30.4.09

Irvine Welsh también cuentista


Otro que se pasó a la fila de los cuentistas hace unos años es el escocés Irvine Welsh, autor de la muy celebrada Trainspotting, con una colección de relatos que recién aparece en castellano por Anagrama: Si te gustó la escuela, te encantará el trabajo . Mientras esperamos la traducción de la novela que acaba de publicar en su país, Crime, no está mal meternos en estos relatos del ex drogadicto adolescente y ahora millonario y cincuentón consumidor de té verde:
Welsh, igual que su personaje, acabó eligiendo la vida. Hoy tiene 50 años y una mujer -la segunda- de 28. Vive en invierno en Miami y en verano en Dublín. Es rico, bebe té verde y monta a caballo. Ha escrito otros nueve libros y ha dirigido su primer largometraje, Good arrows, que se estrenó en enero en la televisión inglesa. Dejó la heroína. Ya no acepta invitaciones para ir de juerga a Ibiza y ha rechazado diversas ofertas de participar en reality shows de famosos venidos a menos. Eso sí, mantiene su abono de temporada para ver a los Hibs, su equipo de siempre, y cuando puede se corre una juerga con sus viejos amigos de Edimburgo. Hoy, para redondear la paradoja, Trainspotting se lee en colegios y universidades británicas. "Es gracioso -dice Welsh-. Antes les prohibían leerlo y ahora les obligan." Welsh, nacido en Edimburgo en 1957, lleva un par de días en Gijón y ya luce una camiseta del Sporting

Por otro lado, anuncia ya una precuela de su novela más famosa:
Cuando se acaban de cumplir 15 años de la publicación de Trainspotting, Welsh asegura que está trabajando en una precuela de aquel primer libro. "Es irónico. Un hombre de 50 años revisando un material escrito por un tipo de 28 años sobre alguien de 21." Evidentemente, Welsh no es el mismo. A principios de los noventa, Irvine Welsh era un joven más de un Edimburgo con las calles llenas de desempleados y de heroína. Criado en Leith, un duro barrio portuario, de un padre que trabajaba en el puerto y una madre camarera, dejó la escuela a los 16 años y entró de aprendiz en una tienda de reparación de televisores. Atraído por la escena punk, una noche de 1978, borracho, se metió en un ómnibus a Londres y estuvo allí viviendo en squats y tocando en bandas con nombres como El Piojo Público. A su regreso a Edimburgo acabó enganchado a la heroína durante dos años y medio. "Es algo de lo que me arrepiento, fue una época dura para mí y para los que me rodeaban -recuerda-. Estaba pasando un duelo. Acababa de morir mi padre y salía de un fracaso amoroso. Quería liberarme, y acabé metido en la heroína. Pero supongo que logré que aquella experiencia funcionara para mí en un modo positivo."


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Cuentos de Kazuo Ishiguro


Gran emoción ha causado en Inglaterra el hecho de que Kazuo Ishiguro, conocido excllusivamente como novelista, haya decidido publicar una colección de relatos bajo el título Nocturnos: Cinco historias de música y anochecer (Faber & Faber). No deberían sorprenderse tanto porque Ishiguro es un autor que se reinventa en cada libro. Siguiendo unas declaraciones en The Guardian, en la revista Ñ comentan así el acontecimiento:

Ishiguro, de 54 años, no está seguro, sin embargo, de cómo llamar a esos relatos. "Me he resistido a calificarlo de colección de cuentos porque a veces los novelistas publican colecciones de viejas historias que llevan treinta años en el cajón", confesó al diario The Guardian."Sin embargo, en mi caso, se trata de un libro en el que he trabajado seguido desde el comienzo hasta el final", explicó el autor de Cuando fuimos huérfanos y Los inconsolables."No pretendo ser un escritor de cuentos, no sé si lo hago bien, lo he escrito casi como un novelista. Suena muy pretencioso, pero es como algunas formas musicales, como las sonatas, que parece que son piezas musicales totalmente independientes pero van juntas", agregó el novelista."Son cuentos cortos, pero no quiero que se publiquen por separado, divididos. Creo que no es algo muy razonable por mi parte porque seguramente funcionarían bien solos, pero siempre he pensado en ellos como formando parte de un mismo libro. Es una obra de ficción que resulta estar dividida en cinco movimientos", explicó Ishiguro.


También se comenta -siguieel adelanto del argumento de uno de los relatos:

Uno de los cuentos, según adelanta The Guardian, tiene como protagonista a una norteamericana que pretende ser virtuosa del violonchelo. La mujer traba amistad con un joven violonchelista húngaro que se gana la vida tocando en cafés y al que aquélla da clase diariamente con la mayor seriedad e intensidad del mundo.
Un día, el joven se pregunta por qué su tutora no tiene un violonchelo, hasta que descubre por qué: En realidad no sabe tocar ese instrumento. Estaba tan convencida de su genio musical que creía que ningún profesor la satisfaría, por lo que, en lugar de correr el riesgo de que sus extraordinarias dotes quedasen empeñadas por alguna mínima imperfección, prefirió dejarlas sin realizar.



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Murió Idea Vilariño


Mientras todos estábamos pendientes de la salud de Mario Benedetti, la poeta uruguaya Idea Vilariño se fue despacito y murió hace unos días en Montevideo tras una operación de emergencia. Tenía 87 años y fue una de las esposas del gran Juan Carlos Onetti. Juan Cruz está en la Feria del Libro de Buenos Aires y cuenta cómo se vive por allá la partidade Idea:

Llevaron a Idea, en su último viaje, al viejo y elegante edificio de la Universidad, y allá arriba estaba su féretro, antes del sepelio, ante un grupo cada vez más numeroso de montevideanos que en vida la veían aparecer y desaparecer como una sombra cuya literatura marcó una generación, la de 1945, de la que formaron gente como ella, Emir Rodríguez Monegal y Mario Benedetti. Precisamente el martes se iba a celebrar un homenaje a Benedetti, en Madrid (donde sí se celebró) y en Montevideo, en el Centro Cultural de España. Éste se suspendió. Su promotora, Hortensia Campanella, autora de la última biografía de Mario, que está entre los libros requeridos de la feria (editado acá por Planeta, en España por Alfaguara), decidió que no era en absoluto el momento de ninguna algarabía. El silencio iba a ser ya homenaje a Idea. Y el silencio lo iba a romper con canciones Daniel Viglietti, amigo de Mario, uno de los mitos vivos de la canción de autor en España y en América Latina. Iba a cantar los versos de Mario, pero no se pudo; le vimos entre los primeros que llegaron a rendir homenaje de despedida a Idea, y lo vimos preocupado hondamente por la salud de Benedetti, que reposaba, grave, debatiéndose entre su fuerza y su melancolía, en la cama del hospital Impasa. Nosotros estuvimos en el hospital. Los médicos son cautos, dan partes médicos cada mediodía, y de sus partes sólo se deduce que el paciente sufre. Ha sufrido mucho, sufrió el exilio, la melancolía, la enfermedad traidora del asma, y ahora sufre en una cama de hospital; muchas otras veces estuvo hospitalizado, en Madrid, en Montevideo; sus 88 años están ahora acosados también por esa cifra. La gente contiene la respiración, como si le intentaran ayudar a que siga respirando, y haciendo que otros canten. Viglietti estaba muy emocionado: él también cantó a Idea, y a Idea la cantaron muchos (...) donde ella brilla con su luz más honda, y más opaca, es en ese breve poemario, No, que se editó por última vez como libro solo en 1987 y que ahora es bastante inencontrable; en ese poema chiquito, acaso como la propia voluntad de permanecer de la poetisa, es el que contiene el siguiente epitafio: "No abusar de palabras/ no prestarle/ demasiada atención./ Fue simplemente que/ la cosa se acabó./ ¿Yo me acabé?/ Una fuerza/ una pasión honesta y unas ganas/ unas vulgares ganas/ de seguir./ Fue simplemente eso". La mujer de esos versos se extinguió; sus versos siguen. Y la cultura literaria en español contuvo la respiración, en la feria, en los estudios de los poetas. "Inútil decir más", dicen los dos últimos versos de No, "Nombrar alcanza". Como si estuviera tachando, Idea construyó versos para desaparecer. Por eso quedan. Eso decían los que le escribían cuando ella les anunciaba que quemaba la pluma. Cuando dejamos Montevideo, la tranquila placidez de la ciudad parecía también uno de los poemas cuando aún compartía la riña y la melancolía con Juan Carlos Onetti.



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26.4.09

Un enfermo pujante




Según aplicados historiadores, desde que el hombre es hombre ha inventado más de 14.000 lenguas, de las cuales sobreviven 6.800. El español es, en términos estadísticos, el primer idioma de Occidente (con 400 millones de hablantes, 50 millones más que el inglés) y el segundo del mundo (tras el mandarín, con 885 millones). Se calcula que el 96 por ciento de la población se entiende en unas pocas decenas de lenguas, lo cual anticipa la extinción, por falta de hablantes, de más de 3.000 idiomas antes de que termine el siglo.

El castellano no figura entre las amenazadas. Por el contrario, cada día lo hablan más bocas, aunque su importancia económica resulta muy inferior a las robustas cifras demográficas y su presencia en las páginas de Internet sea apenas un raquítico 5 por ciento, mientras el inglés tiene el 50 por ciento. Este hecho y las relaciones difíciles que mantiene con ciertas lenguas nacionales (España, Paraguay, Perú) y con otras de carácter internacional en zonas fronterizas (Puerto Rico, Estados Unidos) son los principales retos políticos que debe enfrentar en los próximos años.


Pero hay otros problemas y desafíos que lo aquejan internamente, tanto en su integridad lingüística como en su capacidad de comunicación. Cinco son los principales. Primero que todo, el cambio de paradigma de la corrección. Durante siglos marcaron la norma culta -es decir, la recomendable, no necesariamente la más brillante- los profesores, escritores, estadistas, filólogos, académicos, predicadores... Con la revolución de los medios masivos de comunicación, la referencia cotidiana del buen hablar pasaron a ser los periodistas, locutores y otros profesionales de la tinta o el micrófono. Los tiempos recientes del populismo mediático han cedido la palabra, en buena medida, a deportistas, políticos de toda pelambre, estrellas de la farándula, fugaces famosos de reality shows y, en Colombia, para completar el mosaico, guerrilleros, paramilitares y, en general, delincuentes, sin contar los insultadores asiduos de los foros de Internet y las bitácoras barriobajeras. El castellano que lee u oye la mayoría de la población es ahora el que articulan personas de precario nivel cultural. No hay que extrañarse, pues, de que se haya opacado el espejo lingüístico.


