocrítica muy cruel que soy capaz de hacerme a mí y a todos los de mi clase, determinó en gran medida la primera producción literaria de esa época: vivíamos en un mundo en el que la aparición de una novela o un libro de cuentos significativo de un autor europeo o argentino tenía una importancia capital para nosotros, un mundo en el que había que dar todo lo que se tuviera, todos los recursos y todos los conocimientos para tratar de alcanzar un nivel literario lo más alto posible. Era un planteo estético, una solución estética; la actividad literaria valía para nosotros por la literatura misma, por sus productos y de ninguna manera como uno de los muchos elementos que constituyen el contorno, como hubiera dicho Ortega y Gasset "la circunstancia", en que se mueve un ser humano, sea o no escritor. De todas maneras, aun en ese momento en que mi participación y mi sentimiento histórico prácticamente no existían, algo me dijo muy tempranamente que la literatura -incluso la de tipo fantástico más imaginativa- no estaba únicamente en las lecturas, en las bibliotecas y en las charlas de café. Desde muy joven sentí en Buenos Aires el contacto con las cosas, con las calles, con todo lo que hace de una ciudad una especie de escenario continuo, variante y maravilloso para un escritor. Si por un lado las obras que en ese momento publicaba alguien como Jorge Luis Borges significaban para mí y para mis amigos una especie de cielo de la literatura, de máxima posibilidad en ese momento dentro de nuestra lengua, al mismo tiempo me había despertado ya muy temprano a otros escritores de los cuales citaré solamente uno, un novelista que se llamó Roberto Arlt y que desde luego es mucho menos conocido que Jorge Luis Borges porque murió muy joven y escribió una obra de difícil traducción y muy cerrada en el contorno de Buenos Aires. Al mismo tiempo que mi mundo estetizante me llevaba a la admiración por escritores como Borges, sabía abrir los ojos al lenguaje popular, al lunfardo de la calle que circula en los cuentos y las novelas de Roberto Arlt. Es por eso que, cuando hablo de etapas en mi camino, no hay que entenderlas nunca de una manera excesivamente compartimentada: me estaba moviendo en esa época en un mundo estético y estetizante pero creo que ya tenía en las manos o en la imaginación elementos que venían de otros lados y que todavía necesitarían tiempo para dar sus frutos. Eso lo sentí en mí mismo poco a poco, cuando empecé a vivir en Europa.
Siempre he escrito sin saber demasiado por qué lo hago, movido un poco por el azar, por una serie de casualidades: las cosas me llegan como un pájaro que puede pasar por la ventana. En Europa continué escribiendo cuentos de tipo estetizante y muy imaginativos, prácticamente todos de tema fantástico. Sin darme cuenta, empecé a tratar temas que se separaron de ese primer momento de mi trabajo. En esos años escribí un cuento muy largo, quizá el más largo que he escrito, El perseguidor, que en sí mismo no tiene nada de fantástico pero en cambio tiene algo que se convertía en importante para mí: una presencia humana, un personaje de carne y hueso, un músico de jazz que sufre, sueña, lucha por expresarse y sucumbe aplastado por una fatalidad que lo persiguió toda su vida. (Los que lo han leído saben que estoy hablando de Charlie Parker, que en el cuento se llama Johnny Carter.) Cuando terminé ese cuento y fui su primer lector, advertí que de alguna manera había salido de una órbita y estaba tratando de entrar en otra. Ahora el personaje se convertía en el centro de mi interés mientras que en los cuentos que había escrito en Buenos Aires los personajes estaban al servicio de lo fantástico como figuras para que lo fantástico pudiera irrumpir; aunque pudiera tener simpatía o cariño por determinados personajes de esos cuentos, era muy relativo: lo que verdaderamente me importaba era el mecanismo del cuento, sus elementos finalmente estéticos, su combinatoria literaria con todo lo que puede tener de hermoso, de maravilloso y de positivo. En la gran soledad en que vivía en París de golpe fue como estar empezando a descubrir a mi prójimo en la figura de Johnny Carter, ese músico negro perseguido por la desgracia cuyos balbuceos, monólogos y tentativas inventaba a lo largo de ese cuento.
Ese primer contacto con mi prójimo -creo que tengo derecho a utilizar el término-, ese primer puente tendido directamente de un hombre a otro, de un hombre a un conjunto de personajes, me llevó en esos años a interesarme cada vez más por los mecanismos psicológicos que se pueden dar en los cuentos y en las novelas, por explorar y avanzar en ese territorio -que es el más fascinante de la literatura al fin y al cabo- en que se combina la inteligencia con la sensibilidad de un ser humano y determina su conducta, todos sus juegos en la vida, todas sus relaciones y sus interrelaciones, sus dramas de vida, de amor, de muerte, su destino; su historia, en una palabra. Cada vez más deseoso de ahondar en ese campo de la psicología de los personajes que estaba imaginando, surgieron en mí una serie de preguntas que se tradujeron en dos novelas, porque los cuentos no son nunca o casi nunca problemáticos: para los problemas están las novelas, que los plantean y muchas veces intentan soluciones. La novela es ese gran combate que libra el escritor consigo mismo porque hay en ella todo un mundo, todo un universo en que se debaten juegos capitales del destino humano, y si uso el término destino humano es porque en ese momento me di cuenta de que yo no había nacido para escribir novelas psicológicas o cuentos psicológicos como los hay y por cierto tan buenos. El solo hecho de manejar elementos en la vida de algunos personajes no me satisfacía lo suficiente. Ya en El perseguidor, con toda su torpeza y su ignorancia, Johnny Carter se plantea problemas que podríamos llamar "últimos". Él no entiende la vida y tampoco entiende la muerte, no entiende por qué es un músico, quisiera saber por qué toca como toca, por qué le suceden las cosas que le suceden. Por ese camino entré en eso que con un poco de pedantería he calificado de etapa metafísica, es decir, una autoindagación lenta, difícil y muy primaria -porque yo no soy un filósofo ni estoy dotado para la filosofía- sobre el hombre, no como simple ser viviente y actuante sino como ser humano, como ser en el sentido filosófico, como destino, como camino dentro de un itinerario misterioso.
Esta etapa que llamo metafísica a falta de mejor nombre se fue cumpliendo sobre todo a lo largo de dos novelas. La primera, que se llama Los premios, es una especie de divertimento; la segunda quiso ser algo más que un divertimento y se llama Rayuela. En la primera intenté presentar, controlar, dirigir un grupo importante y variado de personajes. Tenía una preocupación técnica, porque un escritor de cuentos -como lectores de cuentos, ustedes lo saben bien- maneja un grupo de personajes lo más reducido posible por razones técnicas: no se puede escribir un cuento de ocho páginas en donde entren siete personas ya que llegamos al final de las ocho páginas sin saber nada de ninguna de las siete, y obligadamente hay una concentración de personajes como hay también una concentración de muchas otras cosas. La novela en cambio es realmente el juego abierto, y en Los premios me pregunté si dentro de un libro de las dimensiones habituales de una novela sería capaz de presentar y tener un poco las riendas mentales y sentimentales de un número de personajes que al final, cuando los conté, resultaron ser dieciocho. ¡Ya es algo! Fue, si ustedes quieren, un ejercicio de estilo, una manera de demostrarme a mí mismo si podía o no pasar a la novela como género. Bueno, me aprobé; con una nota no muy alta pero me aprobé en ese examen. Pensé que la novela tenía los suficientes elementos como para darle atracción y sentido, y allí, en muy pequeña escala todavía, ejercité esa nueva sed que se había posesionado de mí, esa sed de no quedarme solamente en la psicología exterior de la gente y de los personajes de los libros sino ir a una indagación más profunda del hombre como ser humano, como ente, como destino. En Los premios eso se esboza apenas en algunas reflexiones de uno o dos personajes.