* * * *


A esto se agrega el reduccionismo que pretende comprimir y neutralizar una lengua que durante mil años ha atesorado espléndida riqueza. Los mensajes por Internet y telefonía celular se limitan ya a letras y signos, y es fácil imaginar que tan improvisada taquigrafía conspira contra la ortografía y la gramática. A su turno, algunas productoras continentales de televisión pretenden realizar programas y novelas con un mínimo de vocabulario general carente de matices. Yo soy Betty la fea impartió una lección soberana sobre la seducción de la riqueza del español variado, pero no todos parecen dispuestos a aprenderla.


Otro tropiezo es que no pocos grupos de presión aspiran a modificar la lengua, sobre todo en la medida en que no consiguen el mismo resultado con el objeto que las palabras reflejan. Últimamente ha acometido a algunas colectividades femeninas el delirio de la corrección política y luchan por retorcer la morfología del español para acomodarla a su visión de un orden más equitativo. Ya se ha vuelto prurito de oradores en trance de popularidad la duplicación de sustantivos -"queridos y queridas ciudadanos y ciudadanas reunidos y reunidas hoy aquí"- y parece que en algún país vecino se ha intentado reformar la gramática por decreto. El problema es que pretenden enmendar las indudables injusticias históricas cometidas contra la mujer mediante la fórmula de estrangular el lenguaje ("miembros y miembras", "testigo y testiga", "jóvenes y jóvenas"), lo que equivale a "curar" una fractura de huesos retocando la placa de rayos X. Es que, evidentemente, resulta más fácil luchar contra el diccionario que contra una terca realidad social que, de paso, corre el riesgo de quedar enmascarada bajo la controversia idiomática.


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La invasión ex profeso de anglicismos en demérito del español ("snack" en vez de "abrebocas", "casting" por "elenco", "planning" por "agenda") es otra bomba que le ponen al castellano los intereses de lucro y los ejecutivos presuntuosos. Se ha producido en las últimas décadas una sistemática labor de demolición de castizas palabras castellanas en el mundo del comercio y la publicidad, con el fin de reemplazarlas por términos importados que pretenden tener más prestigio... y, naturalmente, mayor valor económico.


Mientras tanto, los anticuerpos se debilitan: la enseñanza del español ocupa lugar cada vez más humilde en el programa de estudios y se está perdiendo el prestigio del uso correcto de la lengua en documentos oficiales y privados.


Así las cosas, resulta forzoso reconocer que el español, vínculo esencial de más de veinte naciones y expresión de una extraordinaria cultura multiétnica, es un enfermo pujante: su expansión parece inatajable, pero su salud -salvo en los niveles literarios- se descuida y deteriora.


eltiempo.com / opinión / editoriales

24.4.09

Los censores



Por: Juan Gabriel Vásquez
LA AMERICAN LIBRARY ASSOCIAtion, que agrupa a todas las bibliotecas de Estados Unidos, recibe cada año miles de quejas por los libros que pone en sus estantes, y al final hace una lista con los títulos que los usuarios piden eliminar o prohibir.

He leído en el Guardian que un integrante asiduo de las últimas listas es un libro para niños donde dos pingüinos adoptan a un pingüinito: pues hay en Estados Unidos miles de usuarios para quienes ese libro no es más que una apología de la homosexualidad y un atentado contra la familia. Ahora, un libro del mainstream literario ha entrado en la lista: The kite runner, de Khaled Hosseini, que en español se llama Cometas en el cielo. Pero no es de la novela que quiero hablar, sino de su censura.

Porque eso es lo que ocurre en esas listas: censura, o más bien el impulso humano, demasiado humano, de censurar. Por debajo de la censura va la idea de que, al prohibir un libro que toque un tema, el tema desaparecerá de la vida real. Si prohibimos a los pingüinos gays, piensa el censor, la homosexualidad desaparecerá; si prohibimos las drogas, piensa el presidente Uribe, la gente dejará de drogarse. El censor también tiene otra obsesión: proteger a los demás. Siente que los ciudadanos son niños pequeños y que su responsabilidad es evitar que esos niños se topen con cosas dañinas, no vaya a ser que, bueno, se hagan daño. Y la solución, claro, es prohibir. Yo nunca lo he hecho, pero prohibir debe de ser divertidísimo: basta mirar la cantidad de gente que se dedica a eso, y que sigue dedicándose a eso a pesar de que históricamente los censores han sido expertos, una y otra vez, en hacer el ridículo.

Los españoles, por ejemplo, recuerdan los ridículos en que incurrieron los censores de Franco. Uno de ellos, Gabriel Arias Salgado, se hizo famoso al decir que una novela sólo merece publicarse si “marido y mujer, en un matrimonio legítimamente constituido, podían leérsela el uno al otro sin ruborizarse mutuamente y, sobre todo, sin excitarse”. Recuerdan también que en cierta película de Hollywood los amantes adúlteros se encerraban en un cuarto, y el espectador se imaginaba lo que pasaba ahí dentro; indignados, los censores franquistas cambiaron el doblaje para que los amantes no fueran amantes, sino hermanos. No cayeron en la cuenta de que el espectador seguía imaginándose lo que ocurría detrás de la puerta, pero el pecado ya no era el adulterio sino, gracias a los astutos censores, el incesto.

Claro: no se puede ser censor sin ser más bien corto de luces. En su extraordinaria biografía de García Márquez, Gerald Martin nos cuenta la anécdota del premio Esso que se le concedió a La mala hora allá por 1962. La Academia Colombiana fue la encargada de escoger al ganador; y el padre Félix Restrepo, presidente en ese momento de la Academia, estaba indignado por la presencia en el manuscrito de dos palabras: “anticonceptivo” y “masturbación”. El padre le pidió al embajador colombiano en México que hablara con García Márquez y le sugiriera quitar las dos palabras. García Márquez, que ya había recibido la plata del premio, le dijo al embajador que accedía a cortar una, y le permitió escogerla. El embajador escogió “masturbación”.

Y con ello, para dicha del padre Félix Restrepo, los seres humanos dejaron de masturbarse.



elespectador.com

'Sin intimidad no hay novela', Laura Restrepo


Demasiados héroes (Alfaguara), la más reciente novela de Laura Restrepo, relata la historia de Mateo, un hijo de militantes de izquierda durante la dictadura argentina, que en su adolescencia inicia la búsqueda de ese padre que lo abandonó cuando tenía dos años y medio de edad.

¿Por qué destronar a los héroes?

Los héroes están bien en la epopeya y lo que pasa es que nosotros vivimos en un tiempo en donde lo que hay que escribir es novela. El héroe no tiene intimidad y esa literatura heroica es una literatura sin intimidad y sin intimidad no hay novela. Como en el Primer Mundo en buena medida consideran que la historia ya se hizo, se han volcado a narrar un mundo interior y a explorar las cualidades y las características propias de la novela. Los latinoamericanos tenemos un dilema general y es que nuestra historia no está hecha, sino que está en proceso de ser escrita. Así que tenemos que contar cómo se hace un mundo, cómo se fabrica la historia y tenemos que contarla a través de técnicas de novela, que es un género interior.

¿Cuáles son las características del héroe?

A pesar de que pretendíamos alejarnos de la idea del héroe clásico cuando militábamos en aquellos tiempos, terminábamos copiando sus características, con cosas tan elementales como renunciar al propio nombre y asumir un nombre distinto, la renuncia a los bienes, el secreto como la clave, la cofradía, el estar cercano a tus amigos para mantener lejano a tu enemigo, igualito que en La Ilíada o La Odisea.

Estamos en vísperas del Bicentenario de la Independencia y resulta que la historia está siendo contada sobre todo en la ficción, en novelas y telenovelas...

Siempre he creído que el único género en América Latina que ha lidiado con la intimidad es la telenovela. Ella tiene herramientas que aquí la novela no ha podido escribir. Creo que esa mezcla a partir de esquemas íntimos, de los amores de la sirvienta con el señor, y meterle el cartel y la recolección del café, permite un tipo de aproximación en la que la novela ha fracasado.

¿Qué peligro puede tener no conocer el pasado?

No tener pasado es no tener futuro. Nosotros somos muy de tomar las cosas a la ligera, vivir el presente, frescos, descomplicados. Una persona que me enseñó mucho fue el director de teatro Pavel Noviski, que, como extranjero, se desesperaba cuando la gente le llegaba tarde o cuando le incumplían con algo. Él decía: "Los colombianos se precian de ser informales, pero no se dan cuenta de que lo que no tiene forma, tampoco puede tener contenido". Esa informalidad impide tener contenidos, esa negación del pasado impide la construcción del futuro.

¿Cómo fueron sus años de militancia?

Yo creo que eso es muy generacional. En otra novela digo que queda más lejos el norte de Bogotá del sur de Bogotá, que el norte de Bogotá del sur de Miami. Eso siempre fue así. En mis tiempos uno estaba encerrado y pasar a tener contacto con los sectores populares era una aventura. Había que romper con un montón de cosas; había un muro de Bogotá que aislaba, que es algo que sucede en todas las ciudades latinoamericanas. Uno necesitaba de un acto de rebeldía tremendo para ir a mirar al otro lado. Yo di clases en una escuela pública de varones a los 17 años y para mí eso era una revelación, como si me hubieran mostrado marcianos. Me fascinaban, habían vivido más que yo, sabían más que yo, eran inteligentes, tenían calle, eran mucho más reales y más intensos que yo misma. Pero ponerse en contacto con eso implicaba realmente una revolución en la familia.

Hoy en día, ¿qué decir del 'boom'?

Aunque García Márquez creó personajes femeninos como Remedios la Bella, nunca se enteró de cómo eran las mujeres. Muy distinto a su hijo Rodrigo García, que en sus dos películas, Nueve vidas y Cosas que diría con solo mirarla, describe un mundo lleno de delicadeza y sutileza como si el muchacho se hubiera propuesto arrancar donde el padre no pudo entrar. Un caso similar es el de Juan Carlos Rulfo, que con su película En el hoyo recrea vidas muy chiquitas, muy íntimas en medio de ese ruido de la metrópolis, porque Juan Rulfo lo único que no supo hacer fue escribir relatos urbanos.

¿Qué novelas le aburren?

Esas que suceden en el Central Park me parecen tremendas, porque se vuelven sofisticadas y terminan siendo Sex & the city. Es que con el Central Park pasa como con el tango en español: todas las novelas del tango son pésimas, una maldición, excepto la de Manuel Mejía Vallejo, pero que finalmente no es de tango.

¿Cuál es la importancia del lenguaje?