A lo largo de unos cuantos años escribí Rayuela y en esa novela puse directamente todo lo que en ese momento podía poner en ese campo de búsqueda e interrogación. El personaje central es un hombre como cualquiera de todos nosotros, realmente un hombre muy común, no mediocre pero sin nada que lo destaque especialmente; sin embargo, ese hombre tiene -como ya había tenido Johnny Carter en El perseguidor- una especie de angustia permanente que lo obliga a interrogarse sobre algo más que su vida cotidiana y sus problemas cotidianos. Horacio Oliveira, el personaje de Rayuela, es un hombre que está asistiendo a la historia que lo rodea, a los fenómenos cotidianos de luchas políticas, guerras, injusticias, opresiones y quisiera llegar a conocer lo que llama a veces "la clave central", el centro que ya no sólo es histórico sino también filosófico, metafísico, y que ha llevado al ser humano por el camino de la historia que está atravesando, del cual nosotros somos el último y presente eslabón. Horacio Oliveira no tiene ninguna cultura filosófica -como su padre- y simplemente se hace las preguntas que nacen de lo más hondo de la angustia. Se pregunta muchas veces cómo es posible que el hombre como género, como especie, como conjunto de civilizaciones, haya llegado a los tiempos actuales siguiendo un camino que no le garantiza en absoluto el alcance definitivo de la paz, la justicia y la felicidad, por un camino lleno de azares, injusticias y catástrofes en que el hombre es el lobo del hombre, en que unos hombres atacan y destrozan a otros, en que justicia e injusticia se manejan muchas veces como cartas de póquer. Horacio Oliveira es el hombre preocupado por elementos ontológicos que tocan al ser profundo del hombre: ¿Por qué ese ser preparado teóricamente para crear sociedades positivas por su inteligencia, su capacidad, por todo lo que tiene de positivo, no lo consigue finalmente o lo consigue a medias, o avanza y luego retrocede? (Hay un momento en que la civilización progresa y luego cae bruscamente, y basta con hojear el Libro de la Historia para asistir a la decadencia y a la ruina de civilizaciones que fueron maravillosas en la Antigüedad.) Horacio Oliveira no se conforma con estar metido en un mundo que le ha sido dado prefabricado y condicionado; pone en tela de juicio cualquier cosa, no acepta las respuestas habitualmente dadas, las respuestas de la sociedad x o de la sociedad z, de la ideología a o de la ideología b.
Esa etapa histórica suponía romper el individualismo y el egoísmo que hay siempre en las investigaciones del tipo que hace Oliveira, ya que él se preocupa de pensar cuál es su propio destino en tanto destino del hombre pero todo se concentra en su propia persona, en su felicidad y su infelicidad. Había un paso que franquear: el de ver al prójimo no sólo como el individuo o los individuos que uno conoce sino también verlo como sociedades enteras, pueblos, civilizaciones, conjuntos humanos. Debo decir que llegué a esa etapa por caminos curiosos, extraños y a la vez un poco predestinados. Había seguido de cerca con mucho más interés que en mi juventud todo lo que sucedía en el campo de la política internacional en aquella época: estaba en Francia cuando la guerra de liberación de Argelia y viví muy de cerca ese drama que era al mismo tiempo y por causas opuestas un drama para los argelinos y para los franceses. Luego, entre el año 59 y el 61, me interesó toda esa extraña gesta de un grupo de gente metida en las colinas de la isla de Cuba que estaban luchando para echar abajo un régimen dictatorial. (No tenía aún nombres precisos: a esa gente se los llamaba "los barbudos" y Batista era un nombre de dictador en un continente que ha tenido y tiene tantos.) Poco a poco, eso tomó para mí un sentido especial. Testimonios que recibí y textos que leí me llevaron a interesarme profundamente por ese proceso, y cuando la Revolución cubana triunfó a fines de 1959, sentí el deseo de ir. Pude ir -al principio no se podía- menos de dos años después. Fui a Cuba por primera vez en 1961 como miembro del jurado de la Casa de las Américas que se acababa de fundar. Fui a aportar la contribución del único tipo que podía dar, de tipo intelectual, y estuve allí dos meses viendo, viviendo, escuchando, aprobando y desaprobando según las circunstancias. Cuando volví a Francia traía conmigo una experiencia que me había sido totalmente ajena: durante casi dos meses no estuve metido con grupos de amigos o con cenáculos literarios; estuve mezclándome cotidianamente con un pueblo que en ese momento se debatía frente a las peores dificultades, al que le faltaba todo, que se veía preso en un bloqueo despiadado y sin embargo luchaba por llevar adelante esa autodefinición que se había dado a sí mismo por la vía de la revolución. Cuando volví a París eso hizo un lento pero seguro camino. Habían sido invitaciones de pasaporte para mí y nada más, señas de identidad y nada más. En ese momento, por una especie de brusca revelación -y la palabra no es exagerada-, sentí que no sólo era argentino: era latinoamericano, y ese fenómeno de tentativa de liberación y de conquista de una soberanía a la que acababa de asistir era el catalizador, lo que me había revelado y demostrado que no solamente yo era un latinoamericano que estaba viviendo eso de cerca sino que además me mostraba una obligación, un deber. Me di cuenta de que ser un escritor latinoamericano significaba fundamentalmente que había que ser un latinoamericano escritor: había que invertir los términos y la condición de latinoamericano, con todo lo que comportaba de responsabilidad y deber, había que ponerla también en el trabajo literario. Creo entonces que puedo utilizar el nombre de etapa histórica, o sea de ingreso en la historia, para describir este último jalón en mi camino de escritor.
Si han podido leer algunos libros míos que abarquen esos períodos, verán muy claramente reflejado lo que he tratado de explicar de una manera un poco primaria y autobiográfica, verán cómo se pasa del culto de la literatura por la literatura misma al culto de la literatura como indagación del destino humano y luego a la literatura como una de las muchas formas de participar en los procesos históricos que a cada uno de nosotros nos concierne en su país. Si les he contado esto -e insisto en que he hecho un poco de autobiografía, cosa que siempre me avergüenza- es porque creo que ese camino que seguí es extrapolable en gran medida al conjunto de la actual literatura latinoamericana que podemos considerar significativa. En el curso de las últimas tres décadas la literatura de tipo cerradamente individual que naturalmente se mantiene y se mantendrá y que da productos indudablemente hermosos e indiscutibles, esa literatura por el arte y la literatura misma ha cedido terreno frente a una nueva generación de escritores mucho más implicados en los procesos de combate, de lucha, de discusión, de crisis de su propio pueblo y de los pueblos en conjunto. La literatura que constituía una actividad fundamentalmente elitista y que se autoconsideraba privilegiada (todavía lo hacen muchos en muchos casos) fue cediendo terreno a una literatura que en sus mejores exponentes nunca ha bajado la puntería ni ha tratado de volverse popular o populachera llenándose con todo el contenido que nace de los procesos del pueblo de donde pertenece el autor. Estoy hablando de la literatura más alta de la que podemos hablar en estos momentos, la de Asturias, Vargas Llosa, García Márquez, cuyos libros han salido plenamente de ese criterio de trabajo solitario por el placer mismo del trabajo para intentar una búsqueda en profundidad en el destino, en la realidad, en la suerte de cada uno de sus pueblos. Por eso me parece que lo que me sucedió en el terreno individual y privado es un proceso que en conjunto se ha ido dando de la misma manera yendo de lo más (cómo decirlo, no me gusta la palabra elitista, pero en fin...), de lo más privilegiado, lo más refinado como actividad literaria, a una literatura que guardando todas sus calidades y todas sus fuerzas se dirige actualmente a un público de lectores que va mucho más allá que los lectores de la primera generación que eran sus propios grupos de clase, sus propias élites, aquellos que conocían los códigos y las claves y podían entrar en el secreto de esa literatura casi siempre admirable pero también casi siempre exquisita.