Finalmente el tema de la novela es el lenguaje: cómo ponerle palabras a una cosa que no tiene palabras. Una de las imposiciones más dolorosas de una tiranía es que le quita a la gente el derecho a hablar, a comunicarse y referirse a lo que están hablando. Los desaparecidos ni siquiera tienen nombre. La pérdida del lenguaje debido a una tiranía es una cosa que no se repone ni en una generación ni en dos.

¿El silencio también es olvido?

Aquí el Palacio de Justicia no solo fue un horror por lo que sucedió, sino por el silencio que ha suscitado después. Muy pocos meses después construyen un nuevo Palacio sin dejar ni siquiera una piedra que sea un recuerdo, ni siquiera un busto de los magistrados que diga "estos hombres murieron acá", nada para que no hubiera memoria. El Palacio de Justicia no solo pesa como un hueco negro de lo que pasó allí; pesa como un hueco negro porque no hay palabras para mencionar lo que pasó allí. Por eso es tan valioso el intento de Germán Castro de hacer un libro que vuelve a poner palabras a lo que no tiene palabras. Lo que no tiene palabras es un hueco negro y es un peligro y por allí nos vamos todos de cabeza.



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El oficio de las palabras


Quizás la misión de los escritores no es arreglar el mundo. Ni siquiera los que la asumen como propia han logrado llevarla a cabo.

Por Fernando Quiroz

Dice Juan Marsé, autor de Últimas tardes con Teresa y Si te dicen que caí, entre otros textos espléndidos, que “en tiempos de crisis un escritor debe hacer lo mismo que en tiempos de bonanza: procurar escribir bien”. Lo dijo a comienzos de esta semana en Madrid, interrogado sobre el papel que deben asumir los creadores en momentos tan difíciles como los que actualmente se viven. Y, como ñapa, recordó al norteamericano Ezra Pound, quien decía que “el esmero en el trabajo con el lenguaje es la única condición moral del escritor”.

Las palabras del Premio Cervantes, máximo galardón de la lengua española, nos animan a quienes pasamos varias horas al día frente al computador —o, con lápiz en mano, frente a la libreta de hojas en blanco: hay muchos que todavía ejercen de esta manera— inventando historias y creando personajes que muchas veces —que casi siempre— no tienen una relación directa con las noticias escandalosas de los últimos meses. Creando textos que tal vez no servirán como punto de partida para foros y debates de aquellos en los que se pretende arreglar un mundo que en todo caso está desarreglado hace mucho tiempo. Que no ofrecerán fórmulas ni revelarán secretos para salir del atolladero. Pero que, quizás, entretengan durante un par de horas a quienes se interesen en leerlos. Que, quizás, alivien el desvelo de algún insomne, provoquen una sonrisa en algún lector que anda aburrido, ayuden a hacer menos tensa la espera de quien aguarda al odontólogo y ha decidido llevar un libro en la mano.

O textos que tal vez vayan más allá y alboroten los recuerdos de infancia de un lector que hacía muchos años no daba marcha atrás en el tiempo. O que lo lleven a recorrer caminos que no se ha atrevido a transitar. Que lo hagan soñar. Que le presenten otros mundos posibles. Que lo rescaten de la rutina. Textos que, antes que echar vinagre en las heridas que ha dejado la crisis, propongan un alto en el camino, un cambio de tercio, una oportuna distracción.

Salto el Atlántico para traer a colación una opinión del escritor Marcelo Birmajer que leí en una entrevista recientemente publicada. Decía el argentino, a propósito de su generación, que notaba en ella “un respeto por la ficción como un modo de brindar entretenimiento y misterio, y no de mejorar sociopolíticamente el mundo”.

Estoy con Birmajer. Y con sus palabras y con la de Marsé les respondo a tantos que a veces se quejan porque no tomamos partido en nuestras novelas. Porque no nos ocupamos de las noticias de primera página. Porque no procuramos ofrecer soluciones en momentos de crisis. Y me pregunto si acaso no han sido casi todos los momentos de la humanidad especialmente difíciles. Que ahora lo sean para los banqueros y para los industriales no significa que no lo hayan sido para tantos cientos de millones que solo han aspirado a tener resuelto el pan del día siguiente o la escuela de los hijos.

Escribimos porque nos gusta y, en muchos casos, porque nos obsesiona. Porque somos incapaces de vivir sin hacerlo. Porque al escribir estamos hurgando en nuestra memoria y en nuestras razones más profundas para tratar de entendernos. Pero, aunque nos dediquemos a la ficción, aunque no nos ocupemos de la noticia que esta mañana dio la vuelta por todas las emisoras, en todo caso hacemos referencia a un lugar, a un momento y a una sociedad. Y más allá de divertirnos con nuestro oficio —aunque tantas veces nos persiga y nos azote el fantasma de la página en blanco— cumplimos una función. Pero quizás no sea la de arreglar el mundo. Una misión que, por cierto, ni siquiera los que la asumen como propia han logrado llevar a cabo por los siglos de los siglos.

Con su fidelidad a un oficio solitario pero encantador, Juan Marsé le rinde homenaje a Cervantes y a la lengua española. Y sus opiniones, en el día del idioma, invitan a renovar los votos de quienes nos hemos empeñado en trabajar con la hermosa materia prima de las palabras.



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La santidad de la poesía


Manuel Guzman Hennessey

Olvidada, como una garza inicua a la orilla de un pantano, se encuentra la poesía en la sociedad "globalizada". Y Jorge Eliécer Pardo me reclama que vuelva sobre ella. Aquí estoy, preguntándome si al olvido del arte en general, en especial, de la poesía, se debe buena parte de los males que vivimos. La santidad de las religiones no parece suficiente para el propósito de concitar un cambio ético que devuelva a la sociedad la práctica de un humanismo sin mediaciones eclesiales. Un humanismo humano y nada más, que es el verdadero humanismo de la libertad. La santidad del cristianismo, que deriva del ejemplo de vida de sus santos, conectados con la divinidad, sugiere la posibilidad de una sociedad en armonía, asunto no siempre posible, si miramos hacia algún lado donde haya especie humana.

Pero otra manera de santidad, la de la poesía, sustenta su magisterio en aquello que los griegos llamaron Kalogaitía: lo bueno, lo bello y lo inteligente. Ellos identificaban felicidad con virtud y conocimiento. Y proclamaban que el "estar bien" provenía de "obrar bien".

El papel de los artistas es el de inventar, a diario, una libertad escamoteada por la sociedad de la mentira, la avaricia, el consumismo, las burocracias y las cuentas por pagar. Se inventa, así, un paraíso en medio de este otro, el de la "tierra baldía", que sucumbe entre el dióxido de carbono y la crisis del dios Dinar. La santidad de la poesía parece más sencilla que la de las religiones, porque orienta su ejercicio de la libertad hacia la posibilidad de obrar bien para ser felices.

Y en este sentido, santos fueron William Blake y Hölderlin, Georg Trakl y Rimbaud, místico en estado salvaje este último, y otros, que se arrimaron al abismo más de lo que es preciso. Y exploraron las honduras del corazón del hombre, como Gómez Jattin, santo y mártir de su propia locura, o vaya uno a saber si "suicidado por la sociedad", como escribió Artaud de Vincent Van Gogh. Santos y locos fueron Van Gogh y Dalí, pero falta todavía que un mayor caudal de historia corra bajo los puentes para que sepamos si fue, aquí, el ejercicio de la santidad lo que comprometió, en ellos, el equilibrio de la razón.

Las sociedades preocupadas por promover el arte logran un desarrollo más armónico que las que desdeñan la poesía. Arte y ciencia, arte y desarrollo, arte y paz suelen ir de la mano porque se encuentran unidos en la naturaleza biológica de lo que somos, según el concepto de consilencia de E. O. Wilson.

Zeller escribió que la vida es sólo un tubo sin remedio, y otro Santos, Discépolo (me corregirá León Valencia), dijo que la vida es una herida absurda. Si nos atenemos a lo que entraña la santidad de la poesía, la vida es una fiesta y nada más. Y el infierno, una invención de Dante.



*Director del Centro de Aplicaciones de la Teoría del Caos
guzmanhennessey@yahoo.com.ar

23.4.09

El primer libro del mundo


Pocos saben que el primer libro impreso en el mundo con tipos móviles metálicos procede de Corea y es ochenta años anterior a la Biblia de Gutenberg.

En julio de 377, los religiosos Seokcan y Daldam utilizaron tipos móviles metálicos para imprimir el Jikji, un trabajo de su maestro, el monje coreano Beagun Hawsang, que en 1372 recopiló en dos volúmenes las enseñanzas esenciales del “Seon”. Este trabajo, que luego dio lugar al llamado budismo zen en Japón, es el ejemplo más antiguo de un libro producido con tipos metálicos móviles y en 2001 fue inscrito en el Registro Memoria del Mundo con el nombre de “Buljo jikji simche yojeol (vol. II).”

El volumen que ha subsistido, conservado en la Biblioteca Nacional de Francia, contiene sólo 38 páginas, en tanto que una versión completa de los 307 capítulos de la “Antología de las enseñanzas de los grandes sacerdotes zen” se conserva en una impresión hecha con tipo de madera en la Biblioteca Nacional de Corea.

Esta obra religiosa, impresa en el antiguo templo Heungdeok-sa de la ciudad de Cheongju con fondos donados por la sacerdotisa Myodeok, es casi ochenta años anterior a la Biblia de Gutenberg, el primer libro impreso en Europa utilizando los tipos móviles, una tecnología que perduró prácticamente intacta durante 350 años. En Europa, el descubrimiento de esta tecnología desencadenó toda una serie de cambios sociales y culturales, incluyendo la Reforma. En Corea existen indicios que permiten afirmar que esta técnica se utilizaba desde antes de 1377, aunque el trabajo de los impresores se ha perdido.

El manuscrito Jikji permaneció en la colección de Collin de Plancy, encargado de negocios de la embajada de Francia en Seúl, hasta 1887. Vendido en una subasta en París en 1911, fue adquirido por el coleccionista Henri Véver, que, a su muerte en 1950, se lo donó a la Biblioteca Nacional de Francia, donde se conserva hoy.