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Conviene hacer una cosa bastante elemental al principio que es preguntarse qué es un cuento, porque sucede que todos los leemos (es un género que creo que se vuelve cada día más popular; en algunos países lo ha sido siempre y en otros va ganando camino después de haber sido rechazado por motivos bastantes misteriosos que los críticos buscan deslindar) pero en definitiva es muy difícil intentar una definición de cuento. Hay cosas que se niegan a la definición; creo, y en este sentido me gusta extremar ciertos caminos mentales, que en el fondo nada se puede definir. El diccionario tiene una definición para cada cosa; cuando son cosas muy concretas, la definición es tal vez aceptable, pero muchas veces a lo que tomamos por definición yo lo llamaría una aproximación. La inteligencia se maneja con aproximaciones y establece relaciones y todo funciona muy bien, pero frente a ciertas cosas la definición se vuelve verdaderamente muy difícil. Es el caso muy conocido de la poesía. ¿Quién ha podido definir la poesía hasta hoy? Nadie. Hay dos mil definiciones que vienen desde los griegos que ya se preocupaban por el problema, y Aristóteles tiene nada menos que toda una Poética para eso, pero no hay una definición de la poesía que a mí me convenza y sobre todo que convenza a un poeta. En el fondo el único que tiene razón es ese humorista español -creo- que dijo que la poesía es eso que se queda afuera cuando hemos terminado de definir la poesía: se escapa y no está dentro de la definición. Con el cuento no pasa exactamente lo mismo pero tampoco es un género fácilmente definible. Lo mejor es acercarnos muy rápida e imperfectamente desde un punto de vista cronológico.
 
Julio Cortázar en París, en 1974. Foto: Corbis
La narrativa del cuento, tal como se lo imaginó en otros tiempos y tal y como lo leemos y lo escribimos en la actualidad, es tan antigua como la humanidad. Supongo que en las cavernas las madres y los padres les contaban cuentos a los niños (cuentos de bisontes, probablemente). El cuento oral se da en todos los folclores. África es un continente maravilloso para los cuentos orales, los antropólogos no se cansan de reunir enormes volúmenes con miles y miles, algunos de una fantasía y una invención extraordinarias que se transmiten de padres a hijos. La Antigüedad conoce el cuento como género literario y la Edad Media le da una categoría estética y literaria bien definida, a veces en forma de apólogos destinados a ilustrar elementos religiosos, otras veces morales. Las fábulas, por ejemplo, nos vienen desde los griegos y son un mecanismo de pequeño cuento, un relato que se basta a sí mismo, algo que sucede entre dos o tres animales, que empieza, tiene su fin y su reflexión moralista. El cuento tal como lo entendemos ahora no aparece de hecho hasta el siglo XIX. Hay a lo largo de la historia elementos de cuentística verdaderamente maravillosos. Piensen ustedes en Las mil y una noches, una antología de cuentos, la mayoría de ellos anónimos, que un escriba persa recogió y les dio calidad estética; ahí hay cuentos con mecanismos sumamente complejos, muy modernos en ese sentido. En la Edad Media española hay un clásico, El Conde Lucanor del Infante Juan Manuel, que contiene algunos de antología. En el siglo XVIII se escriben cuentos en general sumamente largos, que divagan un poco en un territorio más de novela que de cuento; pienso por ejemplo en los de Voltaire: Zadig, Cándido, ¿son cuentos o pequeñas novelas? Suceden muchas cosas, hay un desarrollo que casi se podría dividir en capítulos y finalmente son novelitas más que cuentos largos. Cuando nos metemos en el siglo XIX el cuento adquiere de golpe su carta de ciudadanía, más o menos paralelamente en el mundo anglosajón y en el francés. En el mundo anglosajón surgen en la segunda mitad del siglo XIX escritores para quienes el cuento es un instrumento literario de primera línea que atacan y llevan a cabo con un rigor extraordinario. En Francia bastaría citar a Mérimée, a Villiers de l'Isle-Adam y tal vez por encima de todos ellos a Maupassant, para ver cómo el cuento se ha convertido en un género moderno. En nuestro siglo entra ya con todos los elementos, las condiciones y las exigencias por parte del escritor y del lector. Vivimos hoy en una época en la que no aceptamos que "nos hagan el cuento", como dirían los argentinos: aceptamos que nos den buenos cuentos, que es una cosa muy diferente. Si a través de este paseo a vuelo de pájaro andamos buscando una aproximación, si no una definición del cuento, lo que vamos viendo es en general una especie de reducción: el cuento es una cosa muy vaga, muy esfumada, que abarca elementos de un desarrollo no siempre muy ceñido que a lo largo del siglo XIX y ahora en nuestro siglo adopta sus características que podemos considerar definitivas (en la medida en que puede haber algo definitivo en literatura, porque el cuento tiene una elasticidad equiparable a la de la novela en cierto sentido y, en manos de nuevos cuentistas que pueden estar trabajando en este mismo momento, puede dar un viraje y mostrarse desde otro ángulo y con otras posibilidades. Mientras eso no suceda, tenemos delante de nosotros una cantidad enorme de cuentistas mundiales y, en el caso que nos interesa especialmente, una cantidad muy grande y muy importante de cuentistas latinoamericanos).
¿Cuáles son las características en general del cuento, ya que decimos que no vamos a poder definirlo exactamente? Si hacemos el enfoque primario -o sea el fondo del cuento, su razón de ser, el tema, y la forma-, por lo que se refiere al tema la variedad del cuento moderno es infinita: puede ocuparse de temas absolutamente realistas, psicológicos, históricos, costumbristas, sociales... Su campo es perfectamente apto para hacer frente a cualquiera de estos temas, y pensando en el camino de la imaginación pura, se abre con toda libertad para la ficción total en los cuentos que llamamos fantásticos, los cuentos de lo sobrenatural donde la imaginación modifica las leyes naturales, las transforma y presenta el mundo de otra manera y bajo otra luz. La gama es inmensa incluso si nos situamos únicamente en el sector del cuento realista típico, clásico: por un lado podemos tener un cuento de D. H. Lawrence o de Katherine Mansfield, con sus delicadas aproximaciones psicológicas al destino de sus personajes; por otro lado podemos tener un cuento del uruguayo Juan Carlos Onetti que puede describir un momento perfectamente real -diría incluso realista- de una vida y que, siendo en el fondo una temática equivalente a la de Lawrence o a la de Katherine Mansfield, es totalmente distinto. Se abre así el abanico de su riqueza de posibilidades. Ya se dan cuenta ustedes de que por la temática no vamos a poder atrapar al cuento por la cola, porque cualquier cosa entra en el cuento: no hay temas buenos ni malos en el cuento. (No hay temas buenos ni malos en ninguna parte de la literatura, todo depende de quién y cómo lo trata. Alguien decía que se puede escribir sobre una piedra y hacer una cosa fascinante siempre que el que escriba se llame Kafka.)
Desde el punto de vista temático es difícil encontrar criterios para acercarnos a la noción de cuento, en cambio creo que vamos a estar más cerca porque ya se refiere un poco a nuestro trabajo futuro si buscamos por el lado de lo que se llama en general forma, aunque a mí me gustaría usar la palabra estructura, que no uso en el sentido del estructuralismo, o sea de ese sistema de crítica y de indagación con el cual tanto se trabaja en estos días y del cual yo no conozco nada. Hablo de estructura como podríamos decir la estructura de esta mesa o de esta taza; es una palabra que me parece un poco más rica y más amplia que la palabra forma porque estructura tiene además algo de intencional: la forma puede ser algo dado por la naturaleza y una estructura supone una inteligencia y una voluntad que organizan algo para articularlo y darle una estructura.
Por el lado de la estructura podemos acercarnos un poco más al cuento porque, si me permiten una comparación no demasiado brillante pero sumamente útil, podríamos establecer dos pares comparativos: por un lado tenemos la novela y por otro, el cuento. Grosso modo sabemos muy bien que la novela es un juego literario abierto que puede desarrollarse al infinito y que según las necesidades de la trama y la voluntad del escritor en un momento dado se termina, no tiene un límite preciso. Una novela puede ser muy corta o casi infinita, algunas novelas terminan y uno se queda con la impresión de que el autor podría haber continuado, y algunos continúan porque años después escriben una segunda parte. La novela es lo que Umberto Eco llama la "obra abierta": es realmente un juego abierto que deja entrar todo, lo admite, lo está llamando, está reclamando el juego abierto, los grandes espacios de la escritura y de la temática. El cuento es todo lo contrario: un orden cerrado. Para que nos deje la sensación de haber leído un cuento que va a quedar en nuestra memoria, que valía la pena leer, ese cuento será siempre uno que se cierra sobre sí mismo de una manera fatal.