Marsé ya es Cervantes


En una ceremonia plagada de anécdotas, que han comentado en extenso diarios como el ABC o El País, el narrador catalán Juan Marsé recibió el Premio Cervantes de literatura, el máximo galardón del idioma, de manos del rey Juan Carlos. El muy comentado discurso con que aceptó el galardón ha sido publicado en el diario El País. De ahí rescato algunas líneas dedicadas a El Quijote:


Cuando el Quijote entra en mi vida cumplo los 16, vivo en la barriada de la Salut, situada en lo alto de Gracia, cerca del parque Güell, y sigo en el taller. Años atrás había iniciado una intensa relación con la literatura de quiosco, y enseguida la amplié con autores que por aquel entonces, en los años cuarenta, gozaban de gran predicamento, como Somerset Maugham, Stefan Zweig, Knut Hamsun y otros. Y no tardé en descubrir a mis admirados Baroja y Galdós, a Dickens y a los grandes novelistas del XIX, que nunca me he cansado de leer. Pero la primera lectura completa del Quijote fue, por supuesto, una experiencia especial. Si recuerdo bien, al tercer intento lo leí de cabo a rabo. Tardes enteras de domingo sentado en los bancos ondulados del parque Güell, en el otoño del 49, bajo un sol rojizo y en medio de un griterío de niños jugando en la plaza entre nubes de polvo. Una lectura germinal. Y siempre que he revisitado el libro, esa impresión germinal ha persistido. En el corazón del caballero chiflado que no distingue entre apariencia y realidad, anida, como es bien sabido, el germen y el fundamento de la ficción moderna en todas sus variantes. Por supuesto, el lector adolescente no se paró a pensar en eso. Ninguna teoría le distrajo entonces de unas aventuras tan descomunales y descacharrantes, sujetas a tantos desencantos y amarguras, pero hoy le gusta pensar que algo percibió de aquel prodigio fundacional, del remoto primer deslumbramiento que supuso aquella lectura. Me refiero, y no pretendo descubrir nada nuevo, al asunto que articula la entera composición del genial libro, la temática medular de la que nacerá, según opinión general, la novela moderna. Lionef Trilling dijo que toda obra de ficción en prosa, es inevitablemente una variación del tema de Don Quijote. Por mi parte sólo puedo decir que, desde no sé cuánto tiempo, quizá desde aquellas tardes soleadas en el parque de Gaudí, de un modo u otro, consciente o no de ello, he buscado en toda obra narrativa de ficción un eco, o un aroma, de ese eterno conflicto entre apariencia y realidad, que de tantas maneras se manifiesta en el transcurso de nuestras vidas. Porque yo soy ante todo un lector de ficciones, un amante incondicional de la fabulación. Tan adicto soy a la ficción, que a veces pienso que solamente la parte inventada, la dimensión de lo irreal o imaginado en nuestra obra, será capaz de mantener su estructura, de preservar alguna belleza a través del tiempo. Una excesiva dosis de realidad puede resultar indigesta, incluso para un adicto a la realidad y al bistec como Sancho y como yo. Se trataría de ser algo más lanzados en esta cuestión, un poco locos, y admitir la posibilidad de que lo inventado puede tener más peso y solvencia que lo real, más vida propia y más sentido, y en consecuencia, más posibilidades de pervivencia frente al olvido. Como nos enseñó don Quijote. Desde su primera salida al campo de Montiel, o desde la primera de sus famosas hazañas, él es el guardián del laberinto, el valedor de lo más noble, bello y justo que alienta en el corazón humano, el que vela por el espíritu, la vigencia y el esplendor de los sueños.



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El talento del lector


Probablemente, todo escritor que realmente haya llegado a este oficio por los motivos adecuados estará dispuesto a sentirse más orgulloso, como quería Borges, de sus lecturas que de sus libros. Ayer, en un colegio limeño, ofrecí una conferencia sobre la lectura. Me hubiera gustado leer antes esta crónica, que por el Día del Libro publica hoy Enrique Vila Matas, sobre el talento del lector para comentarla con los alumnos. Un bello homenaje al libro.


En pleno ensueño de las hipotecas y del becerro de oro de la novela gótica, se forjó la estúpida leyenda del lector pasivo. La caída del monstruo está dando paso a la reaparición del lector con talento y se replantean los términos del contrato moral entre autor y público. Respiran de nuevo los escritores que se desviven por un lector activo, por un lector lo suficientemente abierto como para permitir en su mente el dibujo de una conciencia radicalmente diferente a la suya propia. Si se exige talento a un escritor, debe exigírsele también al lector. Porque no hay que engañarse: el viaje de la lectura pasa muchas veces por terrenos difíciles que exigen tolerancia, espíritu libre, capacidad de emoción inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distinto al de nuestras tiranías cotidianas. Como dice Vilém Vok, no es tan sencillo sentir el mundo como lo sintió Kafka, un mundo en el que se niega el movimiento y resulta imposible siquiera ir de un poblado a otro. Las mismas habilidades que se necesitan para escribir se necesitan para leer. Los escritores fallan a los lectores, pero también ocurre al revés y los lectores les fallan a los escritores cuando sólo buscan en estos la confirmación de que el mundo es como lo ven ellos. Los nuevos tiempos traen esa revisión y renovación del pacto exigente entre escritores y lectores. Vuelve el lector con talento.



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La manía de don Quijote

A comienzos del siglo XVII, un antiguo soldado y cobrador de impuestos, al mismo tiempo manco de guerra y manirroto con los bienes ajenos, escribió la historia de un hidalgo castellano que se creía caballero andante. Según don Miguel de Cervantes, que así se llamaba el escritor, el buen hombre había adquirido tal adicción a la lectura, que "se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio".

Hoy, 393 años después de la muerte de Cervantes, hemos recibido la buena nueva de que los colombianos estamos un poquito más cerca que antes de adquirir la manía de don Quijote. Según el Dane, en el 2009 los habitantes del país leen un 25 por ciento más que en el 2007. Aún más auspiciosa es la noticia de que el aumento de lectura se registra entre niños y jóvenes, los sectores de población que encuentran opciones aparentemente más tentadoras para sus horas de recreo: deportes, Internet, televisión, juegos de pantalla, películas en DVD, cine, música y esas largas horas de sueño que se recomienda a los menores.

Pero aún estamos muy lejos de que leer les seque el cerebro a los colombianos. Ese 25 por ciento de aumento solo significa que la lectura anual subió de 1,6 libros a 2. Leer un libro por semestre, que es la dosis quincenal de un finlandés o la mensual de un estadounidense, resulta una cifra bastante pobre. De hecho, argentinos, mexicanos, uruguayos, brasileños, chilenos y peruanos leen más que el colombiano promedio. Pero lo importante es subrayar que la lectura de libros aumenta, que también sube la venta de libros -pese a la crisis económica- y que los niños se familiarizan cada vez más con la presencia y el empleo de libros: más de la mitad de los menores de 11 años leyó al menos uno en el último año.

El fenómeno, que permite pensar en generaciones más educadas y pacíficas, no se produce por casualidad, sino que es fruto del esfuerzo conjunto del Gobierno, de numerosas entidades promotoras y de la industria cultural. En los últimos años, Colombia ha desplegado una campaña constante e intensa en pro de la lectura. Se multiplicaron las bibliotecas públicas y los grupos cívicos que las auxilian; nacieron iniciativas como el trueque de libros y el libro navideño; surgieron numerosas ferias regionales del libro y festivales culturales y los medios de comunicación no han vacilado en comprometerse con el fomento de la lectura. Uno de los hitos de la promoción fue la designación de Bogotá como Capital Mundial del Libro en el 2007. Hoy mismo, Día Internacional del Libro, así señalado por la Unesco en memoria del día en que fallecieron Cervantes y William Shakespeare, se realizarán en todo el país diversos programas de difusión bibliográfica.

Es significativo que las estadísticas mejoren cuando, como decíamos atrás, mayor variedad de artefactos cibernéticos parecían conspirar contra el libro. La era informática plantea muchos interrogantes. ¿Será desplazado el tomo de papel por una máquina electrónica que presente en una pantalla la historia del ingenioso hidalgo o cualquier otra historia? ¿Desaparecerá un milenario invento que no ofrece más que tinta sobre papel -ni música, ni movimiento, ni interacción- y demanda un esfuerzo de concentración del lector? ¿Se justifica aún la existencia del libro?

La respuesta al primer interrogante es que, aun si en vez de tinta brillan puntos luminosos y una pantalla reemplaza al papel, ese aparato es un libro. Al segundo contestan las alentadoras estadísticas. Y sobre el último hay que decir que ahora mismo sería genial inventar un objeto que no consume energía, es portátil, barato, no precisa instrucciones de uso y -como si fuera poco- transmite un prestigio que ninguno de los otros artilugios da.




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Colombia cubun mabié *

MEDIANTE EL DECRETO 707 DE 1938, el presidente Alfonso López Pumarejo oficializó el 23 de abril como el Día del idioma en el territorio nacional, en homenaje a Miguel de Cervantes Saavedra.

Posteriormente, en 1960, a raíz de la futura celebración en Bogotá del III Congreso de Academias de la lengua Española en 1963, el decreto se convirtió en ley. La norma invitaba a todos los establecimientos educativos a realizar conferencias, concursos, lecturas de las obras de Cervantes y toda clase de actividades para honrar el idioma español y resaltar los méritos del autor de Don Quijote.

Hoy, la celebración toma enorme distancia de las disposiciones anteriores. Es mucho más que la coincidencia de la muerte, el 23 de abril de 1616, de Miguel de Cervantes Saavedra y William Shakespeare, precursores de la literatura moderna en el mundo. En un país que, espoleado por la dinámica académica e intelectual y por los movimientos sociales, empezó a comprender que la diversidad en la construcción de nación más que un obstáculo representa una fortaleza, las izadas de bandera con apologéticos discursos, los insufribles acrósticos y las carteleras con los memorizados retratos de estos dos personajes han dado paso a la celebración de la diversidad de lenguas del país.

En Colombia, como resultado de miles de años de adaptación de los diferentes grupos humanos que entraron a su actual territorio, además del español, se hablan 65 lenguas indígenas americanas, dos lenguas criollas creadas y desarrolladas por las comunidades afrodescendientes de San Basilio de Palenque y las Islas de San Andrés y Providencia, y el romaní de los pueblos rom o gitanos. Esta extraordinaria diversidad lingüística es celebrada por el Ministerio de Cultura, en el marco del Día del idioma, con la realización de la I Fiesta de las Lenguas Nativas.

Pero quizá la acción que más llama la atención dentro de las emprendidas por el Ministerio de Cultura para el reconocimiento y salvaguarda de las lenguas nativas, incluidas las lenguas criollas y el romaní, es la presentación la semana pasada, ante la Comisión Sexta de la Cámara de Representantes, del proyecto de “Ley de protección de las lenguas nativas”.

No obstante la importancia y necesidad de esta iniciativa legislativa, varios interrogantes surgen a partir de la propuesta ministerial. En primer lugar, si entendemos el peligro de desaparición que corren muchas lenguas debido a la falta de trasmisión generacional, consideramos que el responsable de la ley debería ser el Ministerio de Educación y no el Ministerio de Cultura. Es el aparato educativo el que tiene la responsabilidad de velar, como lo consagra la Ley General de Educación de Colombia en su artículo 57, por la difusión y preservación de la lengua de los grupos étnicos de la nación.

En segundo lugar, es imposible no sentir preocupación por las acciones y programas que demande la ley en manos de un ministerio como el de Cultura, cuyo presupuesto no permite cumplir con las políticas trazadas y para el que, además, se anuncian severos recortes presupuestales. Por último, era necesario, antes de radicar un proyecto de ley de lenguas en el Congreso, hacer un serio balance sobre los programas de etnoeducación en Colombia que adelanta el Ministerio de Educación, y que al parecer tienen más debilidades que fortalezas.

Quizá lo que se necesita es voluntad política para poner en funcionamiento las herramientas que brinda la Constitución de 1991. Tal vez así evitaríamos el riesgo de que la ley de lenguas nativas se convierta en letra muerta, en otra forma de seguir reproduciendo la herencia legislativa de los cultores del idioma español que por tantos años se defendió como la única lengua oficial de la nación colombiana.

* Las lenguas de Colombia, en muisca.



Elespectador.com

22.4.09

EL VALOR DEL LIBRO




Polonio y la biblioteca
Por Alberto Manguel
¡Oid! Nunca ha habido una edad artística.
Nunca han existido los amantes del arte.
(Stéphane Mallarmé, Le “ten o’clock” de M. Whistler).

¿De dónde viene la patética imagen del escritor como un ser pobre y apartado del mundanal ruido? ¿Cuál es la relación entre la literatura y el dinero? El autor de “una historia de la lectura” desmonta muchos de los tópicos en torno de la soledad del artista y propone algunas estrategias para reivindicar la dignidad de los escritores, los libros y las bibliotecas.


No sabemos qué libros lee Hamlet. El melancólico príncipe rechaza la pregunta de Polonio con un desdeñoso “palabras, palabras, palabras” que no nos dice gran cosa, pero sospechamos que no le resultarían ajenos ciertos libros que debieron de gustar al propio Shakespeare: por ejemplo, la traducción de Montaigne realizada por Florio y la versión inglesa de las vidas paralelas de Plutarco que hizo North. Quiero imaginarme a un Hamlet que es generoso con sus libros hasta el descuido, que impone sus favoritos a Horacio para pasar las largas horas de vigilia nocturna, que se lleva a la biblioteca pública de Elsinore brazadas de títulos que rara vez devuelve, ávido como está de leer historias que le partan el corazón, que hielen su joven sangre y hagan que sus ojos, como luceros, se le salgan de las órbitas.
Por su parte, Polonio, ese granuja estúpido y charlatán, es muy escrupuloso acerca de lo que lee. No pisa la biblioteca. Está por encima de todas esas cosas. Probablemente considera que llevar un carné de lector sería algo semejante a lo que él mismo define como “embotar su mano agasajando”, y Polonio es un hombre demasiado serio como para divertirse. Su consejo de hecho, es funesto para las bibliotecas: “No tomes ni des prestado”. Estoy seguro de que no aprobaría el hecho de pagar impuestos de ninguna clase. Lo que nos dice es “escucha el juicio de todos, y guárdate el tuyo”; o, expresado de otro modo, “toma pero no des”. Ésa parece ser su divisa. No es de extrañar que tenga un puesto en la Administración.
Hamlet, sin embargo, sabe que no podría pasar sin bibliotecas. Su intención es decirle a Horacio(aunque no lo expresé así) que sabe que las bibliotecas contienen más cosas sobre el cielo y la tierra de las que Horacio y su filosofía puedan llegar a imaginar. Como diría cinco siglos después el gran bibliotecario Jorge Luis Borges, “los límites de una biblioteca coinciden con los límites del universo”. Por expresarlo con brevedad, Hamlet puede considerarse a sí mismo rey de un espacio infinito. En contra de lo que puedan opinar los críticos, eso no es necesariamente nada malo.
Recuerdo con una mezcla de ternura y aprensión el universo de mis días de estudiante. Recuerdo en especial la biblioteca del Colegio Nacional de Buenos Aires, mi alma mater: sus imponentes puertas de madera, su acogedora penumbra, las lámparas con pantallas verdosas que me recordaban vagamente a las luces de los coches cama, las hileras aparentemente interminables de libros -muchos de ellos sin tocar durante décadas- elevándose hasta las sombras del techo. Me acuerdo de ese silencio, roto continuamente por retazos de conversaciones en voz baja y risas nerviosas, y del suspicaz bibliotecario, siempre tratando de encontrar alguna excusa para no entregar el título solicitado, y de las páginas prohibidas por las que se abrían espontáneamente ciertos libros: el Romancero gitano de García Lorca por “La casada infiel”, La Celestina por el pasaje del burdel, los premios de Cortázar por el capítulo en el que el muchacho es seducido por el horrible marino. En cierto sentido, aquella biblioteca era mucho más pujante que nuestras aulas, e incluso que la vida misma. Allí aprendíamos política, educación sexual, las aplicaciones del lenguaje amoroso; siempre encerraba una promesa de aventuras y cosas prohibidas.