Alguna vez he comparado el cuento con la noción de la esfera, la forma geométrica más perfecta en el sentido de que está totalmente cerrada en sí misma y cada uno de los infinitos puntos de su superficie son equidistantes del invisible punto central. Esa maravilla de perfección que es la esfera como figura geométrica es una imagen que me viene también cuando pienso en un cuento que me parece perfectamente logrado. Una novela no me dará jamás la idea de una esfera; me puede dar la idea de un poliedro, de una enorme estructura. En cambio el cuento tiende por autodefinición a la esfericidad, a cerrarse, y es aquí donde podemos hacer una doble comparación pensando también en el cine y en la fotografía: el cine sería la novela y la fotografía, el cuento. Una película es como una novela, un orden abierto, un juego donde la acción y la trama podrían o no prolongarse; el director de la película podría multiplicar incidentes sin malograrla, incluso acaso mejorándola; en cambio, la fotografía me hace pensar siempre en el cuento. Alguna vez hablando con fotógrafos profesionales he sentido hasta qué punto esa imagen es válida porque el gran fotógrafo es el hombre que hace esas fotografías que nunca olvidaremos -fotos de Stieglitz, por ejemplo, o de Cartier-Bresson- en que el encuadre tiene algo de fatal: ese hombre sacó esa fotografía colocando dentro de los cuatro lados de la foto un contenido perfectamente equilibrado, perfectamente arquitectado, perfectamente suficiente, que se basta a sí mismo pero que además -y eso es la maravilla del cuento y de la fotografía- proyecta una especie de aura fuera de sí misma y deja la inquietud de imaginar lo que había más allá, a la izquierda o a la derecha. Para mí las fotografías más reveladoras son aquellas en que por ejemplo hay dos personajes, el fondo de una casa y luego quizá a la izquierda, donde termina la foto, la sombra de un pie o de una pierna. Esa sombra corresponde a alguien que no está en la foto y al mismo tiempo la foto está haciendo una indicación llena de sugestiones, apelando a nuestra imaginación para decirnos: "¿Qué había allí después?". Hay una atmósfera que partiendo de la fotografía se proyecta fuera de ella y creo que es eso lo que les da la gran fuerza a esas fotos que no son siempre técnicamente muy buenas ni más memorables que otras; las hay muy espectaculares que no tienen esa aureola, esa aura de misterio. Como el cuento, son al mismo tiempo un extraño orden cerrado que está lanzando indicaciones que nuestra imaginación de espectadores o de lectores puede recoger y convertir en un enriquecimiento de la foto.
Ahora, por el hecho de que el cuento tiene la obligación interna, arquitectónica, de no quedar abierto sino de cerrarse como la esfera y guardar al mismo tiempo una especie de vibración que proyecta cosas fuera de él, ese elemento que vamos a llamar fotográfico nace de otras características que me parecen indispensables para el logro de un cuento memorable o perdurable. Es muy difícil definir esos elementos. Podría hablar, y lo he hecho ya alguna vez, de intensidad y de tensión. Son elementos que parecen caracterizar el trabajo del buen cuentista y hacen que haya cuentos absolutamente inolvidables como los mejores de Edgar Allan Poe. "El tonel de amontillado", por ejemplo, es una pequeña historia de apariencia común, un cuento que tiene menos de cuatro páginas en el que no hay ningún preámbulo, ningún rodeo. En la primera frase estamos metidos en el drama de una venganza que se va a cumplir fatalmente, con una tensión y una intensidad simultáneas porque se siente el lenguaje de Poe tendido como un arco: cada palabra, cada frase ha sido minuciosamente cuidada para que nada sobre, para que solamente quede lo esencial, y al mismo tiempo hay una intensidad de otra naturaleza: está tocando zonas profundas de nuestra psiquis, no solamente nuestra inteligencia sino también nuestro subconsciente, nuestro inconsciente, nuestra libido, todo lo que ahora se da en llamar "subliminal", los resortes más profundos de nuestra personalidad.

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    Clases de literatura. Berkeley, 1980. Carles Álvarez Garriga (ed.)
    Julio Cortázar. Alfaguara