Libros subversivos
Toda biblioteca, como aquella de hace tanto, contiene textos secretamente subversivos que burlan la vigilancia del bibliotecario; porque la subversividad- de forma muy parecida a lo que ocurre proverbialmente con la belleza- está en el ojo del espectador. A la edad de siete años, los libros de caballería que Santa Teresa de Jesús lee en la biblioteca paterna la impulsan a desafiar a sus padres y escaparse de su hogar con la intención(aunque la encontraron a un par de kilómetros escasos de allí y la enviaron de vuelta a casa) de “buscar el martirio entre los infieles, en tierra de moros”. Los poemas de Auden que leía Joseph Brodsky durante el tiempo que pasó en Siberia, condenado a trabajos forzados en los campos, fortalecieron su decisión de desafiar a sus carceleros y sobrevivir en espera de una libertad a duras penas vislumbrada. De la misma forma, aquellos que se echan sobre las espaldas la tarea de guardar el acceso a los fondos de la biblioteca encuentran peligros donde otros no los ven. Es sabido que el general Pinochet prohibió El Quijote en las bibliotecas chilenas porque creyó encontrar en dicha novela un argumento en pro de la desobediencia civil; también, que hace algunos años el ministro de Cultura japonés puso reparos a Pinocho por contener imágenes poco halagüeñas para los disminuidos físicos, la del gato que se hace pasar por ciego y la del zorro que simula estar lisiado. Razones igual de personales e intransferibles se han aducido para prohibirlo todo, desde El mago de Oz (un semillero de creencias paganas) hasta El guardián del centeno (un peligroso modelo conductual para los adolescentes).
Pero en vista de que contienen todo lo que la sociedad rechaza –aunque luego tenga que volver a introducirlo por la puerta trasera-, como nos permiten descubrir lo que ignorábamos que teníamos y lo que ignorábamos que éramos, como son el baluarte de la memoria social y el manantial de futuras revelaciones, las bibliotecas son indispensables para la vida de cualquier país que se tenga por culto; y, por su parte, los ciudadanos de ese país tienen la obligación moral de ayudar a sufragarlas. Es una verdad que convendría repetirse a menudo.
¿Por qué no resulta obvio todo esto? Probablemente, la respuesta estriba en ciertas suposiciones multiseculares sobre las bibliotecas, los libros y el negocio de escribir en general.
Hace un siglo, Thomas Carlyle describió al escritor en estos términos: “Con sus derechos o sus tuertos de autor, en su mísera guardilla, con su ropa raída; rigiendo(porque esto es lo que hace) desde su tumba, después de muerto, naciones y generaciones enteras que quisieron, o no quisieron, proporcionarle el pan mientras vivía”. Como todos sabemos, es más que probable que no quisieran.
De modo que el autor, o la autora, se sienta frente a una mesa pequeña con los ojos clavados en una pared desnuda-o, para el caso, atestada de chismes, postales, fotos, caricaturas y dichos memorables- como si se tratase del muro de una prisión de la que no hay escapatoria posible. Sobre la mesa están los aperos del oficio. Antes eran el papel y la pluma, o bien una desvencijada máquina de escribir; pero, como es lógico, hoy día es el procesador de textos del ordenador, cuya pantalla, aparte de despedir un extraño fulgor verdoso como de kriptonita, chupa toda la energía de nuestro supermán( o superwoman). ¿Qué más hay encima de la mesa? Una colección de figuras totémicas que supuestamente traen suerte y guardan de los malos espíritus de la distracción, la indolencia o el síndrome del “tienes-que-sacar-ahora-mismo-la-ropa-de-la-lavadora”; objetos mágicos que protegen contra el Wendigo de las gélidas cuartillas en blanco.Una taza de té o café vacía. Una pila de facturas por pagar.
Pobres escritores
¿De dónde viene esta patética imagen del escritor?
Tanto en Grecia como en Roma ha habido escritores que aparentemente estaban solos y en las mayor de las penurias, como el cínico Diógenes con su barril o el poeta Ovidio, desterrado en Tomes. Pero se trata de casos concretos cuya mísera situación se debía a circunstancias asimismo concretas: porque renunciaron a las comodidades de la vida moderna, como Diógenes, o porque les castigaron por decir la verdad, como le ocurrió a Ovidio.
Probablemente fue en la Edad Media cuando cuajo el estereotipo del amanuense paupérrimo: aterido de frío, encaramado en lo alto de su taburete, inclinado sobre el pergamino, forzando la vista para aprovechar la escasa luz...Venga de donde venga esta imagen, el hecho es que ha permanecido. El escritor recluido en su rincón, lejos del mundanal ruido. Y, por supuesto, el escritor pobre. La pobreza- un concepto compartido por los primeros cristianos y los estoicos griegos- es esencial. En la imaginación popular, la pobreza y la mortificación de la carne permitían comulgar con el Espíritu Santo o con la musa.
De nada sirve objetar que hay cientos de autores a quienes no son apicables estos criterios tan lúgubres. Ahí están los escritores del camino, como los poetas provenzales o Jack Kerouac; los gregarios, como André Maulraux y Scott Fitzgerald; los que nadan en la abundancia (cierto que son los menos), como Somerset Maugham o Barbara Cartland. Pero lo cierto es que se sembró esta idea, y que ha echado profundas reíces en la imaginería popular: que el escritor es un ser solitario, gruñón y más pobre que una rata.
La cuestión es, ¿por qué es tan sugestivo este tópico?
Como tantas otras creaciones literarias debidas en origen a un rasgo de genialidad, pero que con el tiempo se acaban convirtiendo en aburridos clichés( el dilema de Hamlet entre ser o no ser, la carga de Don Quijote contra los molinos de viento), la idea del escritor confinado en su buhardilla empezó siendo un simple ardid literario, sin duda, destinado a describir, en alguna novela o poesía perdida hace ya mucho, a un escritor determinado en una época determinada; pero el tiempo la ha transformado en el cliché que tanto nos intriga hoy. Los escritores se reirán entre dientes ante esta imagen de sí mismos, pero el público(esa vasto producto de la imaginación) la toma por cierta y se siente libre de hacer suposiciones; por ejemplo, que los escritores son todos unos misántropos, que sólo en las condiciones más miserables e incómodas pueden desplegar su creatividad, o que la mugre y la miseria les encantan.Y lo más importante de todo: que la pobreza, ha si como siempre ha sido parte integrante del estereotipo del santo cristiano, también caracteriza hasta cierto punto la personalidad del escritor, por lo que sería un crímen o un pecado contaminar las límpidas fuentes de la creación literaria con algo tan vil y despreciable como el dinero.
Y, sin embargo, hay escritores que se convencen a sí mismos de la exactitud de esta imagen y que aceptan sin rechistar el papel de pobre marginado. Hay una especie de gratificación masoquista en el hecho de batallar con la vida por amor al arte; hay algo en ello que recuerda a la máxima puritana de que es preciso sufrir para alcanzar la gloria.
Cuando cierto escritor francés muy conocido oyó decir que Balzac era una joven promesa de las letras, decidió ofrecerle dos mil francos por la siguiente novela que escribiese. Así pues, buscó sus señas y descubrió que residía en un barrio parisiense digamos que vendió a menos; en vista de que su presa no era lo que se dice un hombre acaudalado, decidió reducir la oferta a mil francos. Pero al llegar allí comprobó que Balzac vivía en el ático, en una vulgar “chambre de bonne”, así que decidió rebajar de nuevo la cantidad y ofrecerle sólo quinientos francos. Por último, cuando llamó a la puerta y entró en la modesta vivienda, viendo que Balzac estaba tomando por toda comida un trozo de pan y un vaso de agua, el editor abrió los brazos de par en par y exclamó: “¡Señor Balzac, soy su más ferviente admirador y me gustaría ofrecerle por su próximo libro la bonita suma de doscientos francos!”.
Conozco a un poeta –uno de los mejores de Canada- que, tras toda una vida de trabajo inestimable e imperecedero, está entrando en la vejez con apenas lo bastante para vivir y a quien ofrecen- y eso cuando se lo ofrecen- cincuenta dólares por poema. Otro caso es el de una novelista a quien consideramos uno de nuestros clásicos y que se vio obligada a abandonar la ciudad en la que había residido la mayor parte de su vida para irse a un lugar donde poder disponer de la caritativa ayuda de sus amigos. Y otro más: una de las mejores escritoras de nuestro tiempo tuvo que esperar hasta que el azar le deparó un premio en metálico para poder darse el gusto, por una vez en su vida, de saber que tenía asegurado el pago del alquiler durante todo un año. Lo peor de todo es que estos casos, por tristes y vergonzosos que sean, no nos conmueven. Forman parte de la imaginería social: se da por sentado que el escritor – y sobre todo el poeta- es pobre- ¿Acaso no lo son?.
Se me ocurre que todo el problema gira en torno a una falacia.
Cuenta la leyenda que en una ocasión el magnate cinematográfico Sam Goldwin trató de comprar los derechos de una de las obras de Shaw para llevarla al cine. Naturalmente, dado su carácter, Goldwin no dejó en ningún momento de regatear el precio hasta que, por último, el dramaturgo dijo que rehusaba vender. Goldwin no podía entender el por qué. “El problema, señor Goldwin”, respondió Shaw, “es que a usted sólo le interesa el arte, mientras que a mí sólo me interesa el dinero”.
Por amor al arte
Arte “versus” dinero; una contradicción tan vieja como la vida misma y que por supuesto, entraña una falacia. Es cierto que el amor al dinero, tal como lo expuso un autor de gran éxito, es “la raíz de todos los males”. También es cierto que nuestra sociedad ha perdido por completo la noción de lo que es valioso y que ha tomado el sentido metafórico del dinero (algo creado en calidad de imagen para representar el concepto de valor, algo a lo que Byron llamó “la invención más pura”) para establecerlo como valor en sí mismo. Es algo semejante a hacer el amor con un soneto de Donne o comerse un libro de Julia Child. En ese sentido, naturalmente, es verdad que la literatura (o sencillamente el arte) y el dinero no se compaginan, porque están en distintos planos de la existencia.
La literatura se compone de hechos, es el instrumento cognoscitivo que nos permite hacernos una idea de qué o quiénes somos, de por qué estamos aquí, en este castigado planeta. El dinero es inmaterial, no tiene existencia real; lo único existente son los trozos de papel y metal que utilizamos. Puede comprobarlo quemando un billete de 100 euros y un libro de poemas de Jaime Gil de Biedma. Del billete no quedará más que un montoncito de cenizas, y usted será 100 euros más pobre; pero, sobre los restos calcinados del libro de Biedma, podrá usted seguir declamando de memoria estos versos: “Aunque la noche, conmigo,/no la duermas ya,/ sólo el azar nos dirá/ si es definitivo”.
En un sentido estrictamente material, es cierto que el dinero y la literatura no se compaginan porque, como ya dije antes, el primero no tiene entidad física. Según la nación de que se trate, esta metáfora de valor se ha reservado a ciertas conchas marinas, a grandes piedras redondas, a la sal, etcétera.; exactamente lo mismo que hacemos nosotros con nuestros rectángulos de papel y nuestros pequeños discos metálicos. Tal vez haya existido una época en la que un poema o una buena historia tuviese el valor tuviese el valor que hoy día atribuimos a un billete de 20 euros. Hay una novela de Juan Carlos Onetti en la que el protagonista, un poeta, se gana la vida escribiendo poemas por encargo. Pero ése no es el destino de la mayoría. En los tiempos que corren, habiendo establecido un “sistema” de valores en el que la función del dinero es transmitir la “imagen” de valor, la cuestión para nosotros es si, como sociedad, atribuimos algún valor a la literatura y, en caso afirmativo, cómo lo determinamos. Una vez obtenida la respuesta, todo lo que se necesita es traducir ese valor a la bella y convencional metáfora que es el euro. El propio Polinio se mostraría de acuerdo con nosotros, pues no le cuesta nada aceptar que una misma nube puede parecerse a un camello, una comadreja o una ballen. Cuando se trata del vil metal, los burócratas siempre se apresuran a dejar de lado su escepticismo.
Pero no es probable que dicha traducción tenga lugar. Creo que podría argumentar convincentemente que si nuestra sociedad tiene alguna característica distintiva, es la que “no” premia aquello que tiene auténtico valor. Pero no se trata de que no sepa reconocer las cosas valiosas. No se priva de lo que, a falta de términos mejores, denominaré alto arte y alta literatura. Disfruta de ellos; pero no los recompensa. No paga nada a cambio; no asume sus obligaciones como sociedad, no suelta la mosca por aquello que utiliza.
¿Qué se puede hacer frente a tales debilidades?
Una buena táctica es la empleada por aquella antigua colega nuestra, la Sibila Cumea, que ofreció sus nueve libros proféticos a Tarquino el Soberbio, último de los siete reyes de Roma, a cambio de dinero. Tarquino, siendo como era un hombre negocios, puso el grito en el cielo ante el precio solicitado. La Sibila, entonces, arrojó uno de los libros al fuego y acto seguido ofreció al rey los ocho restantes por el mismo precio. Éste volvió a echarse atrás, con lo que la Sibila empezó a quemar un libro tras otro hasta que Tarquino, finalmente, accedió a pagar por los tres últimos el precio que ella le había pedido al principio por los nueve. Que tengamos redaños o no para encomendar nuestra obra a las llamas con objeto de chinchar a un editor, o que éste dé o no muestras de consternación, ya es otro cantar. Polonio, que sin duda habría encontrado trabajo en cualquier multinacional de la publicidad, declara que está dispuesto a prestar oídos a todos los hombres, pero su voz a pocos. Ya sabemos lo que quería decir con esto.
Por amor al comercio
Un método alternativo para cobrar lo que se nos debe, aunque tal vez no sea del todo práctico, es emplear las mismas tácticas comerciales de quienes nos explotan y empezar a cargarles a ellos un precio por todo. Piense, por ejemplo, en los derechos por préstamo y por fotocopia, tan arduamente conquistados; pues bien, cobre a los editores por pasar a máquina sus manuscritos, por el papel que gasta para imprimirlos, por los libros que precisa para investigar, por los billetes que adquiere para desplazarse entre su casa y la editorial. Cóbreles el tiempo que les dedica durante esas sesiones seudopsicoanalíticas en las que se ve obligado a escuchar todas y cada una de las sesudas razones por las que es indispensable suprimir esa línea del capítulo seis. Cobre derechos de autor a las revistas, los periódicos, la radio y la televisión por usar su nombre cada vez que soliciten su opinión sobre cualquier materia, sea lo que sea( generalmente se tratará de temas que no tienen nada que ver con la literatura): lo que ellos denominan “publicidad gratuita” no es más que un modo de llenar de llenar sus columnas en blanco y su tiempo en antena disponible, y usted está proporcionándoles el texto de balde.
Contra el domino público
Llevemos las cosas aún más lejos. Acabe con la noción de dominio público. Localice a los herederos de Shakespeare y págueles derechos por autorizar el uso de la marca de cigarros Hamlet. Cobre a los políticos por usar para sus propios fines las palabras de usted. Vada vez que un político diga “crimen y castigo”, divida el importe entre Dostoievski y Agatha Christie. Cada vez que un político hable de “derechos humanos”, divida el importe entre Tom Paine y Lord Byron. Cada vez que un político emplee la palabra “honor”, págule los derechos correspondientes a Miguel de Cervantes.
¿llegará alguna vez el momento de que la obra de un escritor sea reconocida por lo que es, un valor que no se mide en términos de ventas ni de modas, sino como la sustancia de lo que se nutre el alma de una sociedad, una sustancia que se fortalece por acumulación, por tanteo y error, por reverberación, por la transmisión de las palabras de generación en generación y de escritorzuelo en escritorzuelo hasta que llegan al rarísimo
y precioso genio literario? ¿Veremos alguna vez llegado ese momento? No es probable.
El novelista canadiense Mordecai Richler dijo en una ocasión que los escritores no deberían quejarse tanto de que las editoriales no les reclutaran, porque son voluntarios. Pues bien, creo que no es verdad. Tal ves algunos se enrolen voluntariamente, pero otros se meterán en la escritura como quien se alista en la Legión Extranjera: por la necesidad de huir o de cambiar. Tal vez los haya que sólo pretendan hacer ver que los han reclutado y se dediquen a perder el tiempo en casa haciendo garabatos. Pero, en general, si uno escribe es porque sabe que en este mundo de locos es la única cosa sana que puede hacer para no hundirse. Tal vez esto no sea cierto del todo, tal vez no se cumpla en todos los casos; pero el hecho es que, para la mayoría de quienes nos consideramos escritores, la escritura es el único refugio saludable y seguro; aun cuando algunos de nosotros se vuelvan locos tratando de reivindicarla.
Tal vez sí podíamos hacer algo: cambiar el estereotipo del escritor enclaustrado. Asumamos nuestras responsabilidades políticas. Desoigamos el consejo de Polonio: prestemos y pidamos prestado deliberadamente, siendo plenamente conscientes del valor de lo que estamos prestando y recibiendo en préstamo. Por lo menos, no seamos zopencos, tal como nos advirtió Jhonson cuando dijo que “ salvo los zopencos, nadie ha escrito nada jamás por algo que no fuese dinero”. Hagamos demandas, reclamemos. En su ingenioso diálogo “hipis mayor”, Platón pone en boca de Sócrates la afirmación de que, según la creencia popular, el hombre que es sabio debe serlo sobre todo por su propio bien; y que el criterio para determinar tal sabiduría es, en definitiva, la capacidad de ganar dinero.
Espero que a este lado de la tumba nosotros también seamos merecedores, en el más amplio sentido de la palabra, de esa sabiduría.

DEL CULTO DE LOS LIBROS*


Jorge Luis Borges

En el octavo libro de la Odisea se lee que los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar; la declaración de Mallarmé: El mundo existe para llegar a un libro, parece repetir, unos treinta siglos después, el mismo concepto de una justificación estética de los males. Las dos teleologías, sin embargo, no coinciden íntegramente; la del griego corresponde a la época de la palabra oral, y la del francés, a una época de la palabra escrita. En una se habla de contar y en otra de libros. Un libro, cualquier libro, es para nosotros un objeto sagrado: ya Cervantes, que tal vez no escuchaba todo lo que decía la gente, leía hasta “los papeles rotos de las calles”. El fuego, en una de las comedias de Bernard Shaw, amenaza la biblioteca de Alejandría; alguien exclama que arderá la memoria de la humanidad, y César le dice: Déjala arder. Es una memoria de infamias. El César histórico, en mi opinión, aprobaría o condenaría el dictamen que al autor le atribuye, pero no lo juzgaría, como nosotros, una broma sacrílega. La razón es clara: para los antiguos la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral.
Es fama que Pitágoras no escribió; Gomperz (Griechische Denker, I, 3) defiende que obró así por tener más fe en la virtud de la instrucción hablada De mayor fuerza que la mera abstención de Pitágoras es el testimonio inequívoco de Platón. Este, en el Timeo, afirmó: “Es dura tarea descubrir al hacedor y padre de este universo, y, una vez descubierto, es imposible declararlo a todos los hombres”, y en el Fedro narró una fábula egipcia contra la escritura (cuyo hábito hace que la gente descuide el ejercicio de la memoria y dependa de símbolos), y dijo que los libros son como las figuras pintadas, “que parecen vivas, pero no contestan una palabra a las preguntas que les hacen”. Para atenuar o eliminar este inconveniente imaginó un diálogo filosófico. El maestro elige al discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o estúpidos; este recelo platónico perdura en las palabras de Clemente de Alejandría, hombre de cultura pagana: “Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda” (Stromaleis), y en éstas del mismo tratado: “Escribir en un libro todas las cosas es dejar una espada en manos de un niño”; que derivan también de las evangélicas: “No deis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, porque no las huellen con los pies, y vuelvan y os despedacen”. Esta sentencia es de Jesús, el mayor de los maestros orales, que una sola vez escribió unas palabras en la tierra y no las leyó ningún hombre (Juan, 8: 6).
Clemente Alejandrino escribió su recelo de la escritura a fines del siglo II; a fines del siglo IV se inició el proceso mental que, a la vuelta de muchas generaciones, culminaría en el predominio de la palabra escrita sobre la hablada, de la pluma sobre la voz. Un admirable azar ha querido que un escritor fijara el instante (apenas exagero al llamarlo instante) en que tuvo principio el vasto proceso. Cuenta San Agustín, en el libro seis de las Confesiones: “Cuando Ambrosio leía, pasaba la vista sobre las páginas penetrando su alma, en el sentido, sin proferir una palabra ni mover la lengua. Muchas veces –pues a nadie se le prohibía entrar, ni había costumbre de avisarle quién venía-, lo vimos leer calladamente y nunca de otro modo, y al cabo de un tiempo nos íbamos, conjeturando que aquel breve intervalo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería que se lo ocupasen en otra cosa, tal vez receloso de que un oyente, atento a las dificultades del texto, le pidiera explicación de un pasaje oscuro o quisiera discutirlo con él, con lo que no pudiera leer tantos volúmenes como deseaba. Yo entiendo que leía de ese modo por conservar la voz, que se le tomaba con facilidad. En todo caso, cualquiera que fuese el propósito de tal hombre, ciertamente era bueno.” San Agustín fue discípulo de San Ambrosio, obispo de Milán, hacia el año 384; trece años después, en Numidia, redactó sus Confesiones y aún lo inquietaba aquel singular espectáculo: un hombre en una habitación, con un libro, leyendo sin articular las palabrasª.
Aquel hombre pasaba directamente del signo de escritura a la intuición, omitiendo el signo sonoro; el extraño arte que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias maravillosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto del libro como fin, no como instrumento de un fin. (Este concepto místico, trasladado a la literatura profana, daría los singulares destinos de Flaubert y de Mallarmé, de Henry James y de James Joyce.) A la noción de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada. Para los musulmanes, el “Alcorán” (también llamado El Libro, Al Kitab), no es una mera obra de Dios, como las almas de los hombres o el universo; es uno de los atributos de Dios como Su eternidad o Su ira. En el capítulo XIII, leemos que el texto original, La Madre del Libro, está depositado en el Cielo. Muhammad-al-Ghazali, el Algazel de los escolásticos, declaró: “el Alcorán se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el corazón y, sin embargo sigue perdurando en el centro de Dios y no lo altera su pasaje por las hojas escritas y por los entendimientos humanos”. George Sale observa que ese increado Alcorán no es otra cosa que su idea o arquetipo platónico; es verosímil que Algazel recurriera a los arquetipos, comunicados al Islam por la Enciclopedia de los hermanos de la Pureza y por Avicena, para justificar la noción de la Madre del Libro.
Aún más extravagantes que los musulmanes fueron los judíos. En el primer capítulo de su Biblia se halla la sentencia famosa: “Y Dios dijo; sea luz; y fue la luz”, los cabalistas razonaron que la virtud de esa orden del Señor procedió de las letras de las palabras. El tratado Sefer Yetsirah ( Libro de la Formación), redactado en Siria o en Palestina hacia el siglo VI, revela que Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel y Dios Todopoderoso, creó el universo mediante los números cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras del alfabeto. Que los números sean instrumentos o elementos de la Creación es dogma de Pitágoras y de Jámblico; que las letras lo sean es claro indicio del nuevo culto de la escritura. El segundo párrafo del segundo capítulo reza: “Veintidós letras fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó, y con ellas produjo todo lo que es y todo lo que será.” Luego se revela qué letra tiene poder sobre el aire, y cuál sobre el agua, cuál sobre el fuego, y cuál sobre la sabiduría, y cuál sobre la paz y cuál sobre la gracia, y cuál sobre el sueño, y cuál sobre la cólera, y cómo (por ejemplo) la letra kaf, que tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el sol en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo.
Más lejos fueron los cristianos. El pensamiento de que la divinidad había escrito un libro los movió a imaginar que había escrito dos y que el otro era el universo. A principios del siglo XVII, Francis Bacon declaró en su Advancement of Learning que Dios nos ofrecía dos libros, para que no incidiéramos en error; el primero, el volumen de las Escrituras, que revela Su voluntad, el segundo, el volumen de las criaturas, que revela Su poderío y que éste era la llave de aquél. Bacon se proponía mucho más que hacer una metáfora; opinaba que el mundo era reducible a formas esenciales (temperaturas, densidades, pesos, colores), que integraban, en número limitado, un abecedarium naturae o serie de las letras con que se escribe el texto universalº. Sir


Thomas Browne, hacia 1642, confirmó: “Dos son los libros en que suelo aprender teología: La Sagrada Escritura y aquel universal y público manuscrito que está patente a todos los ojos. Quienes nunca Lo vieron en el primero, Lo descubrieron en el otro” (Religio Medici, 1, 16). En el mismo párrafo se lee: “Todas las cosas son artificiales, porque la Naturaleza es el Arte de Dios.” Doscientos años transcurrieron y el escocés Carlyle, en diversos lugares de su labor y particularmente en el ensayo sobre Cagliostro, superó la conjetura de Bacon; estampó que la historia universal es una Escritura sagrada que desciframos y escribimos inciertamente, y en la que también nos escriben. Después, León Bloy escribió: “No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz...La historia es un inmenso texto litúrgico, donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y otros es indeterminable y está profundamente escondida” (L’ame de Napoleón, 1912). El mundo, según Mallarmé, existe para un libro; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo.

ªLos comentadores advierten que, aquel tiempo, era costumbre leer en voz alta, para penetrar mejor el sentido, porque no había signos de puntuación, ni siquiera división de palabras, y leer en común, para moderar o salvar los inconvenientes de la escasez de códices. El diálogo de Luciano de Samosata. Contra un ignorante comprador de libros, encierra un testimonio de esa costumbre en siglo II.
º En las obras de Galileo abundan el concepto del universo como libro. La segunda sección de la antología de favaro ( Galileo: Pensieri, motti e sentinze, Firenze, 1949) se titula Il libro della Natura . Copio el siguiente párrafo: “La filosofía está escrita en aquel grandísimo libro que continuamente está abierto ante nuestros ojos (quiero decir, el universo), pero que no se entiende si antes no se estudia la lengua y se conocen los caracteres en que está escrito. La lengua de ese libro es matemática y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas.”

Buenos Aires, 1951.



Tomado del libro Otras Inquisiciones

*En homenaje a los Lectores y Autores en este Día del Libro. Así, pues: Toma, Lee.
MDLC.23/04/09

“Su política es el silencio”

Sonia Gandhi, la presidenta del Partido del Congreso de la India.


Una novela de no ficción que se adentra en los vericuetos del poder

En su más reciente libro, el español Javier Moro reconstruye la vida de la primera ministra India, Sonia Gandhi.


Angélica Gallón Salazar

“Un ruido seco, duro, indescriptible, la devuelve a la realidad. Suena como un tiro. O una pequeña explosión, todos los que han asistido a una cremación saben de qué se trata…. El cráneo ha estallado por efecto de la presión del calor. El alma del difunto está libre”. Ahí está parada Sonia Gandhi, desolada y sola sin saber lo que le espera tras la muerte de su marido, Rajiv Gandhi, hijo de Indira y primer ministro de la India. Está esa italiana, bella pero tímida, distante de todos los asuntos del Estado de cara a su destino. Ahí está el personaje protagónico del más reciente libro del español Javier Moro, una novela de no ficción titulada El sari rojo.

“Yo estaba en la India cuando asesinaron a Rajiv, y la escena con la que empiezo el libro, que es la de la cremación de su cadáver, la vi por televisión en directo, y la silueta de esa mujer golpeada de nuevo por el terrorismo —ya había tenido que sobrellevar la muerte de su suegra— se me quedó grabada y pensé que sería muy interesante contar la historia de esta familia, que lleva tanto tiempo en el poder, a través de una mujer, que es italiana y que retrata nuestro punto de vista occidental”, comenta Moro.

Sin embargo, si bien había encontrado un muy buen personaje, la historia que ineludiblemente tendría que ceñirse a los hechos reales no podría terminar con un final tan doloroso. Entonces, el autor del exitoso libro Pasión india (con más de un millón de lectores sólo en España y de la que se realizará una película este año protagonizada por Penélope Cruz) esperó un tiempo, intentó recoger información y romper el hermetismo de esa mujer de la que tan poco se sabía públicamente. Pero en 2004, cuando Sonia —extranjera y educada por monjas salesianas— asumió el poder que el partido de su marido le había exigido que liderara y arrasó en las elecciones, Moro supo que tenía el retruécano que necesitaba. “Soniaji —dice el portavoz de la comitiva utilizando el sufijo ji, que denota cariño y respeto— quiero que sepas que el Comité de Trabajo del Partido del Congreso (...) te ha elegido presidenta del partido (...) Te ofrecemos el poder absoluto del mayor partido del mundo”, queda consignado en la novela de Moro. Sonia se convierte entonces en la primera ministra india, cargo que ostenta actualmente.

Durante tres años el escritor se metió en las mismas entrañas de la India para socavar los más íntimos secretos de Sonia. Arrastrado por esta obsesión descubrió que este es un país escindido y muy diverso, en donde en la ciudad es raro no encontrar mujeres que ocupen altos cargo y que ejerzan la política, mientras que en los pueblo alejados de la modernidad y la urbe, aún pervive una India arcaica, en donde rigen las castas y en la que las mujeres son excluidas si caen en la desgracia de la viudez. También leyó y releyó libros sobre Indira Gandhi, consiguió que su secretaria, la que había acompañado a la mujer más poderosa de ese país por 20 años, le contara los pormenores de una historia romántica poco posible entre una guapa italiana y el heredero del poder indio.

¿Cómo fue el proceso de conseguir la información para contar esta historia?

El proceso fue muy pesado, porque Sonia no quiso soltar información, ella no quiere nunca que nadie escriba nada sobre ella, porque está en una posición muy delicada y cualquier cosa que diga es utilizada por la oposición para atacarla. Sin embargo, seguí porque estaba seguro de que podía hacer un libro sin hablar con ella. Tenía razón, pero me costó mucho rodearla.

¿Pero entonces nunca habló con ella?

La conocí en mayo pasado en un acto oficial; ya había terminado de escribir el libro, me le presenté diciéndole: “Señora, llevo tres años viviendo con usted”. Cuando supo que yo era quien estaba escribiendo el libro, me rogó que no le fuera a pedir que lo leyera, no lo había hecho en ocasiones pasadas cuando escritores se lo habían pedido, no lo haría con un español. Su política es el silencio.

¿Qué fue lo que más le impactó durante la investigación?

Descubrir la personalidad de Indira Gandhi fue una gran sorpresa. No sabía que fuera tan tremendamente contradictoria, con ese genio y ese carácter fantástico, una mujer capaz de hablar delante de un millón de personas y luego sentarse a gatas a jugar con sus nietos. Indira dijo una frase sobre India que en realidad la define a ella: “La India es todo lo mejor que puedas decir, y todo lo peor, las dos cosas son ciertas”. Y bueno, tuve encuentros maravillosos, como los papeles de Henry Kissinger, secretario de Richard Nixon, en donde se referían a Indira Gandhi como “Old bitch”, (vieja zorra) y eso era lo más simpático que decían de ella. En realidad las cosas que más me impactaron están en el libro, como esa campaña de esterilización que hizo Sanjay Gandhi, el hijo malo de Indira, que alcanzó a esterilizar a tres millones de indios. Fueron miles las historias con las que me encontré persiguiendo la vida de esta mujer.

¿Qué reacción provocó el libro en India?

Aún no se ha traducido a inglés, así que aún no sé si Sonia Gandhi ya lo leyó.



elespectador.com

Biblioteca Digital Mundial, un hecho



Miles de libros, escritos, mapas y contenidos multimedia podrán ser visitados.

El proyecto desarrollado por la Unesco busca convertirse en una gran biblioteca cultural, académica e histórica en el mundo. Con un diseño moderno y fácil de utilizar, cualquier persona en el mundo puede ingresar y conocer los hechos mas relevantes de una época desde el 8000 a.C hasta 1950 de manera entendible.

La biblioteca virtual cuenta con las obras de 190 archivos del mundo y cerca de 1.200 titulos entre las que se destacan pergaminos, cartas, imágenes, videos, audios, escritos y muchos más aportados algunos de ellos por La Biblioteca de Alejandría y otras de Rusia, México, Francia, Suecia, Brasil.

James Billington, gestor del proyecto lo presentará luego de cuatro años de estudios y de reunir los recursos necesarios para llevar a cabo el archivo digital mundial. También el proyecto cuenta con el apoyo financiero del gigante informático Google, Microsoft y algunas universidades.

Para navegar por esta biblioteca virtual solo se necesita de mucha paciencia, gusto a la lectura y a la historia, debido a que los internautas encontraran un mapamundi con muchas fechas y por cada recuadro que aparezcan en cada continente traerá varios artículos de lectura. También podrán realizar sus investigaciones por tema, fecha, lugar, institución o tipo de artículo.

Para conocer la Bibliotca Digital Mundial en español, visite www.wdl.org/es


20.4.09

Lo que produce la tierrita


Por Yolanda Reyes

Desde los anaqueles de las librerías, los libros parecen decir "léeme" y le hacen guiños al lector. Clara Rojas compite en la mesa de novedades con los tres norteamericanos que, a juzgar por los semáforos, le llevan ventaja en el hit parade. "¡Vendo, vendo!", gritan los voceadores, como si se tratara de mangos en cosecha, y sus títulos recién pirateados arman otra discutible lista de Los Más Vendidos. "Dime si te piratean y te diré si vendes", parece ser la máxima editorial en esta semana, cuando recordamos a Shakespeare y a Cervantes y celebramos el Día del Derecho de Autor.

Entre la barahúnda de libros en cosecha, me pregunto dónde están los autores y los editores y qué estamos entendiendo por escribir. "Con frecuencia, escribir es como conducir un camión por la noche sin luces, perderse en medio de la carretera y pasar una década en una zanja", dice Gay Talese, el célebre reportero de The New York Times y The New Yorker, desde la contracarátula de su Vida de un escritor, una personalísima biografía que comparte mesa con Cautiva, de Clara Rojas. Tomo los dos libros y miro las dos fotos: Gay y Clara. Los dos me sonríen en blanco y negro. Uno es pesado y el otro, liviano. Como los libros también entran por los ojos, no puedo evitar sentirme seducida por la pinta de Talese y por su bondadosa sonrisa de viejo zorro, frente a la expresión de Clara, que no comunica nada. ¿Cuál llevarme, no a la consabida isla desierta, sino a mi mesa de noche? Aunque mi elección ya está hecha, decido darle una oportunidad a Cautiva. No a Clara, que quede claro. No estoy hablando de personas, de vidas ni de cuánto ha sufrido alguien. Estoy hablando de libros.

Tal vez es eso de perderse en la carretera y pasar una década en una zanja, pero no real sino simbólica, luchando con las palabras, lo que eché de menos en Cautiva. Mientras leía el libro con el trasfondo del noticiero -y así se deja leer, sin necesidad de silencio-, iba saltando renglones, también sin remordimiento. Así como me conmovió la vida real de Clara Rojas, su vida escrita me dejó plana. No encontré nada para llorar y nada para reírme, ni nada que no supiera ya por las noticias, y no me refiero a chismes de folletín, sino a esas "noticias del fondo de uno mismo" que se buscan en los libros. Si es tan difícil vivir, es bastante más difícil contar la vida y no basta con decir, por ejemplo, "la selva tiene su color que es un verde de mil tonalidades, y también un olor propio, a vegetación y humedad". (Eso lo dice cualquiera.) El problema es hacer que el lector se calce esas botas malolientes y se caiga y se hiera los ojos con esos verdes y sienta que las hormigas le pican y que le duelen las entrañas. Y sienta el odio y la incertidumbre y la vida y la muerte, todo mezclado a la vez.

¿Transcribir anécdotas, a modo de querido diario, o reinventar la experiencia y hacer que el lector la viva? Ese trabajo, que también es del editor, especialmente cuando los autores son inexpertos, les faltó a los editores de Cautiva, quienes parecen haberse limitado a salpicar el libro con notas de pie de página, tipo exportación: "Torta de maíz típica colombiana" (arepa). "Actriz y modelo colombiana muy popular nacida en 1956 con una exitosa carrera" (Amparo Grisales). "Ministro de Defensa, puso en marcha la Operación Jaque, el ingenioso operativo...". En lugar de escribir ese discutible y nada ingenuo glosario que iguala Farc con masato, un buen editor habría podido ayudarle a Clara a tachar frases como "para mí la amistad es un valor esencial. Así me lo inculcaron de niña" y a transformar su impulso espontáneo de autoelogiarse y autocensurarse en un trabajo de exploración de su propia selva y de su propia voz. Claro que para eso, como afirma Talese, se necesita una década y quizás se trate de un plazo impensable para vender los libros que produce nuestro drama, como mangos en cosecha. "He invertido mucho dinero en perder tiempo... he viajado cientos de miles de kilómetros siguiendo pistas que, al final, no me llevan a ninguna parte", leo a Talese, y coincido con sus estadísticas: más o menos el 80 por ciento del trabajo termina en la basura. Quizás es eso lo que más falta nos está haciendo: un cubo de basura para botar todo lo que sobra y esperar a que el tamiz del tiempo termine filtrando lo poco que basta.



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